De Virgilio a Rushdie, la historia de la
literatura está jalonada de ataques a la libertad de expresión
Werner Fuld lo recuerda en un libro y
alerta sobre los tics enquisitoriales sobre las artes
Miembros del partido nazi en la
confiscación de libros en Hamburgo, en 1933. / cortesía rba
Muchas veces
el fuego se ha quedado huérfano para alegría de la eternidad. Ahí están la Eneida
y Lolita,separadas por más de 20 siglos, pero hermanadas, más allá de su
belleza literaria, por las infructuosas llamas que sus propios autores les
prometieron, y con las que las han amenazado algunos autonombrados guardianes
de las ideas políticas, religiosas, sociales, éticas o morales.
Un aura de
ceniza parece el sino de muchos libros a lo largo de los 35 siglos de creación
de la escritura. El autor y crítico literario alemán Werner Fuld sigue ese
rastro vergonzoso del ser humano para relatar la historia de las obras que
fueron salvadas de la censura y la persecución en Breve historia
de los libros prohibidos (RBA). Un libro de arena de todos los
tiempos y las civilizaciones sobre los obstáculos y trampas a la creación
literaria que se convierte en una llama que hace ver la necesidad de estar
siempre alertas ante la perpetua tentación de vigilantes e inquisidores con
listas de libros prohibidos y la cerilla en la mano.
“No se puede
negar que la mayor parte de la literatura universal estimula el pensamiento
propio. En interés de la paz social, esta perturbación es intolerable”, asegura
irónicamente Werner Fuld, al recordar la crítica de Ray Bradbury en Fahrenheit
451.
Páginas que
alumbran los pasadizos que han hecho posible el milagro de poder disfrutar de
esos textos “sospechosos” y de escritores rescatados del balanceo al borde del
abismo, e incluso de aquellos que alcanzaron a caer o de los que fueron
arrebatados como Jonás de la ballena.
Virgilio,
Diderot, Dos Passos, Voltaire, Zola, Nabokov, Ovidio, Rousseau, Sartre,
Hemingway, Balzac, Faulkner, Gorki, Kant, Melville, Hammett, Joyce, Descartes,
Proust, Quialong, Beauvoir, Cleland, Goethe, Wilde, Genet, Solzhenitsyn, Kafka,
Flaubert, Lorca, Zweig, Baudelaire, Lawrence, Mandelstam, Sade, Sagan, Ibsen,
Hernández, Ginzburg, Bulgákov, Rushdie…
Hay varias
clases de muertes, prohibiciones y resurrecciones literarias: la de los libros
que el propio autor una vez creados se arrepiente y no quiere darles más vida;
la de los libros que quieren vivir y su escritor lo busca a toda costa, pero
alguien, un editor o un amigo, se niega a darles ese derecho; y están los
libros que una persona más poderosa, desde un gobernante hasta una institución
religiosa o en nombre de la sociedad, busca eliminarlos.
“Saber leer
(y escribir) es un acto de apropiación del mundo. El que aprende a leer unas
cuantas palabras ‘pronto podrá leer todas las palabras’, como dice Alberto
Manguel, y, si comprende que con una frase se ha apropiado de una parte del
mundo no se dará por satisfecho con una sola frase”, explica Fuld en su ensayo.
Una celebración por la manera en que la creación ha burlado el destino.
Y un brindis
por aquellos que no hicieron caso a los últimos deseos de muchos escritores de
no dejar vestigios de sus textos. Uno de los primeros fue Virgilio. No se sabe
por qué en su testamento ordenó quemar la Eneida, pero, por fortuna, el
emperador Augusto ignoró su última voluntad. Veinte siglos después de los
hechos que permitieron que el mundo leyera la Eneida, Franz Kafka quemó
manuscritos que no le gustaban. Pero luego, su albacea Max Brod no respetó su
voluntad y el mundo ha leído El castillo y El proceso.
Un caso en
el que se juntan en el autor el impulso de eliminar primero y de publicar después
es el de Vladimir Nabokov con Lolita. Un clásico del siglo XX que
cuando era un borrador titulado El hechicero Nabokov quiso quemar y su
esposa Vera rescató de las llamas. Hasta que el 6 de diciembre de 1953, el
autor la terminó para empezar un viacrucis al ser rechazada por cuatro
editoriales que la consideraban “inmoral” y muchas cosas más, hasta que, dos
años más tarde, logra publicarla en París en Olympia Press, una editorial de
obras eróticas. Y en Estados Unidos solo hasta 1958 tras una batalla judicial.
A esos
fuegos individuales se suman las hogueras que han prendido y querido prender
gobernantes, de todos los niveles, e instituciones religiosas o de cualquier
otra índole en nombre del bien común. Desde el mismo Augusto, que un día feliz
salvó la Eneida, y otro desdichado ordenó la primera quema masiva de
libros en Roma por cuestiones religiosas, hasta el nazismo, los regímenes
chinos o los conflictos en los Balcanes o en Irak e Irán. España misma padeció
con Francisco Franco decisiones de este tipo cuando recién llegado al poder,
que ostentaría durante 36 años, ordenó en 1939 quitar de las bibliotecas las
obras de autores “degenerados”. “Franco que era católico”, recuerda Fuld,
“podría haber tomado el Index romano como referencia, pero lo cierto es
que en este catálogo no aparecen ni Goethe ni Ibsen, que sí estuvieron en la
lista española”.
Episodios
sombríos y asombrosos que tienen un capítulo en la literatura porque varios
escritores han novelado dichas experiencias. Entre las más recientes están Balzac
y la joven costurera china, de Dai Sijie; El librero de Kabul, de
Asne Seierstad, y Lolita en Teherán, de Azar Nafisi.
¿Acaso están
las ideas políticas, religiosas o morales con intereses particulares por encima
del arte? La historia muestra que lo que hay más allá del índice acusador es la
victoria de la belleza prohibida. Del recordar el origen cuando la palabra era
vida, pero no vivía. Era como la luz de la luciérnaga, intermitente, volátil,
inatrapable, hasta que los sumerios empezaron a darle cuerpo con signos
trazados en estilete o punzón en tablillas de arcilla, piedra, madera o
cualquier objeto noble que las recibiera. Así empezaron el camino al arte, a la
eternidad, a vivir ante quien las descifra con su lectura, y a vivir y vivir
ante quien las revive en su boca para darles sonidos, como estos versos de Las
flores del mal, de Baudelaire, salvados de la inquisición literaria:
“¿Vienes del
cielo profundo o sales del abismo,
Oh belleza?
Tu mirada, infernal y divina,
vierte
confusamente el favor y el crimen,
y por eso se
te puede comparar al vino”.
* Breve historia de los libros
prohibidos. Werner Fuld. Traducción de Marc Jiménez Buzzi. Editorial RBA.
383 páginas.
Destrucciones masivas de libros
La primera
destrucción masiva de libros ocurrió en Summer (entre los ríos Éufrates y
Tigris) hace unos 5.300 años, por deterioro, desastres y conflictos bélicos.
La primera
quema de libros en Roma la ordenó Augusto en el siglo 12 a.C. con obras
oraculares y proféticas. Buscaba que nadie pusiera en duda sus ideas políticas.
La
biblioteca de Alejandría, fundada a comienzos del siglo III a.C., habría
terminado por múltiples motivos: incendios bélicos, orden de destrucción por
parte de los árabes, ataques de los cristianos, terremotos y la falta de
presupuesto.
La Iglesia
católica creó en el siglo XVI el Índice de libros prohibidos que tuvo muchas
ediciones, hasta que en 1966 Pablo VI lo suprimió.
En 1933 se hizo en Alemania el
llamado Bibliocausto nazi ejemplo paradigmático de como la política atenta
contra las obras de arte.
Fuente: www.elpais.com

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