Reformar una Carta Magna es normal; pero pensar que eso soluciona todo
lleva a la inestabilidad
Digámoslo
desde el principio y sin rodeos: al introducir la Constitución en el debate
partidista, el sistema político español ha dado un paso en el proceso de
degeneración que lo aqueja desde hace bastante tiempo. Y no es un simple paso
más, sino un paso de gigante.
Durante los
últimos años el sistema político, caracterizado por un antagonismo partidista
sobreactuado y cainita, había ido quemando en el altar de la pelea política
casi todos los mecanismos e instituciones constitucionales: no quedaba
prácticamente órgano institucional o mecanismo sistémico que no hubiera sido objeto
de pelea, colonización y reparto por las partidas que asolan nuestra
convivencia. Por eso, cuando ya no quedaba más madera para quemar en la hoguera
de la confrontación por la confrontación, no ha habido más remedio que,
imitando a Marx (Groucho), arrojar también a la hoguera a la Constitución
misma. Porque eso es lo que ha hecho el PSOE al alzar la bandera partidaria y
unilateral de la reforma constitucional, por mucho que no lo reconozca;
convertir la Constitución vigente en el objeto directo de la lucha política
cotidiana. Pasar de la política sobre las leyes a la política sobre la
Constitución. Y todo porque necesitaba un lema de oposición urgente en tiempos
de penuria ideológica.
El paso
siguiente, inevitable en el proceso desencadenado, será el cuestionamiento
directo de la Constitución vigente como marco de insuficiente democracia, en lo
que los socialistas serán entusiásticamente apoyados por nacionalistas
periféricos y extremosos de toda laya. Un futuro ciertamente preocupante que,
curiosamente, no hace sino reproducir las querencias tradicionales de la
política patria.
En efecto,
el pasado de España muestra cómo la Constitución fungió casi siempre como
auténtico fetiche político. Para superar los problemas que el proceso político
cotidiano no era capaz de tratar eficazmente, la receta era siempre, o casi
siempre, cambiar la Constitución, o cambiar de Constitución. Lo que la realidad
cotidiana no producía (fuera ese algo de estabilidad, libertad, desarrollo o
justicia), lo produciría por arte de magia la Constitución si se la cambiaba.
Todo apunta a que estamos reingresando en la tradición del fetichismo y,
consiguientemente, de la inestabilidad del sistema político.
LOS POLÍTICOS SE AFERRAN A LA IDEA DE QUE REESCRIBIR
LAS REGLAS PRODUCE UNA MEJORA INSTANTÁNEA DE LA DEMOCRACIA
No se
equivoquen: modificar o reformar la Constitución para adecuarla a nuevos
problemas es algo normal en un sistema político como lo demuestran muchos
ejemplos de otros países. Pero descubrir un buen día, de la noche a la mañana,
que la solución de los problemas (tanto los territoriales como los económicos)
pasa por un cambio de la Constitución y, por ello, convertir ese cambio en el
objeto directo de la pelea democrática partidaria, eso es algo peculiar del
subdesarrollo político hispánico. Y en ello estamos de nuevo. Bienvenidos al
pasado.
Todos los
analistas coinciden en que el principal problema de nuestro sistema político lo
constituyen los propios partidos políticos y su manera de colonizar las
instituciones y la vida política toda, con la derivada de corrupción insultante
que se exhibe. Y, sin embargo, esos mismos partidos han logrado instaurar en la
opinión actual la idea de que el problema no son ellos y su comportamiento,
sino la Constitución misma. Y exigen la apertura de un proceso de reforma “a lo
que salga”, precisamente el tipo de proceso que una vez desencadenado resulta
incontrolable y queda a merced del extremismo. La última vez que los
socialistas se inventaron un proceso de reforma “a lo que salga”, el del Estatut,
terminamos con los catalanes pidiendo la independencia. Es lo que tiene soltar
a los tigres.
¿Por qué?
Porque este tipo de procesos de reforma a ciegas excita y da cancha de juego a
uno de los más sensibles mitos democráticos, el de la voluntad popular. En
concreto, a la idea intuitiva e imparable de que gracias a la reescritura de
las reglas constitucionales (¡solo con eso!) se produciría instantáneamente una
democracia mejor y un mundo más justo. Si escribimos en la Constitución que
nadie puede ser desahuciado de su vivienda, ni se le puede privar de suministro
de energía, ni las pensiones pueden bajar, ni los funcionarios perder poder
adquisitivo, y Cataluña debe acomodarse… Si escribimos en la Constitución no
solo “lo que el Gobierno no puede decidir”, sino también “lo que no puede dejar
de decidir” (en la bella fórmula de Ferrajoli), habremos acabado con la
posibilidad de crisis económica, estaremos al abrigo de la contingencia y del
mercado, los catalanes estarán cómodos… El triunfo de la voluntad y de la
Constitución como su fetiche.
Lo
intentamos en el pasado: “Los españoles tienen la obligación de ser justos y
benéficos” (artículo 6 de la Constitución de Cádiz). Ahora lo intenta Nicolás
Maduro en Venezuela. Pronto lo probaremos aquí de nuevo.
José María Ruiz Soroa es abogado.
Fuente: www.elpais.com

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