"En el caso de Felipe VI se habría producido,
de nuevo, otra instauración monárquica, opina Barraicoa, en ruptura con la de
su padre Juan Carlos I, que se asentaría sobre una legitimidad distinta: la
realidad coyuntural, inestable y volátil, de la opinión pública; un criterio
para nada monárquico."
Memoria Histórica | Tercera Información | 04-08-2014 |
Vivimos tiempos convulsos; nadie lo duda. Con miedo al
futuro e incertidumbre existencial, social, económica, demográfica... ¿Qué va a
pasar? ¿Estamos “intervenidos” realmente? ¿Cuándo se recuperará la economía
española? ¿Podremos jubilarnos? ¿Qué pasará el 9 de noviembre? ¿Sobrevivirá
España?
Ante tamañas turbulencias, ¿por qué titular la columna, en
esta ocasión, de una forma que más bien parece una inoportuna boutade? Felipe
VI de España, primer Presidente de la IIIª República: algo absurdo… ¿o no
tanto? Pero, absurdo o no, ¿tiene este interrogante algo que ver con los
problemas cotidianos y con nuestro futuro?
Semejante escenario -al menos el de una futura III
República-, altamente improbable de momento, pero que no puede descartarse por
completo, es apuntado, casi de pasada, por Javier Barraicoa al término de su
último libro (Doble abdicación, Editorial Stella Maris, Barcelona, 2014, 256
páginas) como el lógico –y casi inevitable- corolario de la monarquía
instaurada por Juan Carlos I. Y decimos bien: “instaurada”, que no
“restaurada”. No en vano, afirma, se trataría de una nueva monarquía cuya raíz
fue, por encima de cualquier otro factor, la designación directa por Franco; y
su base programática, los llamados “Ideales del 18 de julio”. No aconteció, por
tanto, una verdadera continuidad con la monarquía de su abuelo Alfonso XIII;
pues, en puridad de conceptos, para darse tal debiera haber sido su padre Juan
quien la hubiera restaurado en su persona, conforme las normas tradicionales de
la monarquía española.
En su texto, Barraicoa realiza un sano ejercicio de
cuestionamiento de buena parte de los tópicos “políticamente correctos” sobre
los que asienta el actual régimen político español. Mencionemos, a modo de
ejemplo, uno de ellos: “La Constitución que los españoles nos hemos dado”.
Pero, ¿realmente fue así? Así, Barraicoa atribuye este texto, no ya al conjunto
del pueblo español, privado por esa misma constitución del mandato imperativo a
la acción de los políticos electos; tampoco a la pequeña comisión que
supuestamente la elaboró (los llamados ”padres de la Constitución”). Sin caer
en fáciles conspiracionismos, la atribuye, desde la narración de numerosas
circunstancias históricas, a las exigencias de los “poderes reales” del
momento: la socialdemocracia, las grandes finanzas internacionales, y los
intereses estratégicos de Estados Unidos; cuya conjunción impulsaría una nueva
clase política (que ejemplifica en la formación de unos miles de cuadros
socialistas, hasta entonces inexistentes, financiada por la Fundación Friedrich
Ebert).
¿Cómo resumir la esencia del régimen juancarlista?
Recurramos de nuevo a Barraicoa, quien se remite a Jesús Cacho: «La columna
vertebral del libro [se refiere a su obra El negocio de la libertad] es que la
democracia española ha sido ocupada por un núcleo de poder surgido después de
la muerte de Franco, donde están Juan Carlos I, como garante constitucional;
Felipe González, en el poder político, y Jesús Polanco, en el poder mediático,
el control de la ideología y la factoría de las ideas; y entre González y
Polanco, el control de la judicatura”» (pág. 113). Además, «En última instancia
el responsable [Juan Carlos I, evidentemente] era el “irresponsable”, fuera por
dejación, fuera por connivencia. El proceso sufrido en España era ya
irreversible. Aún así Don Juan Carlos seguía gozando del favor de muchos
católicos y autoridades eclesiales, y cómo no, de políticos de derechas e
izquierdas. España se situaba en una zona esquizoide donde al final todo podía
quedar relativizado: un rey católico de simpatías izquierdistas, jaleado por
las izquierdas y promulgador de leyes anticatólicas. Todo era demasiado
contradictorio como para acabar bien» (pág. 108).
Volvamos al presente. ¿No es, acaso, la partitocracia, el
sanctasanctórum de “ese núcleo de poder”, y uno de los mayores problemas de la
vida española hoy? Un largo párrafo de Barraicoa lo ratifica magníficamente:
«Ya lo dijo Alfonso Guerra, que Montesquieu había muerto. La democracia es una
monarquía con muchos rostros, pero no deja de ser una constante fuerza
oligárquica estructurada en torno a partidos que han fagocitado la vida
pública. La política de subvenciones neutraliza la actividad social. Los
partidos son extensiones del Estado y la administración, pues sobreviven
gracias a la generosa financiación pública; los mecanismos reales de contención
de financiación ilegal. Don Juan Carlos se hizo voluntariamente partícipe de
este sistema. Las bonitas palabras del texto constitucional que le rinden a la
figura del monarca quedan en agua de borrajas al contrastarlas con la realidad.
Como dice Aristóteles e en su Política, al tirano le gusta que la sociedad esté
corrompida (en el sentido de que no sea virtuosa), pues así no le acusarán de
ser corrupto. La comunión en la corrupción es el gran mal entre los gobernantes
y la sociedad» (pág. 125). Unas claves que, ciertamente señalan las raíces
morales de nuestras crisis y las implicaciones sociales de un sistema asentado
en la corrupción.
Pero nuestros políticos no son estúpidos, por lo que, ante
lo inevitable, habrían planificado una alternativa. No en vano, «El resultado
de las elecciones europeas dio al traste con este proyecto reformista que
incluía la gran coalición, el relanzamiento de la figura del rey y, como guinda
del pastel, el inicio de la reforma constitucional y el nuevo pacto con los
nacionalismos disgregadores» (pág. 227). Así, emergió sorpresivamente Podemos,
ERC desbordó a CiU (y más que lo hará con el asunto Pujol), y los dos grandes
partidos sumaron mínimos históricos. De este modo, la abdicación de Juan Carlos
I alumbraba un escenario complejo: la aparición de nuevas formaciones políticas
rupturistas con el actual estado de cosas, el proceso soberanista catalán en ciernes,
la crisis de valores compartidos (más preciso sería señalar su inexistencia),
el relevo político generacional, la catástrofe económica.
¿Alguien dibuja alguna salida a este embrollo? Lo único que
se apunta es hacia una hipotética España federal. Sin embargo, ¿acaso las
autonomías no definían un marco análogo? De hecho, la Historia nos alecciona en
el sentido de que jamás una nación ha dado un paso atrás, vía federación: al
contrario, diversas naciones, y los ejemplos son numerosos, se han federado en
busca de la unidad. Iniciar el camino contrario, inevitablemente, llevaría a la
escisión de la nación–antes o después- en varias partes. Es más, ¿no se corre
el riesgo de que un deslizamiento federalista desembocara inevitablemente en
una IIIª República? Y no le falta lógica, no en vano, si algo ha representado
la monarquía es la idea de unidad, además de la de ejemplaridad. Y si ya no
cumple su función, o desaparecen los valores y el pueblo al que servir, carece
de razón su existencia.
En el caso de Felipe VI se habría producido, de nuevo, otra
instauración monárquica, opina Barraicoa, en ruptura con la de su padre Juan
Carlos I, que se asentaría sobre una legitimidad distinta: la realidad
coyuntural, inestable y volátil, de la opinión pública; un criterio para nada
monárquico. Afirma Barraicoa: «Lo malo de una monarquía constitucional es la
contradictio in terminis a que se ve sometida. Si en una democracia todos somos
iguales, por qué tiene que haber un rey; y si hay un rey, por qué no gobierna;
y si no gobierna ¿por qué es un rey y no un simple ciudadano? Las
contradicciones y ficciones políticas se pueden mantener durante siglos pero,
tarde o temprano, se manifiestan y se impone la lógica. Por ello, no nos parece
descabellado afirmar que el destino natural de las monarquías constitucionales
es acabar, aunque tarden siglos, en repúblicas» (pág. 19). Y sella estas
reflexiones con otra tan contundente como irónica: «Si una monarquía se apoya
solamente en el “amor del pueblo” (léase actualmente la opinión pública), vamos
listos, y más en esta época donde los amores duran bien poco» (pág. 232).
Aunque sin mucha esperanza en ello, apelaremos al buen
sentido de nuestro monarca y que no se asiente en esa actitud, tan dinástica,
como muy española por otra parte, que Barraicoa concreta humorísticamente al
mencionar uno de los varios sentidos del siguiente término: «”Borbonear”: no
hacer nada y dejar que todo se soluciones solo» (pág. 27).
Un ejercicio de memoria, el de Doble abdicación, que
agradará y divertirá a quienes vivieron en su juventud estas décadas
prodigiosas, cuestionando de paso muchos tópicos dados por inamovibles; y que
puede iluminar a quienes, por razones de edad, no las conocieron en directo.
Una buena lectura para estas vacaciones; pues descansar no tiene por qué ser
olvidar y dejar de pensar.
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