domingo, 20 de abril de 2014

“¿HASTA QUÉ PUNTO PUEDE ESTAR DESESPERADA UNA FAMILIA PARA PARTIR CON TANTOS HIJOS?”

REPORTAJE: ANA BERNAL TRIVIÑO
20 de abril de 2014

La historia de la emigración es una constante en España. Mientras ahora cientos de jóvenes, cualificados, dejan el país en busca de oportunidades, en 1907 muchos andaluces se vieron obligados a emigrar. La meta era la misma. No se trataba de vivir una aventura, sino de sobrevivir. Por aquel entonces, cientos de andaluces acudían a la oficina de Carlos Crovetto en calle Ríos de Rosa, de Málaga. A él remitía el anuncio donde se convocaba a los ciudadanos para trabajar en la caña de azúcar, pero a miles de kilómetros: en Hawái. España arrastraba la crisis de 1898, con la pérdida de Cuba. Aquella miseria, junto al latifundismo y las hambrunas en el campo español a comienzos del siglo XX, impulsaron a muchas familias a acogerse a esta oferta laboral en Hawái, con los gastos pagados del viaje. “Allí ofrecían a los varones entre 20 y 22 duros americanos. También una paga a sus mujeres e hijos, si eran mayores de quince años. También tendrían vivienda, agua y escuela gratuita. A los tres años de trabajo, si el resultado era bueno, se le cedía la casa y una fanega de tierra”, explica James Fernández, profesor de Literatura y Cultura españolas en Universidad de Nueva York. Él, junto con el periodista Luis Argeo, rastrean todos los pormenores de esta historia.
Aunque en aquellos años la emigración de españoles a países de habla hispana se criticaba como fracaso del Estado, hacerlo a un territorio tan lejano, poblado principalmente por personas de origen asiático, y regido por Estados Unidos, provocó aún más consternación e indignación entre los comentaristas de la época. En total, entre 1907 y 1913, se calcula que unos 8.000 españoles fueron hasta la isla del Pacífico en busca de un mejor porvenir. La mayoría de estos emigrantes, andaluces. Dos de ellos fueron Manuel Lubían Butelo y María de la Concepción Sánchez, de Córdoba. “Manuel trabajaba como picapedrero, labrando piedras para iglesias y edificios de la ciudad, además de construir fuentes y muebles de mármol”, recuerda una de sus descendientes, Yvonne Dress, desde California.
El anuncio para emigrar a Hawai.

El 7 de marzo de 1907 llegaría al puerto de Málaga el primer barco a vapor, el Heliópolis, un acontecimiento para la ciudad. Su salida se retrasaría por falta de condiciones higiénicas hasta el día 10. Muchos pasajeros se sintieron estafados y 500 personas se bajaron del barco, arrepentidas. Quienes sí se quedaron fueron Manuel, su esposa y sus siete hijos. Entre ellos, una pequeña de ocho años, Fuensanta, que se alejaría para siempre de sus raíces para crecer en un nuevo país. Su hija, Yvonne, y su nieta, Sue, la conocerían como Frances Anita Butelo. Nadie sabe el porqué del cambio de nombre. 
“Manuel trabajaba como picapedrero, labrando piedras para iglesias y edificios de la ciudad, además de construir fuentes y muebles de mármol”, recuerda una de sus descendientes, Yvonne Dress, desde California
Desde Málaga, toda la familia emprendió un viaje que duraría más de 52 días. El Canal de Panamá estaba en obras, y la única ruta era cruzar el Atlántico y dar la vuelta a América del Sur para entrar en el Pacífico. La primera sorpresa del recorrido llegó con un nacimiento, según apunta Yvonne: “Fue María de las Nieves, una de mis tías. El parto ocurrió entre el Estrecho de Gibraltar y las islas Canarias. Fue el primer bebé que nació en el Heliópolis, nacida de padres españoles, en un barco griego, bajo bandera inglesa y bautizada en Hawái. Se convirtió, automáticamente, en ciudadana americana”. Desde Gibraltar, seis barcos más harían el mismo trayecto, con igual destino, aunque en ellos las experiencias vividas fueron peores, “como las epidemias, con las que murieron muchos pasajeros, principalmente niños”, anota James.
Con Hawái anexionado a Estados Unidos, los nuevos ocupadores de las islas esperaban ansiosos a estos emigrantes para el cultivo de la caña de azúcar. Hasta entonces la mayoría de los trabajadores eran asiáticos: japoneses, chinos y filipinos. “Por motivos no exentos del racismo de la época, los plantadores de caña de azúcar querían blanquear y estabilizar la mano de obra en el archipiélago, mediante el reclutamiento activo de familias enteras de gente de extracción europea. Las buscaban para colonizar definitivamente las islas. Querían familias “blancas” con conocimiento del cultivo de caña de azúcar; y por ello volvieron los ojos a Portugal (Madeira y las Azores), Puerto Rico, y el sur de España (Granada y Málaga en particular)”, explica James.
El 27 de abril llegó a Hawái la familia de Yvonne: “Mi madre recordaba que, a su llegada, ella y su hermana Concha hicieron una demostración de bailes españoles”. Ellos, como el resto de las familias, pasaban un periodo de cuarentena. Después, la Asociación de Plantadores de Caña colocaba a las familias según las necesidades de trabajo. “Examinaban las manos de todos. Si eran fuertes, los contrataban para el campo. Si eran manos más delicadas, los destinaban a trabajos no comerciales”, narra Yvonne. Su abuelo llegó a ser capataz de la fábrica de azúcar. A todos les ofrecían una cabaña con dos dormitorios, cocina y salón. Los hornos y los aseos eran compartidos con otras familias.
DE HAWÁI A CALIFORNIA
James matiza que hay testimonios de todo tipo: “Algunos descendientes consideran que fue una buena oportunidad para aquellas familias. Para otros, fue una experiencia desagradable”. De hecho, dos de cada tres volvieron a emigrar. Esta vez, de Hawái a California. “Aunque se regalaba tierra a las familias para que tuviesen un huerto propio del que alimentarse, a veces no era suficiente. Era el caso de la mía, con tantos descendientes. Por eso muchos emigraron a California”, sostiene Yvonne. Sue recuerda que, en las conversaciones familiares, para algunos “el viaje en el Heliópolis fue maravilloso, en un impresionante barco de vapor; pero también escuché a otros decir que fue sólo un barco de ganado glorificado con el paso del tiempo”.
“Aunque se regalaba tierra a las familias para que tuviesen un huerto propio del que alimentarse, a veces no era suficiente”
Yvonne Dress, junto a su hijo y nieto. Ya son cinco generaciones descendientes de la familia Butelo.
James y su equipo siguen recogiendo los recuerdos e historias entre las decenas de miles de descendientes que, a tantos kilómetros, se sienten unidos con Andalucía. Sue, la nieta de Anita Butelo, reconoce que muchas veces piensa en la valentía de su familia para cruzar medio mundo en aquella época: “¿Hasta qué punto puede estar desesperada una familia para partir, estando mi abuela embarazada, y dejar España a su edad y con tantos hijos?”, reflexiona, sorprendida. También rememora cuando su abuela contaba que sabía bailar “hula” y cómo en las conversaciones con sus hermanas las palabras españolas e inglesas se mezclaban. “De todas”, matiza, “recuerdo sobre todo cuando ella me bañaba. Mi palabra favorita era… ¿sabacco?”, pregunta, entre risas, para confirmar si es correcta. Yvonne sigue buscando datos de su familia a través de Internet, intentando localizar descendientes y testimonios. Para Sue, su sueño es hacer el viaje de sus ancestros pero a la inversa, para conocer sus raíces andaluzas y “disfrutar de las calles, los sonidos y los sabores de Córdoba”.



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