Agustín
Millares Cantero
Historiador.
Profesor titular de la Universidad de las Palmas de Gran Canaria (ULPGC)
19 de
junio de 2014
Las dos Restauraciones monárquicas que ha sufrido el
Estado español, la de 1875 y la de 1975, tienen varios rasgos comunes a pesar
de sus múltiples diferencias. En ambas, la Monarquía fue impuesta a los pueblos
de España por espadones al servicio de las clases dominantes. Esa alta cuota de
exclusión que imperó en la primera, como escribió el profesor Ignacio Sotelo,
tampoco estuvo ausente en la segunda. A pesar de las letanías sobre la
integración de todos los españoles en la Constitución de 1978, muchos de cuantos
luchamos consecuentemente por la ruptura democrática hemos quedado fuera del
juego. La mayor parte de los opositores al régimen franquista éramos
republicanos, no monárquicos; defendíamos el derecho de las nacionalidades a la
autodeterminación, no la “unidad indisoluble de la patria”; apostábamos por
formulaciones anticapitalistas o por un sector público fuerte, no por la
constitucionalización de la “economía social de mercado” y las privatizaciones.
El aserto de que Franco dejó todo “atado y bien atado” no resultó un eufemismo.
Muy pocos países en el mundo han expulsado en poco más
de seis décadas a dos monarcas reinantes: Isabel II lo fue en septiembre de
1868 y Alfonso XIII en abril de 1931. El grito de “¡Abajo los Borbones!”
hermanó incluso durante La Gloriosa a formaciones monárquicas que no comulgaron
con los atropellos de la dinastía. Las izquierdas españolas o las articuladas
desde los nacionalismos periféricos esgrimieron siempre la opción republicana,
aglutinando a un conjunto de fuerzas empeñadas en articular un sistema
democrático, acabar con el lastre del centralismo absorbente y disponer unas
transformaciones sociales en favor de las capas oprimidas. Hubo sobradas
razones para ello. La tradición monárquica española ha venido ligada a un curriculum
muy poco edificante. Fue la monarquía absoluta de derecho divino bajo Fernando
VII, llamado en su día “El Deseado” y que resultó ser (¡y ya es decir!) uno de
los más indeseables monarcas de la “historia patria”; el tatara-tatarabuelo del
actual rey. Será más tarde “la corte de los milagros”, cuando la política era
dictada por el nuncio de Roma o por militarotes facinerosos del tipo de
Narváez, con la ridícula figura en delantera de Isabel II; la tatarabuela del
actual rey. A través del régimen canovista, estará asociada a la
institucionalización del caciquismo y al Turno tramposo de los poderes
oligárquicos en la persona de Alfonso XII; el bisabuelo del actual rey. El
militarismo africano y las complicidades con una dictadura de corte fascista,
vinieron a ser algunas de sus señas de identidad durante el reinado de Alfonso
XIII; el abuelo del actual rey. Y no hablemos de Don Juan, el padre del actual
rey, a quien interesó más plegarse ante el franquismo, para sostener los
“derechos dinásticos”, que devolver a los pueblos de España la soberanía que le
fue arrebatada por la fuerza. Mucho han tenido que torcer la Historia los
cronistas monárquicos, fieles servidores de bastardos intereses, para
ofrecernos el rostro amable de una institución tan calamitosa para la mayoría
de los ciudadanos españoles.
El republicanismo constituye una tradición muy plural,
en la que, sin embargo, es posible reconstruir un núcleo compartido o
denominador común de sus modalidades. La esencia del mismo reside en el ideal
de libertad como autogobierno y por lo tanto como ausencia de dominación o
interferencia arbitraria, a partir de la oposición a la tiranía. El antagonismo
básico opera entre el liber-ciudadano y el servus-esclavo o súbdito. Aquí no
vamos a referirnos a la formulación republicana que ha popularizado en los últimos
tiempos Philip Pettit, discípulo de Skinner, denominada al fin “ciudadanismo” o
“republicanismo cívico”, que tanto ha entusiasmado al señor Rodríguez Zapatero.
Esta filosofía normativa se presenta supuestamente como una opción distinta del
liberalismo y del comunitarismo, aunque sus postulados apenas difieran de los
que propugnó un liberal de izquierdas como John Rawls o los propios de la
“tercera vía” de Anthony Giddens o del “socialismo liberal” de tantos otros.
Nos interesa centrarnos en lo que Pettit llama republicanismo “populista”,
asociado a los nombres de Hannah Arendt o John Pocock. Frente a la comunidad de
los comunitaristas, fundada en valores compartidos que proceden de una
identidad colectiva previa a la voluntad de sus miembros, la ciudad de los
republicanos es una asociación construida por leyes e instituciones a partir de
la voluntad común de los ciudadanos. No se trata, pues, de una comunidad ética
sino política, que sólo requiere participación y compromiso con las
instituciones republicanas y nunca homogeneidad cultural ni adhesión
incondicional. En el caso español, esta línea tuvo algunos nexos con una
tradición republicana inscrita entre los parámetros de la democracia radical.
¿Es posible un republicanismo sin República? ¿Los valores
republicanos son compatibles con la Monarquía? La acérrima defensa de la
igualdad ante la ley que caracteriza al ethos republicano está frontalmente
reñida con cualquier sistema de privilegios (máxime si derivan de los vínculos
de la sangre), y por ello la institución monárquica supone la negación del
derecho y la libertad de todos, según el análisis que Pi y Margall hizo en La
Reacción y la Revolución (1854). El énfasis sobre la soberanía individual
repele los fundamentos teóricos del régimen monárquico, sea absoluto o
constitucional, en cuanto poder sustraído de la legitimidad democrática. En la
base del monarquismo está que no todos somos iguales ante las leyes por razones
genéticas, pues existe una estirpe con derechos hereditarios. No gobierna el pueblo
allí donde existe una sola autoridad que no sea hija de su libre arbitrio,
siendo por principio la Monarquía, que lleva la desigualdad hasta la jefatura
del Estado, incompatible con la dignidad del ser humano y los derechos
soberanos de los pueblos. El exponente español de la Restauración borbónica de
1975, además, suministra otro ingrediente inadmisible en términos democráticos:
la inviolabilidad del rey, algo que no rige en ninguna otra de las monarquías
europeas. La “ciudadanía” como fuente de poder exige la igualdad civil de todos
sus asociados.
La segunda Restauración borbónica se produjo en España
a partir de un poder de interferencia arbitrariamente establecido, que conforme
al mismo análisis de Pettit entrañó coerción física (restricciones y obstrucciones),
coerción de la voluntad (castigos y amenazas con ruido de sables) y
manipulaciones (propaganda mediatizadora excluyente). Un agente (el dictador y
el círculo oligárquico que sostuvo la dictadura franquista) impuso un acto que
sólo quedó sujeto a su arbitrium y prescindió de los intereses y opiniones o
interpretaciones de los afectados. Ni más ni menos que la forma de Estado fue
decidida de manera arbitraria y dominadora por un sector banderizo o
fraccional, sin que la gente pudiera decidir por sí misma en torno a una
cuestión de enorme alcance y relieve. Eliminando la opción republicana, la
única legitimada por las urnas (la voluntad popular expulsó al monarca reinante
en 1931), la interferencia del franquismo convirtió a los españoles en servus
sometidos a merced de los poderosos, ajenos a una posición de igualdad. Sin
ejercicio alguno para la disputa, una parte de la sociedad (mayoritaria) pasó a
ser subyugada por la otra (minoritaria). Al sufrir semejante trágala, los
pueblos del Estado español no estuvieron en condiciones de elegir libremente
entre Monarquía o República, como ocurrió en Italia en 1946 o en Grecia en
1974; en ambas ocasiones, con monarcas implicados en regímenes fascistas. El
“patriotismo de la constitución” de Habermas carece aquí de sentido alguno,
ante la ilegitimidad democrática del régimen monárquico. La recuperación de la
idea republicana de ciudadanía (del ciudadano frente al servus), pasa por optar
libremente entre Monarquía-República. Si no podemos cuestionar la institución
monárquica, o el sistema económico, o la organización territorial del Estado,
entonces es que no hemos dejado de ser súbditos.
Durante la llamada Transición se dijo que
el dilema para los pueblos del Estado español no estaba entre Monarquía y República,
sino entre dictadura y democracia. Vista con perspectiva histórica, tal
cantinela entrañó una hiriente burla hacia el pasado remoto y próximo. En la
historia de las Españas, la Monarquía ha sido siempre sinónimo de reacción; los
periodos democráticos corresponden a la República. A partir de la muerte de
Franco, su heredero tuvo que inclinarse por la democracia liberal siguiendo los
dictados del imperialismo y para salvar el sistema de dominación capitalista y
la propia corona, no porque se hubiese convertido en un demócrata cabal. La
herencia del franquismo seguirá vigente mientras haya un rey en la jefatura del
Estado, sin que la ciudadanía pueda pronunciarse libremente sobre la forma del
mismo. La auténtica democracia es y seguirá siendo republicana. Los valores de
su tradición, después de tantas claudicaciones, permanecen vigentes y ganan
cada vez más audiencia. Entre la Primera y la Segunda Repúblicas mediaron 58
años. ¿Cuántos faltan para que se proclame la Tercera?Fuente: www.cronicapopular.es
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