Al igual que el calentamiento global refuta
el discurso del crecimiento, el déficit democrático revelado por la vigilancia
masiva debería llevar a cuestionarnos el principio de que “más información es
siempre mejor”
EDUARDO ESTRADA |
En la era post-Snowden, las sociedades
democráticas se enfrentan a dos opciones. La más fácil es que las cosas
continúen como de costumbre, pretendiendo que el insaciable deseo de datos por
parte de la NSA es tan solo una aberración que puede rectificarse mediante
algunos apaños en varios aspectos del aparato técnico-legal existente. De este
modo, podremos reajustar los protocolos de datos irregulares, introducir más
códigos cifrados en las redes y aprobar nuevas leyes que supervisen a la NSA.
Pero también
podríamos decidirnos por una opción más exigente que la de permitir que las
revelaciones de Snowden representen poco más que la simple y sistemática
extralimitación administrativa de unos pocos burócratas fuera de control.
Siguiendo esa opción, esas revelaciones nos advierten de una emergente —y
escasamente reconocida— amenaza para el ethos democrático, que sólo podrá
empeorar a medida que los medios para recopilar, registrar y analizar más datos
se hagan más omnipresentes.
La razón por
la que es tan difícil reconocer esa amenaza es bastante sencilla: tal
conclusión entraría en contradicción con la edulcorada narrativa de la economía
de la información, que asume que el crecimiento puede ser eterno: Google,
Facebook y sus mil imitadores de Silicon Valley operan todos basándose en la
premisa de que no hay límites para el número de datos que pueden producirse,
recopilarse, comercializarse y compartirse. ¡Tener más información es siempre
mejor! Ese es su eslogan.
Bajo ese
amplio paraguas de la “información” se da un paralelismo con algunos aspectos
de la economía que podría resultar ilustrativo. Durante mucho tiempo, la
asunción del crecimiento infinito —con el PIB como única referencia para
valorar las políticas gubernamentales— imperó también en ese campo. Las primeras
voces críticas a comienzos de los años 70 quedaron rápidamente ahogadas por el
abuso de propaganda en favor del libre mercado protagonizado por Margaret
Thatcher y Ronald Reagan, pero las objeciones al crecimiento como único foco de
la actividad económica se reanudaron durante la última década, como
consecuencia de la preocupación sobre el calentamiento global.
Esa postura
crítica está siendo sostenida por los seguidores del movimiento a favor del
“decrecimiento”, que es popular en Europa pero que goza de muy poca aceptación
en Estados Unidos. El objetivo de ese movimiento no es sólo el de cuestionar la
sensatez ecológica de seguir la vigente moda pro-crecimiento, sino también el
de restar importancia a la primacía intelectual de utilizar indicadores como el
PIB para evaluar y desarrollar las políticas públicas. Como señala Yves-Marie
Abraham, sociólogo canadiense y uno de los defensores de la agenda del decrecimiento,
“no se trata de la disminución del PIB, sino del fin del PIB y de todas las
otras mediciones cuantitativas como indicadores del bienestar”.
No es este
el momento o el lugar para valorar los méritos de la propuesta del
decrecimiento respecto a la economía. Pero es difícil negar que ha planteado
interesantes desafíos intelectuales a la corriente económica predominante. Una
sólida defensa de la postura a favor del crecimiento requiere hoy abordar las
preocupaciones sobre el cambio climático. ¿Y qué decir del incómodo hecho de
que no hay una sencilla relación lineal entre crecimiento y felicidad? Y, si
más crecimiento no hace a la gente más feliz, ¿por qué debiéramos situarlo
precisamente en el centro de la política económica?
Como
paradigma alternativo para gestionar la actividad productiva, al menos el
“decrecimiento” ha tenido como resultado un nuevo y provocativo pensamiento
sobre la política y la economía. Pero tal paradigma alternativo aún no se ha
dado con respecto a la información. Los actuales esfuerzos por plantear
diferentes maneras de relacionarse con la tecnología y la información huelen a
soluciones privatizadas y trascendentaloides que operan a nivel individual, no
a nivel colectivo: se nos anima a probar curas de “desintoxicación digital”
para revitalizar nuestro sentido de la realidad, a instalar aplicaciones que
nos harán más “conscientes”, a pasar tiempo en lugares en cuyas dependencias
estén prohibidos los aparatos electrónicos.
Tardar dos segundos más en encontrar una pizzería en Google
parece un precio razonable a cambio de un futuro decente
parece un precio razonable a cambio de un futuro decente
Ninguna de
estas soluciones ofrece una alternativa intelectual coherente al vigente
paradigma de “más información es siempre mejor”. La razón es simple: los
teóricos del decrecimiento tienen al “hombre del saco” real del calentamiento
global como el desastre definitivo al que invocar para reorientar nuestro
proceso de pensamiento. ¿Qué mejor manera de conseguir que la gente actúe que
recordarle que está destruyendo lentamente la civilización?
Sin embargo,
la visión de semejante desastre, hasta ahora ha estado ausente del debate sobre
la información. Todo lo que vemos son preocupaciones sobre la salud personal,
sobre la reducción de los periodos de atención, o sobre la distracción. Esas
son preocupaciones sobre individuos, no sobre colectivos. No es extraño que se
inclinen por soluciones privadas, tales como aplicaciones para recobrar la
concienciación.
Pero no se
necesita ser un genio para captar cuál es el equivalente apropiado al
calentamiento global en este caso: es la gradual evaporación del espíritu
democrático de nuestro sistema político. Esa evaporación está teniendo lugar
cuando una ingenua fe en los Big Data elimina los espacios que han sido
previamente abiertos a la deliberación pública —¿quién necesita de ese confuso
debate sobre los fines alternativos cuando uno dispone de los datos para
seleccionar los mejores medios posibles?— mientras produce ciudadanos que,
atrapados en los interminables ciclos de retroalimentación de los sistemas burocráticos
modernos, entregan el proceso político a los tecnócratas, a los que siempre les
gusta intervenir con retoques cuando se trata de cambios de mínimo calado en el
sistema, pero raras veces se interesan por los de gran calado.
En lugar de
poner a prueba a Silicon Valley con los detalles, ¿por qué no reconocer
sencillamente que los beneficios que ofrece son reales, pero que —lo mismo que
un todoterreno o un aire acondicionado siempre encendido— sus costes pueden no
merecer la pena? Sí, la personalización de las búsquedas nos ofrece resultados
fabulosos, dirigiéndonos a la pizzería más próxima en 2 segundos en vez de 5.
Pero esos tres segundos de ahorro requieren de un almacenamiento de datos en
algún lugar de los servidores de Google y, después de Snowden, nadie está
realmente seguro de qué va a pasar con esos datos y los muchos modos en que se
pueda abusar de ellos.
Así que
dejémonos de discusiones semánticas: para mucha gente, Silicon Valley ofrece un
gran y práctico producto. Pero si ese gran producto al final va a asfixiar al
sistema democrático, entonces quizá debiéramos rebajar nuestras expectativas y
aceptar el hecho de que dos segundos extra de búsqueda —como el de un coche más
pequeño y más lento— podría ser un precio razonable a cambio de tener un futuro
decente.
Las
soluciones mercantiles al problema de la privacidad propuestas por algunos
críticos del sistema actual —Jaron Lanier, por ejemplo, sostiene que debería
permitirse a la gente poseer y comerciar con sus propios datos, sobre la base
de un sólido régimen de propiedad en materia de datos— no es probable que sean
más efectivas para hacer frente a esta lenta erosión de la democracia que las
soluciones mercantiles al problema del calentamiento global. ¿Recuerdan el
Emission Trading Scheme (Sistema de Comercio de Emisiones) tan celebrado en su
día por la Unión Europea? Ha sido un fracaso considerable.
El problema
al que nos enfrentamos no es el de la ausencia de control sobre los datos
individuales. Es el hecho de que, armados con tantos datos, los sistemas
políticos modernos parecen creer que pueden prescindir de los ciudadanos; y los
ciudadanos, mientras disfruten de los “contenidos” de la cornucopia digital, se
encuentran demasiado a gusto como para abandonar el reino de lo político. Crear
un mercado personal de datos con estas condiciones solamente conseguiría
acelerar el ya rápido declive del sistema democrático.
La
aplicación de ideas sobre decrecimiento o la adopción de algún otro paradigma
intelectual podrían suponer un reto al “más información es siempre mejor”, pero
en cualquier caso necesitamos perentoriamente imaginar nuestra alternativa al
déficit democrático revelado por Snowden. Ni piratas informáticos ni leguleyos
van a salvarnos: el debate sobre Snowden necesita pensadores que se manejen con
tanta fluidez con los códigos y con el derecho constitucional como lo hacen con
la economía y la política.
Evgeny
Morozov es profesor
visitante en la Universidad de Stanford y profesor en la New America
Foundation.
Traducción de Juan Ramón Azaola.
Fuente: www.elpais.com
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