Jorge Fernández Díaz
aceptó el cargo de ministro real de Rajoy contra su voluntad. No era ese
el camin...
nuevatribuna.es | Por Pedro Luis Angosto | 16 Julio 2014 -
16:09 h.
Jorge Fernández Díaz aceptó el cargo de ministro real
de Rajoy contra su voluntad. No era ese el camino que creía Dios y
Escrivá le tenían reservado, pero humilde como es y ducho en lecturas piadosas
de todo calibre sabía de la inescrutabilidad de los caminos del Señor, también,
cómo no, que el Sumo Hacedor escribe con renglones torcidos. Si Dios hubiese
hecho caso a sus plegarias, probablemente Jorge estaría en estos momentos de
mamporrero en un destacamento de la yeguada militar, ayudando e esas hermosas
hembras equinas a concebir y traer al mundo maravillosos animales soslayando,
eso sí, el placer mundano. Pero Dios no se pierde una y si Jorge quería ser
mamporrero, no se opuso tajantemente a su vocación terrenal y le encomendó ser
porrero, ni más ni menos que el jefe de los de la porra de Gobierno de su
Majestad la católica. No va más. Tantos ratos de espiritualidad, de rezos y
oraciones, de conversaciones al más alto nivel no podían acabar con un hombre
de su calidad intelectual y humana acariciando miembros erectos de caballos
para después introducirlos en la abertura que las yeguas tienen bajo el rabo.
¿Que le habría gustado? Claro, ¿y a quién no? Abnegado como pocos, disciplinado
como nadie, humilde sin igual, Fernández oyó la voz de mando de Nuestro Señor
desde la zarza ardiendo del Sinaí y obedeció: “Jorge, yo elijo a los miembros
de mis consejos de administración y, aunque te sorprenda, he pensado en ti como
en otro tiempo pensé en Santiago, el de Zebedeo, aquel nacido en Betsaida que
andaba pescando jureles por los mares de Galilea cuando entró a mis órdenes y
me entregó a dos de sus hijos sin rechistar. Entonces, como bien sabes, su
intervención fue crucial para expulsar a los sarracenos de la Península
–recuerda la Inmemorial batalla de Clavijo-, hoy, la tuya será decisiva en la
lucha que la civilización cristiana libra contra el ateísmo y el espíritu
disoluto imperante. Si hubiese hecho caso a tus ruegos, te vería manoseando
pollas y eso habría sido un insulto imperdonable para Nos. Cualquier trabajo es
digno si se hace con entrega y amor, pero yo soy Dios y no me fijo en nadie
para puestos de tan escasa relevancia, de eso se encarga el Departamento
Celestial del Libre Albedrío. Toma esta porra y este BOE, ten confianza en ti
mismo que es tanto como tenerla en Mí, no caigas en el desistimiento ni te
azores, siénteme dentro cuando actúes y actúa con toda el amor y la rudeza que
exige el momento, sabiendo que es mi mano la que guía la tuya. Franco fue uno
de mis mejores discípulos, tú, como hijo de militar franquista y hombre de
orden, lo conoces bien, ya sabes”.
Estaba atribulado Fernández Díaz en el despacho del
ministerio, solo, con el brazo incorrupto de Teresa de Ávila y un calor que
hacía –se había estropeado el aire acondicionado- que ni en el Sinaí cuando
aquello de las Tablas de la Ley, Moisés y toda la corte celestial: “Es mucho lo
que me pides mi Dios, hay veces que te busco y no te encuentro, se hace duro el
camino sin tu voz, sin sentirte cerca, sé que me pones a prueba pero quizá no
sea tan fuerte como creíste. Rajoy anda todo el día peleándose con Montoro
por el mando a distancia, discuten sin parar sobre la pobre princesa Peach; Gallardón
se pasa todo el día al teléfono hablando con su suegro Utrera Molina, Ana
Mato inflando globos y Soria viendo la manera de no ser el sosias de Aznar.
Estoy sólo y necesito tu ayuda, Padre ¿por qué me has abandonado?”. Un tremendo
temblor acompañado por un ruido ensordecedor sacudió el ministerio dando al
traste con el brazo incorrupto y con el material antidisturbios que el ministro
almacenaba por toneladas. De pronto una voz grave y seca, brusca, cavernosa:
“Jorge, has dudado de Mí y eso no tiene perdón de Dios. –Yo nunca, nunca, mi
Señor, soy tu siervo, tu esclavo y una palabra tuya bastará para sanarme aunque
no soy digno de que entres en mi casa. –Eres un perfecto cretino, pero como soy
todo magnanimidad y comprendo la difícil tarea que te he encomendado, te voy a
dar una nueva oportunidad: Mañana a las doce en punto, hora del Ángelus, tienes
que estar en la sacristía del Santuario de Torreciudad. No te digo más”.
Tembloroso por la emoción y la gravedad de la cita, Fernández quiso levantarse
del suelo en el que yacía literalmente enterrado entre pistolas, garrotes
viles, fusiles, grilletes, espráis, porras, vergas y demás material piadoso. Lo
había conseguido cuando una estantería con miles de ejemplares de Camino que se
había tambaleado al oír la voz de Dios, le cayó sobre la chepa. De nuevo en el
suelo, sin socorro ni ayuda de nadie, se abrió paso con la ayuda del brazo
incorrupto, que agarrotado por los siglos le sirvió de gancho para asirse al
alfeizar de la ventana y remontar el vuelo. Repantigado sobre el sillón
eléctrico –no porque funcionase con esa energía, sino porque se lo había
regalado el Gobernador de Texas tras una ejecución-, colocado el cilicio,
rezado el rosario, se secó la frente, cogió un libro de Santa Teresita de
Lisieux y lo abrió por la mitad, declamando: “Sería necesario, sobre todo, me
decía ella, ser humilde de corazón, y vos no lo sois mientras no queráis que
todo el mundo os mande. Estáis de buen humor mientras las cosas os salen bien;
pero tan pronto como no van a vuestro gusto, vuestro rostro se ensombrece. No
está en esto la virtud. La virtud está en someterse humildemente bajo la mano
de todos, en gozaros de todo aquello que supone una reprensión para vos. Al
principio de vuestros esfuerzos, la contrariedad aparecerá al exterior y las
criaturas os juzgarán muy imperfecta; pero ahí está el mejor negocio, pues
practicaréis la humildad, que consiste, no en pensar o en decir que estáis
llena de defectos, sino en gozaros de que los otros lo piensen y aun lo digan.
Debiéramos estar muy contentas de que el prójimo nos vitupere alguna vez, pues
si nadie se ocupase de hacerlo, ¿qué sería de nosotras? Va en ello nuestra
ganancia...”. Emocionado, llenos los ojos de lágrimas que ningún pañuelo podía
enjugar, Jorge se levantó para luego arrodillarse con la cabeza mirando hacia
el cielo y los brazos abiertos de par en par. Así pasó toda la noche. Al día
siguiente, cuando el sol despuntaba sobre el horizonte, cogió su escoba y en
unos minutos estuvo en Torreciudad.
Rezó durante horas, trémulo, ansioso, lleno de desasosiego,
sin dejar de mirar a la sacristía. De pronto, una luz como nunca había visto,
ni siquiera en Las Vegas, iluminó la sacristía del Santuario. Eran las doce del
mediodía. Jorge se levantó, cruzó las manos y bajó la cabeza en signo de
constricción. El miedo y la emoción le embargaban hasta tal punto que no podía
con su cuerpo, andaba como un viejo de noventa años, como si a cada paso
tuviese que ir cortando el aire, como si sus piernas se hubiesen convertido en
bloques de hormigón. Cuando logró atravesar la puerta de la Sacristía, allí, de
nuevo estaba Dios, sobre un bargueño castellano del siglo XVI que perteneció al
gran Torquemada. Dios le miró con una sonrisa perfecta y le entregó un pen: Eran
Las Tablas de la Ley de Seguridad Ciudadana. “No te azores ni atribules Jorge,
Pedro me negó tres veces y Pablo, qué decirte a ti de Pablo que no sepas. Coge
las tablas y salva a España. Ten siempre presente las palabras de Santa
Teresita y sé consciente de que cuanto más te critiquen los destinatarios de
las mismas, todos pervertidos, todos eta, todos vagos y maleantes, más razones
tendrás para aplicarlas. Haz esto en conmemoración mía”. Así pues, acabada la
charla, cogió las tablas, y dándole gracias, las bendijo Fernández, llevándolas
de inmediato al Consejo de Ministros donde fueron aprobadas por aclamación. En
España volvía a amanecer.
Fuente: http://www.nuevatribuna.es/

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