jueves, 5 de marzo de 2015

UN RÉGIMEN DE SINVERGÜENZAS



nuevatribuna.es |Pedro Luis Angosto |  05 Marzo 2015 - 10:33 h.
“El mayor castigo para quienes no se interesan por la política es que serán gobernados por personas que sí se interesan”.
Arnold J. Toynbee
Los pactos para una transición política de la dictadura a la democracia, se convirtieron de ese modo en una transacción que permitía a los poderes del antiguo régimen dictatorial su integración de pleno derecho en el régimen constitucional de 1978, o lo que es lo mismo, asentar la democracia sobre una antinomia, sobre una aberración ética
El pacto de silencio sobre el pasado que acompañó a los acuerdos de la transición puedo haber tenido justificación en un primer momento, cuando los franquistas dudaban sobre su futuro, cuando la oposición democrática tenía serias sospechas sobre el alcance del apoyo del pueblo a la causa rupturista: Cuarenta años de terror no pasan en balde. Superado el golpe de Estado de febrero de 1981 y celebradas las elecciones de octubre de 1982, ese silencio debió hacerse palabra y la palabra Ley. Quienes habían estado involucrados de lleno en el gobierno de la dictadura no podían seguir desempeñando papel alguno en el nuevo régimen, quienes habían amasado sus fortunas con el apoyo del tirano, no podían regir el desenvolvimiento económico de un país lleno de vida y de futuro; quienes habían educado en la inmoralidad nacional-católica a generaciones y generaciones, no podían seguir pontificando sobre lo bueno y lo malo en el tiempo nuevo. Sin embargo, sobre esas tres cuestiones vitales y otras muchas, continuó el silencio, como si aquí no hubiese pasado nada, como si el nuevo tiempo pudiese edificarse con los armarios llenos de cadáveres y con los mismos personajes que habían acompañado a Franco a su última morada en Cuelgamuros. Los pactos para una transición política de la dictadura a la democracia, se convirtieron de ese modo en una transacción que permitía a los poderes del antiguo régimen dictatorial su integración de pleno derecho en el régimen constitucional de 1978, o lo que es lo mismo, asentar la democracia sobre una antinomia, sobre una aberración ética.
Creemos que ha transcurrido el tiempo histórico suficiente como para evaluar las consecuencias nefastas de aquel silencio transaccional que unió a la inmoralidad franquista la falta de ética de los protagonistas del nuevo tiempo ultraliberal. Con aquellos mimbres no se podía esperar cesto más cochambroso, de esa mezcla explosiva tampoco. Como dice Paul Auster, quienes carecemos de creencias religiosas, tenemos otras de mucho más alcance terrenal, y entre ellas es la primera la confianza  en la democracia plena, pero la democracia es un sistema en el que todos los poderes emanan del pueblo, que persigue el progreso de todas las clases sociales y todos los individuos, basado en la división de poderes, la solidaridad, la justicia y la supresión del privilegio, en absoluto uno caciquil y clientelar en que todo depende del medro y del lado que a cada cual toque en relación al poder. El sistema político de la Segunda Restauración borbónica es a día de hoy un remedo del que montaron en el último tercio del siglo XIX Cánovas y Sagasta, aquí todas las concupiscencias están permitidas siempre que se esté a la derecha de Dios Padre, ningún despiste si se está al otro lado. De las muchísimas barbaridades que hemos conocido desde que Aznar llegó al poder –fecha que hay que señalar con rojo a la hora de examinar nuestro presente- una de las más significativas es la protagonizada por José Luis Olivas, expresidente de la Generalitat Valenciana, Bancaja y Banco de Valencia. Olivas, íntimo que fue de Zaplana, urgió la concesión de créditos a los empresarios Juan Ferri y José Baldó para comprar una finca muy sobrevalorada en México, causando unas pérdidas a las entidades financieras de 249 millones. Agradecidos por tan graciosa concesión, los empresarios pagaron a Olivas y sus amigos sendos viajes a Cuba para disfrutar a fondo del paraíso de Fidel y procurar el engrandecimiento de la amadísima Patria valenciana. Fruto de su eficacísima gestión, y de la de sus antecesores zaplanistas, Bancaja y el Banco de Valencia desaparecieron tras integrarse en Bankia, no así Olivas que pasó a vicepresidir la nueva entidad como si aquí no hubiera pasado nada.
“No me importa -decía Manuel Azaña- que un político no sepa hablar, lo que me preocupa es que no sepa de lo que habla”
La pregunta es, ¿cómo pudo pasar todo eso y muchísimo más sin que nadie, ni empleados de rango ni directivos ni ejecutivos ni el banco de España ni los listos de la Unión Europea se diesen cuenta de nada? ¿Y si se dieron, por qué, como era su obligación, lo ocultaron y no lo denunciaron? No estamos hablando de calderilla sino de miles de millones de las antiguas pesetas extraídos de una entidad financiera y entregados a particulares para que hiciesen con ellos lo que su “buen entender” les aconsejase. Me creo que el trabajador de una sucursal de cualquiera de las entidades presididas por Olivas no supiese nada, también que los soldados rasos de la Generalitat ignorasen lo que ocurría en otras esferas, pero el silencio de los que tenían obligación de saber sólo tiene una explicación siciliana: La omertá, o pacto de honor no escrito que impide a los comprometidos o benfeciarios reales o hipotéticos informar de los delitos cometidos por cualquiera de ellos al considerarlos cosa estrictamente personal. Así, y sólo así, con el silencio y la complicidad, quienes dirigían Caja Madrid, Bancaja, Banco de Valencia, Caja de Ahorros del Mediterráneo o Caixa-Catalunya pudieron hacer y deshacer a sus anchas hasta quebrar a las entidades, obligando al Estado, que somos todos, a inyectarles más de cien mil millones de euros que se detrajeron de Sanidad, Educación, Pensiones, Dependencias, Vivienda, Cultura, Medio-Ambiente y todo aquello que es verdaderamente necesario para que una democracia lo sea de verdad; así, y sólo así, ha sido posible montar redes de enriquecimiento personal y de financiación de partidos que emponzoñan el funcionamiento de todas las instituciones; así, y sólo así, se puede comprender que sea prioritario desahuciar violentamente a una familia sin recursos antes que proteger su derecho inalienable a una vivienda digna, así, y sólo así, que se destinen más de cuatro mil millones de euros a rescatar las autopistas privadas de peaje antes que a dar trabajo y comida a quienes ha tiempo que pasaron todos los umbrales de infelicidad.
“No me importa –decía Manuel Azaña- que un político no sepa hablar, lo que me preocupa es que no sepa de lo que habla”. Quienes desde los poderes que causan desesperación en tantos hoy hablan de democracia y quieren, con su verbo tosco y su sapiencia menuda, erigirse en jueces de lo que es o no democratico, muestran un desprecio absoluto por los millones de personas que se sacrificaron para que el menos malo de los sistemas políticos ideados por el hombre fuese una realidad y un ideal de progreso. No es que hablen mal, que lo hacen, es que no saben de lo que hablan cuando hablan de democracia, porque en un régimen de esas características, y es evidente que este no lo es, los sinvergüenzas de su estirpe hace mucho que descansarían en el lugar que les corresponde: La cárcel.






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