09 de noviembre de 2014
Augusto Zamora R.
Profesor de Relaciones Internacionales
Profesor de Relaciones Internacionales
Desde que fue compuesta, en 1975, para la lucha contra la
dictadura militar de Chile, la canción del grupo chileno Quilapayún, pasó a
convertirse en el himno oficioso de las luchas populares de las izquierdas
latinoamericanas y también de España. Es conocida la grabación tomada a los
presidentes de Ecuador, Venezuela, Bolivia, Honduras y Nicaragua cantando, como
si estudiantes de los 70 fueran, la canción de Quilapayún, en medio de un mar
enfervorizado de personas que celebraban la victoria de Rafael Correa.
Ha sido la capacidad de los dirigentes de las fuerzas
progresistas latinoamericanas de forjar unidades, lo que ha hecho posible el
milagro de derrotar electoralmente a la derecha y ganar, una vez sí y otra
también, a los búnkeres políticos tradicionales. No fue camino fácil. En los
años del fuego, en la clandestinidad, la represión y la guerra, las ideologías
podían más que las realidades. Allende fue, en la era moderna, el primero en
crear un consenso entre las disímiles –y opuestas- fuerzas de izquierda
chilenas, para forjar una alianza que pasaría, heroica y trágicamente, a la historia
latinoamericana como la Unidad Popular. Una alianza de fuerzas de izquierda,
progresistas y populares para ganar el gobierno –que se ganó en 1970-, ya que
no el poder, que es una cosa más taimada e implacable, como demostró el golpe
militar del 11 de septiembre de 1973.
No habría que esperar mucho tiempo para que otro
movimiento guiado por la conciencia de unidad tomara el gobierno y -entonces
sí- también el poder. En julio de 1979, seis años, dos meses y dieciséis días
después del sangriento derrocamiento del presidente constitucional Salvador
Allende, una insurrección nacional, promovida por el Frente Sandinista de
Liberación Nacional (FSLN), derrotaba y destruía hasta los cimientos una
dictadura de cuarenta años. El sandinismo había logrado aquella hazaña gracias
a que, primero, supo reunificar, en febrero de 1979, a las tres fracciones en
que se había dividido. Luego, a que fue capaz de reunir a amplios y dispersos
sectores antisomocistas en un Frente Patriótico Nacional, que juntaba desde
socialcristianos progresistas hasta comunistas archi-radicales. La revolución
sandinista empezó a resquebrajarse con la asunción de políticas sectarias, que
llevaron a la disolución paulatina de la unidad progresista. Al final, el FSLN
se quedó solo y su soledad estaría en la raíz de la traumática derrota
electoral de 1990.
En 1989, el “caracazo” despertó la inquietud de un
oficial enviado, junto a decenas más, a reprimir a la población hambrienta.
Hugo Chávez tuvo la inmensa virtud de ser capaz de reunir en un único
movimiento a las diseminadas fuerzas sociales venezolanas, hasta constituir el
Partido Socialista Unido de Venezuela. Luego, en Brasil, Bolivia, Ecuador,
Uruguay, El Salvador, la fórmula de unidad determinaría el triunfo electoral –y
las victorias posteriores- de las coaliciones populares.
Las fuerzas de la unidad no se han quedado intramuros.
Los gobiernos progresistas latinoamericanos impulsan, con más voluntad que
nunca, la unidad regional, de la que nació la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y del Caribe (CELAC), primer organismo regional sin la
presencia sulfurosa de EEUU. El hecho es histórico y ha tenido resultados
prometedores para la integración regional. Uno de ellos, poco recogido en los
medios de prensa, es que esa ola de triunfos electorales de las coaliciones
populares y el reforzamiento general de los sistemas democráticos, ha
convertido a Latinoamérica en la única región en paz del mundo y donde los
países resuelven pacíficamente sus controversias por vías diplomáticas o
jurisdiccionales, como se constata en el anuario de la Corte Internacional de
Justicia.
Los procesos de convergencia no han sido, ni son, ni
serán, procesos fáciles. La forja de alianzas requiere capacidad de renunciar a
lo que, en última instancia, no dejan de ser cuestiones tácticas o adjetivas vis-a-vis
los objetivos estratégicos y esenciales. El primero de ellos es arrancar las
mayores cuotas posibles de gobierno a las fuerzas tradicionales y
conservadoras, con siglos acumulados detentando poder y gobierno.
Quien no entienda esta regla de hierro de la política
sabe poco de política. Como bien decía el -posiblemente-, último político
renacentista de Europa, Giulio Andreotti, “el poder desgasta sobre todo al que
no lo tiene”. La izquierda ha solido desgastarse en cainitas luchas
despiadadas, para solaz y disfrute de la derecha. Parte fundamental del
patrimonio de las izquierdas nacionales y mundiales ha sido dilapidado en
guerras sectarias (“yo soy dueño de la verdad, tú, un traidor”) sirviendo en
bandeja de plata el gobierno, el poder, las tarjetas de créditos y hasta
los mariscos a la derecha.
Cuando las izquierdas son capaces de entrar en procesos
de maduración política, entienden que los adversarios reales no son sus
hermanos ideológicos, sino esa casta que cobra coimas, trafica con los dineros
públicos, tiene cuentas en paraísos fiscales y vende sin sonrojo las riquezas y
recursos del país a voraces poderes extranjeros. Cuando demuestran a los
ciudadanos que son capaces de crear consensos, las izquierdas multiplican exponencialmente
sus posibilidades de ser y de hacer política en mayúscula.
Maceradas las divergencias, es posible crear consensos y
programas claros que fijen los objetivos a favor de los desfavorecidos y
excluidos, asumiendo así, de forma inteligente y práctica, las
responsabilidades adquiridas con los sectores olvidados. En ese escenario, sus
potencialidades electorales se multiplican y consolidan, permitiéndoles
alcanzar el gobierno, no ya de manera residual, sino como fuerzas políticas
consolidadas a las que no es posible ningunear. Alcanzar cuotas amplias de
gobierno hace posible poner en marcha y ejecutar procesos de cambio desde los
cuales es viable arrancar –es el verbo preciso- cuotas cada vez mayores
de poder a los búnkeres nacional-derechistas. Y, por fin, devolver a los
excluidos los derechos económicos, sociales y culturales que les han sido
arrebatados: sus derechos a salud, educación, trabajo, vivienda, cultura,
dignidad…
La historia es una suma de momentos efímeros, como las
glorias. Quien hoy tiene noventa, mañana tendrá diez o tendrá nada. Hay
quienes, por no entender, no logran ser siquiera chispas; otros, entendiendo el
momento, logran darle eternidad a lo efímero. La lucha por el respeto objetivo
y real de los derechos humanos ha sido larga, dura, difícil y llena de
retrocesos, como los que se viven ahora. Pero ahora hay una posibilidad cierta
de cambiar la situación y las posibilidades del cambio dependerán de la madurez
con que actúen las organizaciones y fuerzas políticas y sociales, de izquierda
y progresistas.
Puede que sea este el momento en que las fuerzas de
izquierda españolas deban girar sus ojos hacia la otra orilla del Atlántico, no
para verla con miradas condescendientes, sino para, desde la humildad,
aprender. Con miradas que asuman las reglas básicas que han permitido
reelegirse a Evo Morales con el 61% de votos, ganar unas duras elecciones a
Dilma Rousef y, con casi total seguridad, posibilitar un nuevo triunfo al
Frente Amplio uruguayo.
Podríamos pensar, entonces, en que no
sería remota la posibilidad de ver a un presidente de gobierno español cantando
(herejía entre las herejías para los hijos de la OTAN), con unos cuantos
presidentes latinoamericanos, la canción de Quilapayún, de que el pueblo unido
jamás será vencido. Porque, efectivamente, los pueblos que saben construir y
mantener la unidad son invencibles. Dar la talla no es fácil, pero ese es el
reto actual de la izquierda política y social española, que vuelve a moverse
entre el ser de la realidad y la nada de los ascetas, con el riesgo de terminar
como en el Simón del Desierto, del irreverente maestro Luis Buñuel, al
pie de la columna, disputando sobre hipóstasis, anástasis y apocatástasis.
Fuente: www.publico.es
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