La democracia
“integral”, las nuevas tecnologías, las tensiones nacionalistas y la llegada
del desencanto: Francisco Ayala fue construyendo en sus artículos periodísticos
una suerte de “biografía” de la España reciente
EDUARDO ESTRADA
En 1980, y en un artículo en el que abordaba cuestiones
relacionadas con la lengua española, Francisco Ayala se refería ya a la
“democracia integral” y hablaba de la cultura de masas como marca ineludible de
nuestro tiempo. Es decir, apuntaba que la democracia ya no tenía tanto que ver
con la igualdad de oportunidades, sino más bien con el abandono de cualquier
distinción para hacer de la sociedad entera una masa amorfa, y señalaba que, en
la medida en que todos podían incorporarse gracias a la tecnología a unos
referentes globales, carecían ya de sentido los viejos moldes asociados a la
cultura tradicional. En 1982 insistía en que los nuevos artefactos estaban
sirviendo para poner de inmediato en comunicación los lugares más distantes,
pero que empezaban de paso a borrar los signos más
próximos, limando cada vez más cualquier diferencia y
unificando los estilos y formas de vida. A Ayala, un caballero formado en las
exquisitas hormas de la burguesía ilustrada de principios del siglo pasado,
todos esos cambios no le satisfacían demasiado. Y criticaba, por tanto, la
“grosería léxica y la incuria formal” que estaban por esos días de moda.
El sexto volumen de las Obras
completas (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores) de Francisco Ayala
reúne los artículos que escribió entre 1976 y 2005, “de vuelta en casa”, como
reza su título. Seguramente es un libro que contiene muchos libros, pues invita
a lecturas muy diferentes, pero hay una que resulta la más tentadora de todas:
la de seguirlo como un observador implacable de la Transición. Ayala, que tuvo
que vivir fuera tras terminar la Guerra Civil y que dio clases, mientras
escribía de manera infatigable, en distintos lugares —Buenos Aires, San Juan de
Puerto Rico, Princeton, Rudgers, Nueva York, Chicago—, se instaló de nuevo en
España en 1976. Conviene subrayar que su peculiar trayectoria vital y, sobre
todo, el no haber estado implicado en las batallas políticas de la oposición
antifranquista lo situaban en un observatorio privilegiado. No estaba sujeto ni
a complicidades personales ni a compromisos partidistas y, además, había
viajado, convivido con gentes muy diversas y conocido de cerca distintos
regímenes democráticos. Estaba vacunado, por tanto, contra las grandes
ilusiones que despertaba en esos días la España que surgía de la dictadura, así
que pudo calibrarla con los pies sujetos a tierra. No fue, como tantos otros,
de los que cayó en las redes del llamado desencanto.
En Contra el poder, un
artículo de 1990, definía con extrema modestia la “función intelectiva” del
intelectual: “Es el esfuerzo que todos hacemos por introducir un elemento de
racionalidad en nuestra conducta, dignificando así aquello a que nos obliga la
animal condición”. Y poco más adelante escribía: “El intelectual que —acaso por
consideraciones prácticas quizá no mezquinas, tal vez muy válidas— miente en lo
que proclama, o meramente simplifica —ocultando o disimulando su
problematicidad— el tema en cuestión, quizá cumple así un deber cívico, pero
traiciona con ello su condición de intelectual”.
Ayala no la traicionó en ningún
momento. Ni ocultó ni disimuló la complejidad del fenómeno al que estaba
asistiendo, ni renunció a abordar cuanto de problemático hubiera en los asuntos
que trataba, ya fueran la figura de Eduardo Mallea, los chismes de las revistas
del corazón, la expansión del español, el feminismo militante, la legalización de las drogas, una
exposición de Dalí —“Con muy buena fe quiere hacerse política cultural,
alta política. Y de ahí, pifias tan ridículas como esa glorificación oficial de
Dalí, cuyo caso digo que puede considerarse ejemplar”— o, en fin, la subasta de
una tostada que había comido George Harrison el 2 de agosto de 1963. Nada le
resultaba indiferente y acudía a cualquier reclamo con la voluntad de
analizarlo desde distintos ángulos
y de pronunciarse al respecto, no sin un punto de ironía y siempre con la
elegancia de su prosa. En 1976 publicó una serie de cinco largos artículos en
este periódico, bajo el título genérico de España, a la fecha, donde
establecía las reglas de juego que iban a gobernar su tarea, desplegaba sus
instrumentos de análisis, ponía sobre el tapete sus armas y su mirada, y
procedía a dar cuenta del desafío: “El gran problema que se le plantea a
nuestro país es el de hallar cauces institucionales adecuados para el
funcionamiento del régimen democrático que corresponde a una sociedad abierta
en proceso de creciente industrialización”.
Y a eso se dedicó de manera
incansable hasta que empezaron a fallarle las fuerzas. “Ayala”, escribe Santos
Juliá en el prólogo de este volumen, “era el mejor equipado para continuar, de
vuelta a España, aquella tarea de escritor público que consistía en ‘rendir
testimonio del presente, procurar orientarnos en su caos, señalar sus
tendencias profundas y tratar de restablecer dentro de ellas el sentido de la
existencia humana”.
Frente a los españoles de aquellos
días, que de tanto anhelarla habían convertido a la democracia en una suerte de
milagro que todo iba a arreglarlo, Ayala nunca se engañó. En Libertad, ¿para
qué? aludía en abril de 1981 al “frustrado golpe de Estado de este
febrerillo loco” para afirmar que había sido una advertencia contundente de que
“no hay paraísos en la tierra y que, al final de cuentas, bien podemos
sentirnos contentos de vivir —y poder dar señales de vida— en esta democracia
calificada por algunos con estética exquisitez de aburrida, desangelada y
torpona. Pues ¿dónde está escrito que la democracia haya de ser una fiesta
continua y la libertad un desbordamiento sin límites?”. Tampoco cayó Ayala en
la trampa, en la que tantos sucumbieron, de rescatar en aquellos días de
mudanza, como apunta Santos Juliá, “los manidos clisés de la España eterna”.
Así que no trató a la democracia ni
como una fiesta continua ni como un brebaje que curaría de golpe todos nuestros
antiguos males, tampoco participó en los galimatías que procuraron sentenciar
sobre la esencia de España. “La sociedad española”, escribió en 1982 (De tú
por tú: el tratamiento), “ha sufrido una transformación casi increíble y
presenta ahora una fisonomía que se asimila al resto de sociedades democráticas,
transformación que se manifiesta en las estructuras e instituciones básicas y
de un modo aún más profundo en las actitudes, comportamientos y valoraciones de
la gente; es decir, en las costumbres”. Y aplicó el bisturí para sondear lo que
había ahí adentro. Encontró, como recuerda Santos Juliá, que si bien el rancio
nacionalismo del franquismo parecía ya trasnochado, se había producido una
exaltación de las “idiosincrasias locales” con lo que se dio vuelo a otros
“nacionalismos de vía estrecha, no más palatables ni menos ridículos, ante
cuyos excesos se prefiere hacer la vista gorda”. Apuntó, ya en noviembre de
1976 —¡cuando todo estaba aún por hacerse!—, los problemas de las fórmulas
federalistas: “El inconveniente mayor estaría en que la multiplicación de
instancias burocráticas y de competencias oficiales en una pluralidad de
Estados con sus poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial —celosos, claro está,
de sus respectivas jurisdicciones y esferas de competencia— dentro del Estado
federal que los englobara a todos, constituye una carga económica insoportable
y —lo que es peor— un entorpecimiento que la vida moderna apenas puede sufrir”.
No, nunca escondió la complejidad
de ninguna de las opciones a las que se enfrentaba la joven democracia que
surgía en la Transición, ni a las que se enfrentó más adelante. Ayala habló de
“el observador en el escritorio” cuando trató de la obra del escritor brasileño
Carlos Drummond de Andrade, y es una calificación que le cuadra. El hombre que
mira, el hombre que escribe. Van pasando las cosas y toma nota puntual, busca
una perspectiva, hace acopios de sus lecturas, de su formación y de su
experiencia. Y se pronuncia, sin hacer concesión alguna, con honestidad. No hay
mucho más. El resto viene por añadidura: la lucidez, la oportunidad, la lección
moral o política.
Volver a los artículos
periodísticos de Ayala es, al margen del acuerdo o desacuerdo que se tenga con
sus contundentes opiniones, como levantar un espejo donde ver reflejada la
España de hoy en esa España que conquistaba la democracia. Y comprobar cuánto
se hizo y lo que queda por hacer.
Fuente: www.elpais.com

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