miércoles, 16 de julio de 2014

LEY DE SEGURIDAD CIUDADANA, ROJOS, VAGOS Y MALEANTES

Jorge Fernández Díaz aceptó el cargo de ministro real de Rajoy contra su voluntad. No era ese el camin...
nuevatribuna.es | Por Pedro Luis Angosto | 16 Julio 2014 - 16:09 h.
Jorge Fernández Díaz aceptó el cargo de ministro real de Rajoy contra su voluntad. No era ese el camino que creía Dios y Escrivá le tenían reservado, pero humilde como es y ducho en lecturas piadosas de todo calibre sabía de la inescrutabilidad de los caminos del Señor, también, cómo no, que el Sumo Hacedor escribe con renglones torcidos. Si Dios hubiese hecho caso a sus plegarias, probablemente Jorge estaría en estos momentos de mamporrero en un destacamento de la yeguada militar, ayudando e esas hermosas hembras equinas a concebir y traer al mundo maravillosos animales soslayando, eso sí, el placer mundano. Pero Dios no se pierde una y si Jorge quería ser mamporrero, no se opuso tajantemente a su vocación terrenal y le encomendó ser porrero, ni más ni menos que el jefe de los de la porra de Gobierno de su Majestad la católica. No va más. Tantos ratos de espiritualidad, de rezos y oraciones, de conversaciones al más alto nivel no podían acabar con un hombre de su calidad intelectual y humana acariciando miembros erectos de caballos para después introducirlos en la abertura que las yeguas tienen bajo el rabo. ¿Que le habría gustado? Claro, ¿y a quién no? Abnegado como pocos, disciplinado como nadie, humilde sin igual, Fernández oyó la voz de mando de Nuestro Señor desde la zarza ardiendo del Sinaí y obedeció: “Jorge, yo elijo a los miembros de mis consejos de administración y, aunque te sorprenda, he pensado en ti como en otro tiempo pensé en Santiago, el de Zebedeo, aquel nacido en Betsaida que andaba pescando jureles por los mares de Galilea cuando entró a mis órdenes y me entregó a dos de sus hijos sin rechistar. Entonces, como bien sabes, su intervención fue crucial para expulsar a los sarracenos de la Península –recuerda la Inmemorial batalla de Clavijo-, hoy, la tuya será decisiva en la lucha que la civilización cristiana libra contra el ateísmo y el espíritu disoluto imperante. Si hubiese hecho caso a tus ruegos, te vería manoseando pollas y eso habría sido un insulto imperdonable para Nos. Cualquier trabajo es digno si se hace con entrega y amor, pero yo soy Dios y no me fijo en nadie para puestos de tan escasa relevancia, de eso se encarga el Departamento Celestial del Libre Albedrío. Toma esta porra y este BOE, ten confianza en ti mismo que es tanto como tenerla en Mí, no caigas en el desistimiento ni te azores, siénteme dentro cuando actúes y actúa con toda el amor y la rudeza que exige el momento, sabiendo que es mi mano la que guía la tuya. Franco fue uno de mis mejores discípulos, tú, como hijo de militar franquista y hombre de orden, lo conoces bien, ya sabes”.
Estaba atribulado Fernández Díaz en el despacho del ministerio, solo, con el brazo incorrupto de Teresa de Ávila y un calor que hacía –se había estropeado el aire acondicionado- que ni en el Sinaí cuando aquello de las Tablas de la Ley, Moisés y toda la corte celestial: “Es mucho lo que me pides mi Dios, hay veces que te busco y no te encuentro, se hace duro el camino sin tu voz, sin sentirte cerca, sé que me pones a prueba pero quizá no sea tan fuerte como creíste. Rajoy anda todo el día peleándose con Montoro por el mando a distancia, discuten sin parar sobre la pobre princesa Peach; Gallardón se pasa todo el día al teléfono hablando con su suegro Utrera Molina, Ana Mato inflando globos y Soria viendo la manera de no ser el sosias de Aznar. Estoy sólo y necesito tu ayuda, Padre ¿por qué me has abandonado?”. Un tremendo temblor acompañado por un ruido ensordecedor sacudió el ministerio dando al traste con el brazo incorrupto y con el material antidisturbios que el ministro almacenaba por toneladas. De pronto una voz grave y seca, brusca, cavernosa: “Jorge, has dudado de Mí y eso no tiene perdón de Dios. –Yo nunca, nunca, mi Señor, soy tu siervo, tu esclavo y una palabra tuya bastará para sanarme aunque no soy digno de que entres en mi casa. –Eres un perfecto cretino, pero como soy todo magnanimidad y comprendo la difícil tarea que te he encomendado, te voy a dar una nueva oportunidad: Mañana a las doce en punto, hora del Ángelus, tienes que estar en la sacristía del Santuario de Torreciudad. No te digo más”. Tembloroso por la emoción y la gravedad de la cita, Fernández quiso levantarse del suelo en el que yacía literalmente enterrado entre pistolas, garrotes viles, fusiles, grilletes, espráis, porras, vergas y demás material piadoso. Lo había conseguido cuando una estantería con miles de ejemplares de Camino que se había tambaleado al oír la voz de Dios, le cayó sobre la chepa. De nuevo en el suelo, sin socorro ni ayuda de nadie, se abrió paso con la ayuda del brazo incorrupto, que agarrotado por los siglos le sirvió de gancho para asirse al alfeizar de la ventana y remontar el vuelo. Repantigado sobre el sillón eléctrico –no porque funcionase con esa energía, sino porque se lo había regalado el Gobernador de Texas tras una ejecución-, colocado el cilicio, rezado el rosario, se secó la frente, cogió un libro de Santa Teresita de Lisieux y lo abrió por la mitad, declamando: “Sería necesario, sobre todo, me decía ella, ser humilde de corazón, y vos no lo sois mientras no queráis que todo el mundo os mande. Estáis de buen humor mientras las cosas os salen bien; pero tan pronto como no van a vuestro gusto, vuestro rostro se ensombrece. No está en esto la virtud. La virtud está en someterse humildemente bajo la mano de todos, en gozaros de todo aquello que supone una reprensión para vos. Al principio de vuestros esfuerzos, la contrariedad aparecerá al exterior y las criaturas os juzgarán muy imperfecta; pero ahí está el mejor negocio, pues practicaréis la humildad, que consiste, no en pensar o en decir que estáis llena de defectos, sino en gozaros de que los otros lo piensen y aun lo digan. Debiéramos estar muy contentas de que el prójimo nos vitupere alguna vez, pues si nadie se ocupase de hacerlo, ¿qué sería de nosotras? Va en ello nuestra ganancia...”. Emocionado, llenos los ojos de lágrimas que ningún pañuelo podía enjugar, Jorge se levantó para luego arrodillarse con la cabeza mirando hacia el cielo y los brazos abiertos de par en par. Así pasó toda la noche. Al día siguiente, cuando el sol despuntaba sobre el horizonte, cogió su escoba y en unos minutos estuvo en Torreciudad.
Rezó durante horas, trémulo, ansioso, lleno de desasosiego, sin dejar de mirar a la sacristía. De pronto, una luz como nunca había visto, ni siquiera en Las Vegas, iluminó la sacristía del Santuario. Eran las doce del mediodía. Jorge se levantó, cruzó las manos y bajó la cabeza en signo de constricción. El miedo y la emoción le embargaban hasta tal punto que no podía con su cuerpo, andaba como un viejo de noventa años, como si a cada paso tuviese que ir cortando el aire, como si sus piernas se hubiesen convertido en bloques de hormigón. Cuando logró atravesar la puerta de la Sacristía, allí, de nuevo estaba Dios, sobre un bargueño castellano del siglo XVI que perteneció al gran Torquemada. Dios le miró con una sonrisa perfecta y le entregó un pen: Eran Las Tablas de la Ley de Seguridad Ciudadana. “No te azores ni atribules Jorge, Pedro me negó tres veces y Pablo, qué decirte a ti de Pablo que no sepas. Coge las tablas y salva a España. Ten siempre presente las palabras de Santa Teresita y sé consciente de que cuanto más te critiquen los destinatarios de las mismas, todos pervertidos, todos eta, todos vagos y maleantes, más razones tendrás para aplicarlas. Haz esto en conmemoración mía”. Así pues, acabada la charla, cogió las tablas, y dándole gracias, las bendijo Fernández, llevándolas de inmediato al Consejo de Ministros donde fueron aprobadas por aclamación. En España volvía a amanecer.


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