Por Alberto Garzón Espinosa.
Extracto del
capítulo 1 (“El fin de la historia, la ideología y las grandes preguntas”) del
libro La Tercera República
La cuestión
ideológica
¿Podemos seguir
pensando que se acabaron las ideologías? ¿es acaso cierto que sólo queda la
resignación en el marco del sistema económico capitalista? ¿está en lo cierto
Frederic Jameson (1934-) cuando asegura que «hoy es más fácil imaginar el final
del mundo que imaginar el final del capitalismo»? ¿Queda espacio para la
utopía, ese no-lugar en el horizonte que según Eduardo Galeano (1940-)
nos sirve para caminar?
Sin duda, la primera duda que nos asalta es la
siguiente: ¿de qué estamos hablando cuando decimos que algo es ideológico? ¿Se
están refiriendo a la misma noción el dirigente comunista que grita «¡las ideas
socialistas nos liberarán!» y el tertuliano de televisión que censura a su
interlocutor expresando algo del tipo «eso lo dices porque tienes ideas
socialistas»? Parece obvio que el primero entiende la ideología como algo
positivo, en tanto que instrumentaría la emancipación social, mientras que el
segundo la entiende como algo negativo, en tanto que ocultaría o distorsionaría
la verdad. ¿Podemos entonces hallar alguna definición que nos satisfaga a todos
y sobre la que podamos discutir?
Desgraciadamente el estudio etimológico de la palabra
no nos aporta mucho en esta tarea. Originalmente ideología significó el
estudio científico de las ideas humanas, pero con el tiempo su significado se
transformó en otra cosa muy distinta. Tan distinta que incluso, como estamos
acostumbrados a ver en los debates políticos, prácticamente vino a expresar lo
contrario, es decir, algo opuesto a lo científico. De hecho, es hoy en día
práctica habitual desacreditar al oponente bajo la acusación de ser alguien
ideológico.
Parece
complicado llegar a algún acuerdo sobre el que poder trabajar. Efectivamente,
como decíamos, el dirigente político que llama a la revolución apoyándose en
las ideas socialistas está probablemente entendiendo la ideología en su
versión positiva, como un sistema de ideas que promociona y legitima
intereses políticos tales como los de clase. Por el contrario, el
tertuliano de televisión o el político centrista probablemente esté
entendiendo la ideología en una versión negativa, como aquellas ideas
y creencias que oscurecen la razón y nos impiden entender correctamente la
realidad. Hay poco encaje entre ambas concepciones.
Algunos de los
primeros autores en estudiar con profundidad el concepto y contenido deideología
fueron precisamente Karl Marx y Engels. Ambos escribieron La Ideología
Alemana en 1845, una obra dedicada a la crítica de las ideas filosóficas
dominantes en la izquierda alemana. Sin embargo, según el filósofo Terry
Eagleton (1943-) en tal obra podemos encontrar hasta tres definiciones
diferentes de ideología. Por si fuera poco, en la posterior y magnánima
obra de El Capital Marx llegó a trabajar incluso con una nueva
definición más. Además, valga decir, ni siquiera todas esas definiciones son
compatibles entre sí.
Podríamos, en
un ejercicio salomónico, intentar definir la ideología a partir de un
enfoque neutral o meramente descriptivo. Así, diríamos que la ideología es
el sistema de ideas y creencias que simbolizan las concepciones y experiencias
de vida de los grupos sociales. Esta definición nos permitiría deducir que
todos los seres humanos tenemos ideologías y que éstas simbolizan nuestra forma
de vivir y de ver el mundo en el que nos inscribimos. Pero al hacerlo así, la ideología
pierde todo su sentido conceptual al no poder ser utilizada para discriminar.
¿Es la pelea de dos niños que juegan a los cromos un evento ideológico? ¿está
dicha pelea al mismo nivel que un conflicto político entre dos naciones? En
fin, un lío. No obstante, cada una de las definiciones existentes procede de
una tradición filosófica distinta y no ha lugar en este libro a profundizar en
ellas[1]. Sin embargo, y en aras de continuar, en
este libro nos quedaremos con esta última definición más amplia, sin ignorar
sus limitaciones.
Ahora bien, si
aceptamos que todos tenemos una ideología estamos diciendo que todos analizamos
nuestra realidad a partir de las creencias de las que disponemos, que
naturalmente tienen su origen en la sociedad, pero también que todos podemos
imaginar futuros posibles a partir de esas mismas creencias. Es decir,
disponemos de unas lentes con las que vemos la realidad material y la
interpretamos, pero ello también nos permite imaginar nuevos modelos de
sociedad y actuar en consecuencia. Así, esas creencias nos pueden empujar a
querer transformar la sociedad, a mantenerla tal y como está o a retroceder a
un estadio anterior, es decir, a ser progresistas, conservadores o
reaccionarios. Precisamente cuando unas determinadas creencias nos empujan a
tomar una acción política es el momento en el que es más fácil que todo el
mundo las acepte como ideológicas, en cualquiera de sus acepciones.
Pero también
parece evidente que hay distintos conjuntos de creencias que operan a la hora
de analizar lo que vemos en el día a día. Si nos cruzamos por la calle con un
indigente que pide dinero para poder alimentarse podremos observar distintas
reacciones, todas las cuales dependen del sistema de creencias que tengamos.
Aquellas personas con creencias liberales podrían interpretar que la situación
del indigente es merecida, producto de su incapacidad para ganarse la vida por
sí mismo. Aquellas personas con creencias cristianas podrían verse movidos por
la caridad y aceptarían de buen grado dar unas monedas a fin de paliar su
situación de urgencia. Otras personas con creencias socialistas podrían
interpretar esa situación como el resultado lógico del desarrollo capitalista,
donde el hambre sólo puede erradicarse con una transformación radical,
revolucionaria, de la estructura económica y no con acciones de caridad
individual. En definitiva, cada interpretación y acción política está
condicionada por las creencias que tiene cada uno, es decir, por lo que hemos
definido que es su ideología.
Esta definición
de ideología que hemos aceptado es coincidente con la noción de concepción
del mundo y que Manuel Sacristán (1925-1985) define como:
«una serie de principios que dan razón de la conducta
de un sujeto, a veces sin que éste se los formule de un modo explícito. Ésta es
una situación bastante frecuente: las simpatías y antipatías por ciertas ideas,
hechos o personas, las reacciones rápidas, acríticas, a estímulos morales, el
ver casi como hechos de la naturaleza particularidades de las relaciones entre
hombres, en resolución, una buena parte de la consciencia de la vida cotidiana
puede interpretarse en términos de principios o creencias muchas veces
implícitas, “inconscientes” en el sujeto que obra o reacciona.» [2]
Y aquí hemos
llegado al punto que queríamos destacar. Todas las personas tenemos una concepción
del mundo, es decir, a lo largo de nuestro desarrollo vital todos hemos
adquirido socialmente principios, valores y costumbres que nos permiten
responder en el día a día. Somos capaces de valorar si nos parece bien o mal el
esclavismo, el aborto, la pederastia o la especulación financiera de la misma
forma que somos capaces de enfrentar determinados dilemas morales que nos
afectan individualmente. Y de donde extraemos las herramientas con las que
tomar esas decisiones es el repertorio de creencias que podemos convenir en
llamarconcepción del mundo.
La concepción
del mundo es cambiante, y se modifica y rearticula en función de los
elementos con los que nos enfrentamos en nuestra vida. Parece evidente que la
concepción del mundo de un campesino medieval se modificaría poco a lo largo de
su vida, mientras que ello sería bastante distinto para un emigrante del siglo
XXI. Así, todos tendríamos una determinada ideología, entendida ahora como esa
caja de herramientas que nos muestra cómo es el mundo en el que nos insertamos
como seres humanos.
Pero vamos a
hacer ahora un ejercicio mental. Si nos encontrásemos con un individuo que
niega interesarse por la política, en cualquiera de sus acepciones, y que
afirma que su único principio de actuación es el que dicta el sentido común,
¿cómo podríamos interpretar su pensamiento? Es decir, ¿en qué cree el que dice
que no cree?
La ideología
dominante
Antonio Gramsci
(1891-1937) observó que el grupo social dominante en una sociedad no siempre se
ve obligado a recurrir a la coerción, o a la violencia directa, para encontrar
lalealtad de los dominados. En muchas ocasiones el grupo dominante
consigue inocular sus propias creencias en el conjunto de la sociedad de tal
forma que aquellas toman la forma de sentido común. Al
naturalizarse de esta forma las creencias del grupo dominante, y en
consecuencia al no ponerse en duda, éstas sirven de legitimación del poder
establecido. El conformismo es, por definición, conservador. Pero a partir de
ahora el conformismo es también la cristalización de la esclavitud ideológica
de los subordinados para con las creencias de los grupos dominantes. Gramsci
llamó hegemonía a esta capacidad de dominar política y culturalmente a
otros grupos sociales. Este concepto será de extraordinaria utilidad para
analizar no ya sólo las formas en las que un grupo consigue dominar
«pacíficamente» al resto, sino también como reflexión en torno a cómo
arrebatarle tal dominio.
En todo caso,
lo que Gramsci venía a decir es que el sentido común no es otra cosa que
la ideología de la clase dominante. Es decir, que no hay nada parecido a unas
ideas neutrales o asépticas, libres de la contaminación ideológica. Lo que
puede haber, en todo caso, es una masiva coherencia ideológica en una sociedad
que lleva a los individuos a pensar que sus creencias son atemporales y
universales, esto es, que son razonables porque todo el mundo las tiene. Así
las cosas, Gramsci impugna la posibilidad de que haya gente que no crea en
nada. Además, argumentando de esa forma Gramsci saca a todas esas personas del
cómodo cajón de la neutralidad y los sitúa en el más problemático espacio del
conflicto político. Si no hay espacio para la neutralidad… todos los seres
humanos están tomando partido por algunas de las partes en el conflicto que es
la política y la vida en sociedad. De ahí que Gramsci fuera especialmente
beligerante con aquellas personas que se declaraban indiferentes ante la
realidad política. El pensador italiano partió del reconocimiento de que «la
indiferencia es el peso muerto de la historia» y aseguró, de forma tajante, que
odiaba «a los que no toman partido» y «a los indiferentes»[3].
Esta visión de
la ideología dominante, convertida en ideología hegemónica, es útil para
entender cómo las creencias son funcionales al sistema político y económico.
Son el ensamblaje perfecto para que los seres humanos acepten su papel en el
sistema, para que no pongan en duda su situación concreta y para que se
oscurezcan las posibilidades de cambio.
Por eso,
aquellos que pretendemos disputar la hegemonía a la ideología dominante, la
cual legitima el actual orden social, necesitamos encontrar las formas de tener
éxito en nuestra empresa. Y hay que comenzar por no olvidar el papel cultural,
educativo, pedagógico e ideológico de las transformaciones políticas. De hecho,
Gramsci utilizó el ejemplo de la revolución soviética de 1917 para reflexionar
sobre esto mismo. Vamos a verlo.
En octubre de
1917 Rusia era aún un país prácticamente feudal y con un débil desarrollo
capitalista. Se trataba de «un país con una reducida renta por habitante y un
bajo nivel de vida, debido al escaso índice de productividad del trabajo»[4], resultado de una industria «relativamente
poco desarrollada» y de que «la inmensa mayoría de la población se dedicaba a
trabajar la tierra, casi siempre en cultivos de muy bajo rendimiento, tanto por
hombre como por unidad de trabajo»[5]. El resultado de todo ello era que «la
posible tasa de desarrollo industrial era muy precaria»[6]. En esas circunstancias, y teniendo
presente que según la teoría marxista del materialismo histórico el
socialismo era la etapa siguiente del capitalismo y no del feudalismo, que era
más bien lo que existía en Rusia, surgieron intensos debates entre quienes
pretendían poner en marcha el socialismo en esas condiciones, los llamadospopulistas
rusos, y quienes entendieron que primero era necesario industrializar el país,
los llamados marxistas legales. Entre estos segundos se encontraba quien
fuera posteriormente el más famoso líder revolucionario soviético, Vladimir
Ilich Lenin (1870-1924).
Tras la
revolución, y con los marxistas legales habiendo ganado aquel debate,
los líderes comunistas compartieron la necesidad de industrializar el país como
medio para poner en marcha el socialismo. Si el capitalismo había necesitado de
la acumulación originaria, entendida como un inmenso proceso de
acumulación de capital que diera inicio al capitalismo, y que según Marx
desempeñaba «en economía política el mismo papel que desempeña en teología el
pecado original»[7], el socialismo debía tener
su propia acumulación originaria socialista. Y ese sería precisamente el
papel de la industrialización, el de servir de palanca inicial de constitución
de una sociedad comunista. No se trataba tampoco de algo fácil de decir en el
marco de las ideas socialistas, pues la acumulación originaria capitalista se
había caracterizado por el saqueo, la colonización, el fuego y la sangre.
¿Cuánto sacrificio y esfuerzo necesitaría tal proceso en el caso socialista?
¿sería compatible con el ideal que se defendía?
Además, en un
país tan poco desarrollado y con las vías de financiación externa absolutamente
cerradas, en tanto que los países capitalistas eran reacios a prestar dinero,
el proceso soviético de industrialización se presentaba extraordinariamente
difícil. La Nueva Política Económica impulsada por Lenin, que daba
margen a la iniciativa privada y que fundamentalmente estaba diseñada para
incentivar la pequeña y privada producción agraria, impidió una más eficiente
producción a mayor escala pero por el contrario permitió garantizar el apoyo
del campesinado. De esa forma, los reducidos excedentes agrarios eran
prácticamente la única fuente para industrializar el país. Sin embargo, cada
vez más el rasgo bélico imponía sus condiciones y obligaba a acelerar el
proceso. Al final, en 1926 se aprobaron las políticas de industrialización
rápida y forzada, con inicio en la colectivización total de la tierra, y la
puesta en marcha de los Planes Quinquenales a partir de 1928 terminó de romper
las alianzas con el campesinado. Eso sí, la industrialización fue
extraordinariamente rápida, tanto que incluso permitió a la Unión Soviética
enfrentar exitosamente a los nazis en el marco de la II Guerra Mundial, no sin
un alto coste en vidas humanas. Y esto, para un país que dos decenios antes era
prácticamente feudal, era impensable.
Sin embargo,
ante este rápido proceso de industrialización y ante las opiniones favorables
al mismo tanto del líder soviético Leon Trotski (1879-1940) como del propio
Stalin, se revuelve Gramsci. El italiano observa el problema «desde el punto de
vista mucho más complejo de lahegemonía, de la búsqueda no ya de mero
consenso político sino de identificación de la sociedad con el proyecto
industrializador que se pretende socialista, y de la creatividad social»[8]. Aquí no pretendemos entrar en quién podía
o no tener razón, o qué alternativas existían, sino únicamente examinar el
enfoque de Gramsci.
Lo que Gramsci
sugiere es que puede existir una clase dominante que, sin embargo, carezca de
hegemonía. Dice el italiano que en esos casos la hegemonía pertenecería a las
antiguas clases dominantes, todo lo cual obstaculizaría un efectivo proceso de
transformación. Dicho de otra forma, como los ciudadanos no han interiorizado
las creencias que legitimen el nuevo sistema se producirá una disociación
ideológica entre los intereses de los nuevos grupos dominantes y los intereses
de los dominados, de tal forma que éstos no verían ya más comosuyo el
proceso transformador[9]. Eso es lo que Gramsci critica de la
estrategia de la Unión Soviética. El éxito de la industrialización rápida se
alcanzaría a costa de la hegemonía cultural, cuya consecución necesariamente
requiere unas condiciones distintas a las que se dan bajo esa velocidad de
industrialización. No obstante, no parece que a la luz de la historia de la
Unión Soviética parezca ésta una tesis generalizable. De hecho, los soviéticos
consiguieron altos niveles de adscripción ideológica por parte de los
ciudadanos hasta el punto de que se dieron experiencias tales como el estajanovismo,
debido al minero Aleksei Stajánov (1906-1977), que propugnaba el aumento de la
productividad por la vía extensiva, esto es, trabajando muchas más horas a
iniciativa de los propios trabajadores.
Para comprender
mejor lo que sugiere Gramsci pueden servirnos dos distopías, utopías
negativas o contra-utopías, que nos ha dado el mundo de la literatura. Con
ellas podremos describir más acertadamente las diferencias entre un sistema
político construido bajo un estatus de hegemonía cultural y otro que no.
En la novela 1984,
de George Orwell (1903-1950), el Gran Hermano es el sistema
totalitario que controla la vida social y privada de los ciudadanos. Este
sistema basa su fuerza en la coerción y el miedo, lo que complementa con un uso
inteligente y cínico del lenguaje y de la información. Aquel ciudadano que
disiente, o que se sale de los estrechos márgenes ideológicos impuestos por el
sistema, es vaporizado del mundo. Lo que mantiene a los súbditos
obedientes no es otra cosa que el miedo a ser asesinados por los grupos
dominantes. Ese hecho provoca que los dirigentes políticos del sistema sean
capaces dedoblepensar, esto es, de saber que la información que difunden
es falsa pero a la vez aceptarla como verdadera. El ministerio que controla la
información y la historia del país,Oceanía, se dedica continuamente a la
producción de eslóganes políticos con los que adoctrinar a la población, así
como a la reconstrucción de una nueva versión de la historia que legitime la
política coyuntural del Gran Hermano. En esta novela tenemos claramente
a un poder inmenso, casi omnipotente y omnipresente, que carece de hegemonía
cultural. Los ciudadanos asumen la ideología dominante mayoritariamente por el
miedo a no hacerlo. Orwell escribió la novela pensando en los sistemas
políticos totalitarios del estalinismo, siendo él precisamente un reconocido
militante comunista de tendencia trostkista que luchara en la Guerra Civil
española en defensa de la II República y en las filas del Partido Obrero de
Unificación Marxista (P.O.U.M.).
Por el
contrario, en la novela Un mundo feliz, de Aldous Huxley (1894-1963), el
sistema político parece a priori mucho más tolerante con los ciudadanos.
Aparentemente éstos se comportan como quieren, si bien objetivamente no dejan
de ser también súbditos del sistema, pero aceptan las creencias que el sistema
impone. Así, los ciudadanos no se mantienen obedientes por medio de la coerción
sino por medio del «condicionamiento» o adoctrinamiento social, es decir, de un
complejo sistema por el cual a los ciudadanos se les inculca repetidamente una
serie de ideas y creencias. Y ello se realiza tanto a través de su vida
cotidiana como incluso durante el sueño. Haciéndose esto desde el primer día de
nacimiento, los niños van interiorizando determinadas ideas que creerán
realmente suyas, sin entenderlas como algo ajeno. La ayuda de sustancias
químicas contribuirá, en este sistema, a mantener a los ciudadanos obedientes.
Los disidentes en este elaborado sistema son tan pocos, y tan marginales, que
se les permite marchar del sistema aunque sea bajo la forma del destierro. Aquí
Huxley dibuja un sistema en el que fundamentalmente opera un cierto tipo de
hegemonía cultural, ya que el resultado es que los ciudadanos asumen como
propias las creencias del grupo dominante y aceptan como suyo el proyecto
político en su conjunto. No lo ponen en cuestión.
Dicho todo
esto, y saliendo del mundo de la literatura, ¿cuáles son los medios por los
cuales los ciudadanos interiorizan las creencias de los grupos dominantes?
¿cómo pueden hacerse dominantes los sistemas de creencias emancipadores? es
decir, ¿cómo alcanzar la hegemonía cultural necesaria para acompañar un proceso
de transformación radical del sistema?
Los
intelectuales y los think-tanks
La respuesta
está en los intelectuales, o en cierta concepción de éstos. Y es que
precisamente de la necesidad de ensamblar los intereses de los grupos
dominantes con las creencias de los grupos dominados surge el papel de los
intelectuales y de los llamados think-tanks, o institutos de creación de
pensamiento.
Actualmente
podríamos decir que la ideología dominante es sin lugar a dudas la que hemos
convenido en llamar neoliberalismo. El neoliberalismo, como ideología, se basa
en algunas ideas nucleares que exaltan la lógica del mercado y que critican la
intervención pública en la economía. Pero esta ideología, naturalmente, no se
ha convertido en dominante surgiendo de la nada. Aunque hoy tales ideas
trasluzcan en los telediarios, universidades, series de televisión, películas y
libros de toda naturaleza, no siempre fue una ideología dominante. Es más, uno
de sus padres fundadores, de aquellos intelectuales que supieron compactar en
un discurso coherente las ideas que sustentan tal ideología, Friedrich Hayek
(1899-1992), definió en los años treinta del siglo XX al discurso económico del
neoliberalismo como heterodoxia. Paradojas de la historia, no tardaría
demasiados años en convertirse en su contracara, la ortodoxia.
Para empezar,
el neoliberalismo es una versión moderna, muy adaptada y radicalizada, del
liberalismo clásico de la filosofía política. Como tal, postula e impone una
visión del mundo «basada en el individualismo, la mercantilización de la vida
social, el predominio de la competencia en las relaciones sociales, la cultura
de consumo, la exaltación del éxito como criterio de mérito y el desprecio o la
irrelevancia de todo tipo de valores comunitarios»[10]. Como fuentes originales, además de los
planteamientos del ya citado Hayek, cabe destacar las contribuciones del
economista Milton Friedman (1912-2006). De hecho, la génesis del neoliberalismo
puede encontrarse en un «un pequeño embrión que, a mitad del siglo XX, se forma
en la Universidad de Chicago, con Hayek y sus discípulos como núcleo (Milton
Friedman entre ellos), embrión del que progresivamente se deriva una enorme red
internacional de fundaciones, institutos, centros de investigación,
publicaciones, académicos, escritores y relaciones públicas»[11].
Eso es lo
importante para nosotros, lo que pretendemos destacar. Aún en época de dominio
de la práctica ideológica keynesiana, que propugnaba la intervención del Estado
en la economía, los partidarios del neoliberalismo comenzaron a crear redes de
creación de pensamiento. Sin duda muy bien financiadas por aquellos sujetos
económicos, tales como grandes empresas y grandes fortunas, que se
beneficiarían en la práctica de la puesta en marcha de las políticas basadas en
el ideario neoliberal. En todo caso, estas redes sirvieron para elaborar,
desarrollar y perfeccionar teorías y discursos tanto políticos como económicos
que daban coherencia a la ideología neoliberal y que permitían su difusión
internacional. Al final, y llegada la crisis del keynesianismo en los años
setenta del siglo XX, el neoliberalismo estaba perfectamente posicionado para
dar el salto y alcanzar la hegemonía.
La ideología,
convertida en un discurso, penetraba de esa forma en todos los ámbitos de la
vida cotidiana –y también de las tradiciones políticas opuestas- de las
personas hasta alcanzar la hegemonía. Así fue como el discurso
neoliberal se difundió y se convirtió en el nuevo sentido común del
que hablaba Gramsci. De hecho, hoy criticar el libre mercado y la competencia
como mejor mecanismo de asignación de recursos es visto como de «locos».
Incluso un líder teóricamente socialdemócrata, como Alfredo Pérez Rubalcaba
(1951-), número uno del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), aseguró
recientemente en un debate televisado con el politólogo Pablo Iglesias Turrión
(1978-) que la nacionalización de un sector energético «son soluciones de otros
países, de otros modelos, (…) por ejemplo la Unión Soviética»[12] y que él creía «firmemente en que tiene
que haber competencia»[13] porque pensaba «que es mejor que haya un
sector eléctrico privado, que haya reglas que garanticen la competencia y que
por lo tanto beneficien a los ciudadanos»[14].
No obstante,
las redes que conformaban universidades, medios de comunicación, fundaciones y
otros tipos de instituciones no son sino meros medios de difusión de las ideas.
La clave última reside en los intelectuales, esto es, en las personas capaces
de dar coherencia a la ideología y convertirla en completos programas
políticos. Crear ideología para dar consistencia a un determinado sistema político.
Sin embargo, no
siempre se ha concebido a los intelectuales de esta forma. Autores como Brenda
creían que los intelectuales que «contribuían a intensificar la lucha por
los ideales de grupo o partidistas en detrimento de la defensa de los intereses
generales y la búsqueda de la justicia imparcial»[15] estaban traicionando su misión universal.
Ésta habría de ser aquella que «defendiese la razón contra la pasión, el interés
general frente al interés nacional o de clase»[16]. Para Brenda, en definitiva, los
intelectuales de verdad, los que hacían honor a esta categoría, eran los que no
se comprometían social o moralmente.
Cualquiera
puede comprobar aquí que la descripción que hace Brenda de los intelectuales es
la de unos seres atemporales, amorales y que se sitúan románticamente por
encima de la vida mundana. No se comprometen cuando ven los problemas de sus
conciudadanos sino que permanecen al margen. Detrás de esta idea defendida por
Brenda estaría la supuesta neutralidad ideológica, que junto con Gramsci hemos
impugnado anteriormente. No existe la gente que no cree en nada, no existe la
gente neutral y por supuesto tampoco existen los intelectuales neutrales.
Y precisamente
volvemos con Gramsci para tratar el papel del intelectual. Si ciertamente el
origen de la palabra ideología tuvo lugar durante la Revolución
Francesa[17], para Gramsci el
intelectual es parte esencial de la actividad revolucionaria. El intelectual es
el elemento clave que romperá la hegemonía del grupo dominante bajo el
capitalismo y que permitirá construir otra nueva para servir al socialismo. El
papel del intelectual es el de ensamblar las ideas de un determinado grupo
social subalterno o dominado, a fin de alcanzar suficiente consenso social como
para construir una sociedad alternativa.
Claro que,
observa de nuevo Gramsci, el grupo dominante también tiene a sus propios
intelectuales. Él los llama intelectuales tradicionales, y en nuestra
época podríamos sin duda incluir en este grupo tanto a Friedman como a Hayek,
por poner dos ejemplos evidentes. Frente a ellos, la tarea de los intelectuales
no-tradicionales será la de desvelar y criticar el ya citado sentido común,
a fin de romper las creencias dominantes que ensamblan y legitiman el orden
social injusto que mantiene las relaciones de dominación entre los grupos.
Paralelamente, esas creencias han de ser sustituidas por otras alternativas, lo
que significa que el intelectual ha de contribuir a formar una nueva concepción
del mundo. Es decir, el intelectual no-tradicional tiene la misión de proporcionar
las herramientas para mostrar queotro mundo es posible en las mentes de
los grupos sociales dominados.
Y es aquí donde
entra, para Gramsci, el partido político. Porque para el italiano, que fue
fundador del ya extinto Partido Comunista Italiano (PCI), el partido es el intelectual
colectivo que permite tejer alianzas entre el partido y los grupos
dominados. Más adelante tendremos oportunidad de analizar con detalle lo que
para Gramsci significaba un partido político, concepción la suya que distaba por
mucho de lo que hoy entendemos coloquialmente y a la que desgraciadamente nos
hemos acostumbrado incluso entre la izquierda alternativa. De momento nos
quedamos en el papel ideológico que cumple el partido, a juicio del pensador
italiano.
Para Gramsci todas
las personas pertenecientes a un partido deben convertirse en intelectuales, de
modo que esta categoría no queda reservada a una pequeña élite
pensante sino que debe asociarse a todos los militantes. Todos ellos
conforman el intelectual orgánicoque debe crear una voluntad colectiva y
dar homogeneidad y conciencia a los grupos dominados. Gramsci pensaba que
creada esa voluntad colectiva, la clase trabajadora estaría en condiciones de
crear un bloque social histórico junto con otros grupos dominados y donde
la propia clase trabajadora fuese la directora del proceso.
Lo que Gramsci
quiere expresar es que «esta lucha es un aspecto crucial de la estrategias
revolucionarias en todas las circunstancias» [18] y que «la disputa de la hegemonía, en la
medida que era posible, antes de la transición al poder, es particularmente
importante en países donde el núcleo de clase dominante en el poder enlaza con
las masas subalternas más que en la coerción»[19].
Por todas estas
razones le damos tanta importancia a la batalla de las ideas, o batalla de las
ideologías, que como ya vimos Fukuyama quiso desterrar. Pero gracias a este
desarrollo también hemos logrado desembarazarnos de una interpretación
determinista de la teoría marxista según la cual los cambios en la sociedad
serán producidos exclusivamente a través de los cambios en la realidad
material. Es decir, la idea según la cual el hombre nuevo de la sociedad
ideal nacerá y se extenderá automáticamente una vez se haya logrado
cambiar la sociedad misma. Así, para el pensamiento marxista más ortodoxo sólo
el cambio en las relaciones de producción, en la base material de la sociedad,
es suficiente para alcanzar una nueva sociedad y un hombre nuevo. De esa
forma quedan en un plano secundario los elementos ideológicos, entendidos aquí
como una simple superestructura que cambiaría prácticamente de forma
automática con el cambio en la base material. Dicho de otra forma, la batalla
de las ideas pasaba a un segundo plano.
Como el
filósofo Norberto Bobbio (1909-2004) explica, «la diferencia fundamental entre
el religioso y el revolucionario consiste en que el primero pretende la
renovación de la sociedad mediante la renovación del hombre, mientras que el
segundo pretende la renovación del hombre mediante la renovación de la
sociedad»[20]. La idea es interesante,
porque a lo que Bobbio se refiere aquí como revolucionario es a la
caricatura del marxismo determinista, según el cual la constitución de una
sociedad socialista resolverá todos los males del hombre (y de la mujer). Así,
no sólo el egoísmo sino también el desprecio al débil, el racismo o el machismo
serán derrotados y desaparecidos del alma humana inmediatamente tras el
advenimiento del socialismo. Esta idea, que domina toda una interpretación del
marxismo que todo lo reduce al enfrentamiento entre clases sociales en el
ámbito productivo, es la que estamos impugnando aquí junto con Gramsci. No cabe
duda de que si no hay victorias ideológicas, el socialismo productivo
perfectamente podría ser egoísta, machista, homófobo y racista.
En definitiva,
si un proyecto ideológico de izquierdas no alcanza la hegemonía cultural, esto
es, si no es interiorizado y asumido como propio por la base social y la
mayoría de los grupos dominados, entonces cualquier revolución en el mundo
material puede fácilmente acabar derrotada tarde o temprano en la arena. Y esa
batalla ideológica tiene que ser librada antes de la transición al poder, pero
también durante y después de la misma.
El cambio
ideológico a través de la acción
Llegados a este
punto sabemos que los intelectuales juegan un papel fundamental en la
construcción de una ideología alternativa que pueda disputar la hegemonía a la
ideología dominante. Sin embargo, surge una pregunta al respecto: ¿los modelos
teóricos tienen que impulsarse desde instancias superiores –por ejemplo, los
intelectuales- una vez estén construidos o por el contrario aquellos se van
construyendo en la práctica cotidiana? Puede parecer una pregunta
inocente, pero en absoluto es así.
Podríamos
valorar una primera respuesta. Por ejemplo, determinadas tradiciones políticas
consideran que la tarea de los intelectuales es enseñar la verdad a los
que no la conocen, que son habitualmente los más desfavorecidos de la sociedad.
Así, una élite de intelectuales jugaría un papel de vanguardia que, dotada
con una ideología, enseñaría a los subalternos cómo rebelarse ante los
opresores. Esta relación de alumno/profesor está verdaderamente viciada y es
ciertamente peligrosa. Y es que esta idea puede servir para justificar que
un partido, actuando como intelectual colectivo o
simplemente como aparato burocrático, anuncie desde un púlpito alejado
de todo contacto con la realidad qué es lo necesario para todos y qué no lo es.
Al final, si el partido en cuestión está en el poder político puede
constituirse como guía errónea y autoritaria, pero si el partido está en la
oposición sencillamente cae en el olvido al ser incapaz de conectar con lo que
la gente siente cotidianamente.
Más apropiada
parece una segunda posible respuesta. Sería en estos sentimientos, en las
experiencias cotidianas de la gente, donde se encuentra el germen de toda
construcción alternativa. Es decir, es en la vida material donde podemos
encontrar los elementos que han de permitir construir un discurso ideológico
coherente. Al vecino de un barrio deprimido probablemente no le interesan los
grandes discursos políticos, pero sí las explicaciones y las esperanzas que
conectan con sus sensaciones e impulsos y que, naturalmente, nacen en su vida
en el barrio deprimido. Así, lo que importa es saber qué siente él de la
propiedad privada cuando a sus vecinos, o a él mismo, los desahucian de sus
casas para que el banco siga acumulando beneficios en su cuenta de resultados. Esa
probable frustración ante un hecho que puede estudiarse –la acumulación incesante
de beneficios del capital por encima de cualquier derecho humano- es la que
permite conectar al pueblo con los discursos ideológicos. Esa y no otra es
la tarea de un intelectual: conectar los impulsos, sentimientos y pensamientos
superficiales del pueblo con los análisis científicos de la realidad social,
articulando de esa forma un discurso ideológico emancipatorio.
Mientras en la
primera posibilidad el intelectual era una persona comprometida pero que
enseñaba la verdad desde su aventajada y alejada posición social, en la
segunda posibilidad el intelectual emerge desde el mismo corazón del conflicto
político en una relación dialéctica.
Así pues, lo
que estamos diciendo es que la subjetividad se crea fundamentalmente en la
práctica cotidiana. Todos tenemos ideas que surgen de la experiencia vital,
pero que no están aún conectadas coherentemente ni forman una ideología
compacta. A este respecto el lingüista y filósofo Valentin Voloshikov
(1895-1936) diferenció entre una ideología comportamental y un sistema
de ideas establecido, para dejar constancia de que los comportamientos que
nacen impulsivamente muestran también rasgos ideológicos. La ideología
comportamental sería la suma de las experiencias vitales y las expresiones
externas directamente conectadas. De forma parecida lo analiza el filósofo
Raymond Williams (1921-1988), al definir como estructura de sentimiento
a «aquellas formas elusivas y no palpables de conciencia social que son a la
vez tan evanescentes como sugiere el ‘sentimiento’»[21]. Esa noción de Williams pretende definir
las formas de conciencia que luchan por abrirse paso y por convertirse en
sistemas de ideas más compactos.
Al fin y al
cabo, el propio Gramsci decía esto mismo cuando advirtió que el partido no
podía hacer despertar la voluntad popular por medio de actos arbitrarios sino
que debía considerar los sentimientos espontáneos de las masas, los cuales
deben ser «educados, dirigidos, purificados, pero nunca ignorados»[22]. Es decir, a juicio de Gramsci el
intelectual debe estar en el conflicto político escuchando y palpando el sentir
popular, y sabiendo distinguir entre aquellas ideas que reflejan la ideología
dominante y aquellas otras que reflejan el germen emancipatorio. Esta idea
podemos adaptarla a todos los fenómenos concretos de la realidad.
Imaginemos que
tenemos un conflicto político en la realidad material. Un desahucio que ejecuta
un banco sobre una vivienda de un barrio deprimido en la que vive una familia
sin recursos. El nivel de frustración en todo el vecindario es inmenso, y son
centenares los vecinos que salen solidariamente a defender a la familia. El comportamiento
de los vecinos es puramente reactivo ante lo que consideran una injusticia,
pero no alcanza un grado ideológico completo al no inscribir ese hecho
concreto, el desahucio, con un proyecto más amplio de transformación social. Es
decir, no se visualiza como parte de un conflicto político sino como un
fenómeno aislado. Sin embargo, a parar el desahucio también han acudido
activistas de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), quienes además
de asesorar jurídicamente a la familia afectada se han detenido a explicar a
todo el vecindario cuál es la cadena causal que conecta el hecho concreto con
el proceso global. Son ellos quienes, con una adecuada estrategia comunicativa,
consiguen elevar los sentimientos y la frustración primaria de la ciudadanía a
un nivel puramente ideológico. Se despierta, de ese modo, cierta voluntad
colectiva. La PAH opera como intelectual colectivo en el sentido
gramsciano.
No están solos.
Reporteros de diversos canales de comunicación están retransmitiendo el
desahucio en directo y en los platós de televisión un puñado de tertulianos
valoran la situación desde un enfoque político. Buscan causas políticas y
responsables a los que culpar, es decir, buscan dar coherencia ideológica al
hecho concreto. Buscan construir un discurso ideológico a partir de los hechos
retransmitidos. Y ahí están en disputa pública diferentes sistemas ideológicos.
No hace falta añadir que también los espectadores pueden sentirse identificados
con las víctimas del desahucio y analizar políticamente el fenómeno a través de
las lentes ideológicas que les proporcionan los tertulianos. Así las cosas, la
batalla de las ideas se produce en muy distintos niveles. Pero todos comienzan
en la base material, en las experiencias vitales del pueblo.
[1] Para quienes estén interesados en el tema,
es recomendable comenzar por el denso y completo trabajo de Eagleton, T.
(2005): La ideología. Paidós, Madrid.
[2] Sacristán, M. (1964): Prólogo a la edición
en castellano de Engels, F. (1964): Anti-Dühring. Grijalbo, México D.F.
[3] Gramsci, A. (2011): Odio a los
indiferentes. Ariel, Madrid.
[4] Dobb, M. (1972): El desarrollo de la
economía soviética desde 1917. Tecnos, Madrid.
[5] Dobb, M. (1972): El desarrollo de la
economía soviética desde 1917. Tecnos, Madrid.
[6] Dobb, M. (1972): El desarrollo de la
economía soviética desde 1917. Tecnos, Madrid.
[7] Marx, C. (2008): El Capital. Volumen I.
Fondo de Cultura Económica, México D.F.
[8] Capella, J.R. (2007): Entrada en la
barbarie. Trotta, Madrid.
[9] Coutinho, C. N. (2012): Gramsci’s political
thought. Haymarket Books, Chicago.
[10] González-Tablas, A. M. (2007): Economía
política mundial. II. Pugna e incertidumbre en la economía mundial. Ariel,
Madrid.
[11] González-Tablas, A. M. (2007): Economía
política mundial. II. Pugna e incertidumbre en la economía mundial. Ariel,
Madrid.
[12] http://www.cuatro.com/las-mananas-de-cuatro/2013/diciembre/Rubalcaba-Pablo-Iglesias-Nacionalizar-electricas_2_1719405069.html
[13] http://www.cuatro.com/las-mananas-de-cuatro/2013/diciembre/Rubalcaba-Pablo-Iglesias-Nacionalizar-electricas_2_1719405069.html
[14] http://www.cuatro.com/las-mananas-de-cuatro/2013/diciembre/Rubalcaba-Pablo-Iglesias-Nacionalizar-electricas_2_1719405069.html
[15] Intelectuales nunca mueren
[16] Intelectuales nunca mueren
[17] Tracy y Eagleton
[18] Hobsbawn, E. ()
[19] Hobsbawn, E. ()
[20] Bobbio, N. (2009): Teoría general de
la política. Trotta, Madrid.
[21] Eagleton, T. (2005): La ideología.
Paidós, Madrid.
[22] Coutinho, C. N. (2012): Gramsci’s political
thought. Haymarket Books, Chicago.
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