Luis Matías López
18 de
noviembre de 2014
William Gerhardie (1895-1977) es uno de
esos semidesconocidos autores ingleses en cuyo rescate para lectores en
castellano se empeña desde hace años Enrique Redel, editor de Impedimenta. Es
el caso de Stella Gibbons (la saga de Flora Poste), Edmund Crispin (La
juguetería errante), Penelope Fitzgerald (El inicio de la primavera), Elizabeth
Bowen (La muerte del corazón) o David Nobbs (Caída y auge de Reginald
Perrin). En todos los casos está garantizada una escritura clásica y
contenida, con ese agradable poso que deja la obra bien hecha.
Los políglotas va en esa línea, pero
no se desarrolla en los ambientes rurales o urbanos típicamente ingleses de las
obras citadas. Gerhardie, a tono con una biografía que le hizo nacer en la San
Petersburgo zarista y ser testigo en la Rusia asiática de la guerra entre
blancos y rojos que siguió a la revolución bolchevique, crea un peculiar
protagonista y narrador: George Hamlet Alexander Diabologh.
Se trata de un joven oficial británico,
con ínfulas literarias, que jamás ha disparado un tiro, que se preocupa de
mantener los lazos de su heterogénea familia, que cumple misiones de tanto
valor estratégico como seguir la pista a 50.000 gorras perdidas, y que deambula
al filo de 1920 por Tokio, Vladivostok, Harbin (entonces rusa, hoy china),
Pekín, Shanghai, Hong Kong y otros lugares sacudidos por la sinrazón
enloquecida de un conflicto que cambiaría el rumbo del siglo XX.
Gerhardie utiliza la guerra como
desvaído telón de fondo, no muestra simpatías por ningún bando, y tampoco
justifica ni condena el intervencionismo interesado de las grandes potencias en
un conflicto del que deberían haberse mantenido al margen. Lo que realmente le
interesa son los personajes, esos políglotas que no siempre hablan
varias lenguas, pero cuyas vidas son transnacionales y se apartan de la
rutina.
Son seres peculiares, exóticos,
estrambóticos, con frecuencia inconscientes e incapaces de centrarse,
que viven en una burbuja mientras el mundo se desmorona alrededor. Como
la familia inglesa que se afincó en la siberiana Karsnoyársk en la época
zarista y que hizo allí fortuna antes de perderlo todo. O como sus parientes
anglo-belgas que emigraron al Extremo Oriente para ponerse a salvo de la Gran
Guerra que ensangrentaba Europa. O como el propio Diabologh, sobrino o primo de
todos ellos. O como los militares rusos a los que la revolución pilla en fuera
de juego, a los que, más allá de cualquier ideología, gustaría por puro
pragmatismo sumarse al bando ganador, pero que se ahogan en el desconcierto
porque no está claro quien terminará ganando la partida.
“El mundo se había salido de sus
casillas”, reflexiona el narrador, “y daba vueltas en un mar de chifladura;
aquellos pocos lunáticos giraban independientemente como parte de ese mundo:
¡ruedas dentro de ruedas! (…) Tan sensatos, amables y relevantes eran en el
pequeño mundo de su delirio que nosotros, los grandes lunáticos, empeñados como
estábamos en hacer la guerra y la revolución, les permitíamos a los pequeños
lunáticos andar sueltos”.
En cuanto a la guerra —las guerras en
general— Gerhardie las descalifica como “asuntos sumamente estúpidos, dirigidas
por gente estúpida [en las que] los hombres que de ordinario estarían a la
sombra pasan a primer plano y organizan un llamado servicio secreto,
cuyos agentes se pasan el rato enviándose unos a otros información sobre todo
tipo de individuos lunáticos e inocentones”.
Si, dentro de sus heterogéneas
adscripciones culturales, hay algo que une a la mayoría de los miembros de esa
galería de feria, aparte de los lazos de parentesco, es la desubicación, la
incapacidad para encontrar una salida a su desorientación, el desconcierto ante
una situación que les supera, el empeño pese a ello por mantener la apariencia
de normalidad en medio del caos.
Añádanse unos diálogos
ágiles y un humor sutil que, pese a algunos toques trágicos, es difícil no
encontrar en cada página y se tendrán las claves que, durante décadas, han
permitido varias recuperaciones de Los políglotas en el Reino Unido y
convirtieron a su autor en más apreciado por sus compañeros de profesión que
por los mismos lectores. Graham Greene le consideraba el escritor más brillante
de su generación. Y Evelyn Waugh llegó a decir: “Yo tengo talento, pero lo de
Gerhardie es genialidad”.
Fuente: www.publico.es
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