No se trata de un debate entre izquierda y
derecha sino entre estado autoritario o democrático
Todos los gobiernos adoran a las mayorías silenciosas, pero este ha dado un
paso más. Por si acaso no hay en el futuro mayorías silenciosas, habrá por ley
mayorías silenciadas.
En los primeros años de la crisis los think tank de este capitalismo
salvaje se asustaron con la perspectiva de una revuelta popular. Nos dijeron
que “lo sentían mucho” y que “no volvería a pasar nunca más”. Anunciaron una
refundación del capitalismo pero enseguida vieron que era mucho más productivo
refundar el estado del bienestar y volverlo chiquitito, minúsculo tan reducido
como los salarios de los que alimentan con su trabajo la maquinaria de sus
ganancias.
Inyectaron provisionalidad y miedo en grandes dosis. El tono moral de la
sociedad en general ha sido de resignación pública e indignación privada. Arden
las redes, sobrevuelan maldiciones en conversaciones de bares y centros de
trabajo pero la calle (ay, la calle que cuando se hace millonaria en cuerpos
todo lo cambia), ha permanecido silenciosa y tranquila, con gloriosas
excepciones de mareas y herederos del 15-M.
Pero la derecha es previsora y barrunta que puede empezar un lento
movimiento social que pretenda recuperar derechos, aumentar salarios y devolver
la calidad perdida de los servicios públicos. Por eso, justo cuando publicitan
el fin de la crisis económica, promulgan una ley represora que intenta cortar
las protestas de raíz, por vía gubernativa y sin apelación posible.
Creíamos que no tenían en cuenta a los movimientos sociales pero han tomado
exacta cuenta de sus acciones y han diseñado un traje a medida para terminar
con sus movilizaciones. Vean algunas de ellas:
Contra el 15-M: ya no se podrá volver a acampar en Sol ni en Las Setas de
Sevilla, ni en ningún espacio público.
No se podrá acompañar a las víctimas de los desahucios porque supone
obstaculizar la labor de funcionarios públicos.
No se podrán celebrar manifestaciones en torno al Congreso de los
Diputados, el Senado, ni el Parlamento de Andalucía. No importa que desde hace
30 años se esté haciendo a diario y sin conflictos. Vaya a manifestarse donde
no estén sus representantes.
No se podrán grabar las actuaciones de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad
ni compartirlas en las redes sociales. Si hay violencia policial, debe quedar
en la estricta intimidad.
No podrá colgar pancartas ni banderas en edificios.
No podrá instalar tenderetes para recoger firmas o repartir propaganda.
Tenga cuidado de que sus expresiones no supongan una ofensa para España a
juicio de la autoridad competente. Diga que recitaba a Cernuda, Machado o Gil
de Biedma por si acaso.
No haga reuniones o manifestaciones en lugares de tránsito público. Busque
lugares recónditos de tránsito privado.
No pierda el DNI ni dejen que se lo sustraigan tres veces en cinco años
porque será multado. Llévelo siempre atado al cuello.
No pronuncie injurias, calumnias ni acusaciones contra las autoridades o
instituciones en las manifestaciones públicas. No vuelva a repetir aquello de
“Fulanito… trabaja de peón”. Ahora debe decir “Mariano, creo que te estás
equivocando”.
El Gobierno creará un registro de infractores que tendrá unos
indeterminados efectos administrativos. Quizá no le den licencia de apertura de
su negocio, o le prohíban el acceso a cualquier servicio público.
El Gobierno se reserva el derecho a autorizar, disolver y reprimir un
derecho fundamental. Para que los jueces no se entrometan han trasladado las
decisiones a la vía gubernativa. Bastará la palabra de un funcionario, un
policía o una autoridad para ser multado. Si aún así se empeña, las tasas
judiciales le convencerán de que está mejor calladito.
Con esta ley, hecha a la medida del Madrid más reaccionario, de las
demandas de Aguirre y las frustraciones de Ana Botella, el Gobierno está
tocando el nervio del sistema democrático. No se trata de un debate entre
izquierda y derecha sino entre estado autoritario o democrático. Una vez más.
Treinta y tantos años después. ¡Qué dolor!
Fuente: www.elpais.com
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