A
miles de familias gallegas el invierno se les hace cuesta arriba. Los
desorbitados precios de la energía hacen que la calefacción sea un lujo y la
luz un bien que hay que racionar.
Susana Luaña Fátima
Fernández Manuel Rey 01 de marzo de 2015. Actualizado a las 12:07 h.
Foto: MARTINA MISER
Manuel, Manuela, María del Carmen, José, Pedro... Nombres
comunes de personas corrientes que dan la cara para denunciar un problema cada
vez más frecuente: la pobreza energética. Ellos, como otros 200.000 hogares
gallegos, viven agobiados, con el agua al cuello. El dinero que entra en sus
casas apenas alcanza para cubrir sus necesidades básicas y pagar puntualmente
los recibos de servicios vitales como la luz. Y muchos meses han de elegir
entre dar de comer a sus hijos o satisfacer a las compañías eléctricas. Porque
el precio de la energía ahoga la economía de las miles de familias españolas
que han visto mermados sus ingresos por el zarpazo de la crisis económica.
Mientras la electricidad ha experimentado un aumento que supera el 60 % entre el
2008 y el 2014, el salario medio anual que percibe un trabajador gallego apenas
ha subido un 1 %. Y eso para los afortunados que cobran una nómina. La obsesión
por el ahorro ha empujado a miles de gallegos a volver a las cocinas de leña y
a las mantas para soportar el frío.
Calor de hogar
Dicen que lo que se alimenta el calor de hogar es de cariño,
y eso sobra en la casa de Manuel García y Manuela Vargas. Pero el cariño no es
suficiente para afrontar un duro invierno como este. El matrimonio vive con sus
dos hijos menores, Tamara de 6 años y José de 13, en una vieja casa de la
parroquia de Rubiáns, en Vilagarcía. Manuela tiene una leve minusvalía por la
que cobra una pensión mínima, y Manuel es camionero, pero la crisis y su salud
le impiden tener un trabajo estable, así que subsisten con los 360 euros que
cobra ella y 426 de la ayuda familiar que reciben cuando él no trabaja.
Insuficiente para encender el fuego en una casa.
Además, su vieja vivienda hace aguas por todas partes. Entre
las tejas se filtra el viento y la lluvia y la parte superior del inmueble es
un puzzle de remiendos que Manuel va parcheando para que las goteras no se
presenten por la noche en las habitaciones de sus hijos.
Sin embargo, cuando se entra en la casa de Manuel y de
Manuela se respira calor de hogar. Una, porque lo transmiten ellos, que nunca
pierden la sonrisa pese a las dificultades. Y otra, porque la planta baja se
calienta con una cocina de leña y crea un ambiente que a cualquiera que haya
vivido en una aldea gallega lo retrotrae al hogar de los abuelos.
El fuego siempre arde en la cocina de los García Vargas.
«¿Quieres un café?», invita el padre de familia nada más abrir la puerta.
Porque la lumbre siempre está lista para recibir a un amigo. Pero mantener la
casa caliente tiene su coste, y ellos no podrían permitírselo si no contasen
con la solidaridad de sus vecinos. «Construí un galpón al lado de la casa y lo
tenemos siempre lleno de leña; normalmente vamos nosotros al monte y la
cogemos, pero también nos ayudan, porque hace poco la comunidad de montes de
Rubiáns nos trajo tractores y tractores de leña», dice Manuel agradecido. Y así
consiguen el milagro de ducharse como si tuviesen calefacción central, porque
la cocina está pegada al baño y los azulejos desprenden un agradable calor que
para sí quisieran los más modernos sistemas de calefacción.
Y menos mal, porque otra cosa no se la podrían permitir.
«Luz procuramos gastar la menos posible, pero aún así está la tele, la
lavadora... Me llegó este mes un recibo de 90 euros, y cuesta mucho pagarlo.
También tenemos bombona de butano, pero procuro no gastar mucho por lo mismo,
trato de apañarme con la leña, tanto para calentar la casa como para la
comida», indica Manuel, que también cocina.
Lo peor está en la planta de arriba, a la que no llega el
calor de la pequeña cocina. Subir las escaleras de la vivienda es como entrar
en otro mundo. La humedad se apodera del cuerpo y uno entiende la lucha perdida
que Manuel mantiene desde hace años con las filtraciones de agua en las ventanas,
con las corrientes de aire, con la amenaza de goteras en el techo, con la
humedad que se pega a las sábanas de sus hijos...
Hace años se les prometió una ayuda para arreglar el tejado,
pero finalmente se quedó en nada. Así que la única esperanza de esta familia es
que llegue la primavera. Eso sí, la aguardan unidos y sin perder la sonrisa.
En la aldea, la leña
En la zona rural, sobrevivir al frío y largo invierno es una
aventura que en muchos casos todavía se logra con recursos del siglo pasado.
Muchos hogares nunca han abandonado la cocina de leña. En la aldea, hablar del
fogar es hablar del lugar de la casa donde se hace el fuego. En la vivienda de
José Couto Abelenda, un vecino de Vilar Trigueiro, en Coristanco (A Coruña), la
cocina bilbaína está encendida «todo
o inverno». José, de 94 años, tiene varias fincas con pinos en la zona.
Cuando el tiempo empieza a refrescar, su familia y sus vecinos le ayudan a
recoger la leña. La apilan en el alpendre y hace acopio suficiente para la
invernía. José aún se encuentra en buenas condiciones de salud para su edad,
por lo que es prácticamente autónomo.
José también tiene estufa y cocina de butano en casa, pero
al usar la madera, se reduce una parte importante del gasto. Al igual que él,
numerosos propietarios de superficies forestales destinan la madera de sus
árboles para la cocina y la calefacción. Otros hacen negocio vendiendo la leña
con el mismo fin. Gracias a esto, unos y otros son algo menos vulnerables a la
sangría de las eléctricas. El gas, el gasóleo y la electricidad se han
disparado en los últimos años. Los sueldos y las pensiones se estancan cuando
no bajan. La leña, por ahora, está a salvo.
Fuente: www.lavozdegalicia.es
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