TRIBUNA
El cáncer de la democracia
Es la misma urdimbre
de nuestros valores la que provoca el crecimiento de la desigualdad de rentas
Manifestación pidiendo un salario digno
Urgando en la basura para llevar algo que comer
El último
libro de Pierre Rosanvallon (La société des égaux, 2.011) analiza el
constante aumento de la desigualdad económica y social que se registra en las
sociedades occidentales desde 1970. Describe cómo la revolución industrial
inició en Europa y Estados Unidos un “ciclo de desigualdad” alrededor de 1830,
tendencia que culminó al final del siglo XIX; después, con su cénit en los años
que rodean la Segunda Guerra Mundial, se inició otro ciclo, éste de reducción
de la desigualdad, que es ya un recuerdo puesto que terminó hace 40 años. Y
desde 1970 las sociedades occidentales viven inmersas en un nuevo ciclo de
incremento de la desigualdad.
Esto es
estadística. Lo interesante son las causas del fenómeno y, sobre todo, explicar
la incapacidad política de corregirlo a pesar de que todo el mundo lo denuncia
como nocivo. Rosanvallon habla al respecto de una paradoja de Bossuet:
es decir, de esa particular clase de esquizofrenia de deplorar un estado de
cosas y, al mismo tiempo, celebrar las causas concretas que lo producen. No
somos conscientes de hasta qué punto es la misma urdimbre de nuestros valores,
y no sólo los fenómenos económicos, la que provoca el crecimiento imparable de
la desigualdad de rentas y riqueza. Y, sobre todo, la que impide corregirlos.
Obvio que
hay causas económicas: la segunda globalización, la desaparición del miedo a la
revolución, incluso el olvido de las guerras del siglo XX que fueron una toma
de conciencia sangrienta de la igualdad de méritos de todos. Hay algo más, y la
urdimbre de ese algo es axiológica.
La sociedad
actual es una sociedad individualista, claro. Pero también lo era la del pasado
siglo y sin embargo reaccionó con severas políticas reformistas contra la
desigualdad heredada. ¿Qué ha cambiado? El tipo de individualismo. El
nacido de las revoluciones francesa y norteamericana, podría caracterizarse
como el de unos individuos universalistas. Concebía a las personas como
individuos sustancialmente iguales entre sí en sus deseos y aspiraciones, y por
eso podía diseñar políticas niveladoras inspiradas en una noción universal del
bien común. El individualismo contemporáneo, en cambio, es el de los individuos
particulares, cada uno ansioso de distinguirse de los demás por su
historia, su adscripción grupal, sus habilidades o sus desgracias. Un
individualismo de la distinción que, junto a efectos positivos como las
políticas de reconocimiento, genera otros negativos, como la propensión a
aceptar las desigualdades siempre que se asocien a una particularidad. A la
sociedad no le resulta estridente que existan desigualdades flagrantes si su
beneficiario puede anudarlas a su pertenencia a un grupo o a su propia
particularidad.
Al mismo
tiempo, nuestra sociedad acepta que las habilidades particulares
justifican retribuciones escandalosamente superiores, sea en el mercado del
deporte, de las finanzas o de la gestión mediática (porque las desigualdades ya
no nacen de la propiedad, sino del trabajo). Aquella idea, tan cara al
liberalismo igualitario del siglo pasado, de que el éxito de los gestores o los
líderes no se debía, en el fondo, sino a la organización social del conjunto en
el que actuaban suena casi a blasfemia en la actualidad. Los exitosos han
convencido al resto de que se lo merecen, que sus retribuciones
escandalosas no derivan de la colusión interesada de toda una élite de poder
sino de su capacidad.
Y, junto a
ello, la filosofía política no ha sido capaz de crear una teoría sobre la
desigualdad admisible. Las “teorías de la justicia” que Rawls, Dworkin o
Amartya Sen han popularizado son cuidadas doctrinas que establecen el mínimo de
bienes o chances merecido por todos los ciudadanos, incluso el menos
afortunado por el azar biológico. Pero nada nos dicen sobre el máximo que
pueden obtener otros individuos y, por tanto, sobre los límites de la
desigualdad. Parece que, siempre que la sociedad garantice las mismas
posibilidades a todos, algunos pueden enriquecerse sin límite si esa es su
habilidad. Una (falta de) idea alarmante. Sobre todo, porque el enriquecimiento
escandaloso funciona en la realidad desde ya, mientras que la igualación de chances
se demora. Necesitamos con urgencia una teoría política sobre las desigualdades
admisibles, no el desarme ideológico o la perplejidad actual en la materia.
¿Cómo hemos pasado sin pensarlo de una escala de desigualdad de retribuciones
en la empresa de 1:6 a otra de 1:300?
Los
revolucionarios franceses y americanos —recuerda Rosanvallon— tuvieron una idea
muy clara de que los ciudadanos debían ser en lo económico, no tanto iguales
(la ciudadanía), como similares (a eso se refería la fraternité).
Admitían la desigualdad de fortunas pero con el límite de que no pudiera llegar
a crear clases diversas de ciudadanos, de que ningún grupo pudiera llegar a ser
“una nación particular dentro de la nación”. El ideal democrático era el de una
sociedad de los similares, algo que era más una manera de vivir la
relación social que una forma de estructura económica. Doscientos años
después, en una sociedad de individuos particulares, urge encontrar los
mecanismos políticos para recrear entre los ciudadanos el gusto por la
similitud. Porque la desigualdad que crece, eso sí es seguro, es un cáncer para
la democracia.
José María
Ruiz Soroa es abogado.
Fuente: www.elpais.com
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