Daniel Molina Jiménez | Investigador de Historia
Contemporánea
nuevatribuna.es
| 08 Diciembre 2013 - 17:31 h.
El pasado
día 6 de diciembre se celebró el acostumbrado acto de homenaje a la
Constitución donde el Presidente del Congreso pronuncia un discurso que
es escrutado con interés y detalle por el resto de líderes – que también
realizan declaraciones – y los partidos políticos. Cualquiera que no esté al
corriente de la actualidad en España pero que haya presenciado ese acto, puede
sacar la conclusión clara de que a España le sucede algo, pero no existe el
modo de saber cómo solucionar lo que sucede.
En tiempos
de fuertes controversias, probablemente estemos asistiendo a un cambio en el
significado de la Constitución, según el grupo político al que se refiera.
Hasta no hace muchos años, el discurso oficial – compartido por todos los
partidos políticos – estribaba en que la Carta Magna era un marco que había
posibilitado la pluralidad del Estado y la convivencia de todos los ciudadanos
además un progreso material inédito hasta entonces en nuestra historia
contemporánea.
Hoy sin
embargo, las cosas han cambiado mucho y la Constitución ha dejado de ser la
clave de bóveda de las distintas ideologías. Además, la corrupción y la crisis
han destapado debilidades del sistema político y los ciudadanos están
cada vez están más desilusionados por el régimen democrático nacido en 1978.
Así las cosas, los partidos políticos han ido adaptando su discurso
constitucional según sus intereses tratando de conectar con sus votantes.
Para el PP la Constitución sigue teniendo plena vigencia y el reto soberanista
solo se solucionaría cumpliendo la Constitución puesto que todo se debe a una
deslealtad de los partidos nacionalistas en Cataluña. La Constitución sería así
la solución y cauce natural para integrar las distintas sensibilidades. Y esto
es así, porque la Carta Magna permite el pacto, la transacción, el acuerdo en
materias sensibles que disipen las disidencias. Para el PSOE, estamos ante una
crisis de Estado que tiene que ver con la desafección política y social de las
nacionalidades en la Constitución (especialmente en Cataluña). La única
solución a esta desafección – que es mayoritaria en esas nacionalidades – es
ofrecer una oferta del Estado, articulando un nuevo reparto del poder con el
único límite de la soberanía nacional que es indivisible. Para los
nacionalistas, la Constitución es un dique que impide el desarrollo de su
soberanía y oscilan entre romper con el Estado o articular una propuesta de
máximos que permita a las nacionalidades algún tipo de soberanía y estructura
estatal.
Las
posiciones analizadas están muy distanciadas entre sí y no parece vislumbrarse
una vía de solución de la articulación y vigencia del Estado en la medida en
que las propuestas del nacionalismo soberanista desbordan cualquier marco
constitucional posible. La imposibilidad, por el momento, de articular una
solución, pone de manifiesto la gravedad de la crisis. La Constitución,
signifique lo que signifique para cada partido, ha dejado de ser el modo
de integrar la diversidad y por este motivo la desafección en las
nacionalidades es cada vez mayor. Así las cosas, la conmemoración de la
Constitución se ha convertido en un acto donde algunos partidos aparecen, otros
como Izquierda Unida desertan de manera incomprensible por reclamar un proceso
constituyente, manifestando su falta de respeto a los ciudadanos y la
incoherencia de una protesta que si fuera sensata se haría también en el día a
día parlamentario, y otros, directamente, organizan actos alternativos o
frentes soberanistas. La Constitución es motivo de división y lo más
importante, ha dejado de ser operativa para integrar la diversidad. La
crisis, gravísima, exigiría una negociación de todos los partidos para poner en
común los problemas y articular soluciones, que seguro existen. Sin embargo,
parece que estemos viviendo en medio de una desgracia puesto que no solo los
principales partidos no se reúnen para abordar la crisis sino que se tiran
excusas a la cabeza sobre la propia Constitución, el PSOE porque acusa al PP de
inmobilismo y el PP porque no quiere abrir la reforma sin tener claros los
objetivos. En realidad, el problema está el PP, no consigo mismo, sino con sus
bases y sus poderes fácticos-mediáticos que se oponen radicalmente a cualquier
reforma. Ésta es la tragedia de la España actual: que en medio de una crisis de
consecuencias imprevisibles, la única política posible es la parálisis.
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