Emir Sader
07 de agosto de
2014
Cuando estalló la
Primera Guerra Mundial, el efecto de sus bombas no aunó a la izquierda. Al
contrario, provocó la más importante ruptura que conformó las dos
corrientes que han dominado el escenario político durante décadas: la
social demócrata y la comunista.
Lo primero que hace un
Gobierno cuando decide entrar en guerra es solicitar al Parlamento
licencia para administrar libremente los recursos y darle a la guerra
prioridad absoluta. Los partidos socialistas se vieron entonces frente al
dilema de apoyar a sus gobiernos o reafirmar sus políticas pacifistas e
internacionalistas apoyadas en los análisis de Lenin, que las tildaba
de guerras interimperialistas, de división y repartición de las colonias
entre las potencias.
Colocados frente a
esta alternativa de sumarse a la guerra interimperialista (en que las
burguesías de cada país peleaban por sus colonias en contra de las de otros
países), movidos por el clima patriótico generado en cada país que va a la
guerra; o reafirmar el pacifismo, la mayoría de los países socialistas
optó por la primera opción.
Cada uno de los
partidos socialistas se alineó con la burguesía de su país y privilegió la
cuestión nacional en detrimento de la cuestión social, apoyando el
envío de sus pueblos —cuya masa mayoritaria estaba conformada por
trabajadores— a pelear en los campos de batalla contra los pueblos de los
otros países para defender los intereses de las clases dominantes de sus
países.
La minoría —entre
ellos Lenin, Rosa Luxemburgo y Trotsky—, manteniendo las tesis del pacificismo
y del internacionalismo, rompió con la Segunda Internacional. Poco tiempo más
tarde se fundaría la Tercera. Reafirmaban así la tesis de Lenin de que, si
es cierto —como decían algunos dirigentes que se quedaron en la Segunda
Internacional— que nunca una revolución es tan difícil como en el comienzo de
una guerra (por el predominio del clima de unión patriótica), la
revolución nunca es tan posible como en el trascurso de una guerra (cuando
el pueblo se da cuenta de los sufrimientos que acarrea y del significado mismo
de la guerra).
Fue una fractura
traumática en la izquierda: generó la división entre la social democracia
—que apoyó a la guerra— y los comunistas—pacifistas, internacionalistas—.
Posteriormente, la ruptura fue asumiendo otro carácter: la social democracia
renunció al socialismo, optó por la democratización del capitalismo y
acusó a la URSS de totalitaria. Mientras, los comunistas asumieron a la URSS
como modelo y acusaron a la social democracia de haber abandonado el socialismo
y de haberse reconvertido al capitalismo.
Aquel
momento clave sirvió para definir las opciones entre la prioridad de la
cuestión nacional —bajo su forma chovinista— o la de la cuestión
social, es decir, del anticapitalismo. Fue un momento trágico para la
izquierda mundial: la mayoría de los partidos de izquierda se rindieron a la
guerra de sus élites dominantes y las dos corrientes siquiera
lograron unificarse en la lucha en contra del nazismo ascendiente pocos
años más tarde, cuando el caso de Alemania fue el más evidente.
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