PIEDRA DE TOQUE. El libro póstumo de
Guillermo Cabrera Infante reconstruye los cuatro meses llenos de desaliento y
neurosis que pasó en La Habana antes de emprender el camino que lo llevaría al
exilio definitivo
FERNANDO VICENTE
El libro
póstumo recién publicado de Guillermo Cabrera Infante se titula Mapa
dibujado por un espía pero debería llamarse más bien El mapa de la
tristeza por el sentimiento de soledad, amargura, indefensión e
incertidumbre que lo impregna de principio a fin. Cuenta los cuatro meses y
medio que pasó en La Habana, en el año 1965, adonde había viajado desde
Bruselas —era allí agregado cultural de Cuba— por la muerte de su madre.
Pensaba regresar a Bélgica a los pocos días, pero, cuando estaba a punto de
embarcarse para el retorno a su puesto diplomático junto con sus dos pequeñas
hijas, Anita y Carola, recibió en el aeropuerto de Rancho Boyeros una llamada
oficial, indicándole que debía suspender su viaje pues el ministro de
Relaciones Exteriores, Raúl Roa, tenía urgencia de hablar con él. Regresó a La
Habana de inmediato, sorprendido e inquieto. ¿Qué había ocurrido? Nunca
llegaría a saberlo.
El libro
narra, a vuela pluma y a veces con frenesí y desorden, los cuatro meses
siguientes, en que Cabrera Infante vuelve muchas veces al ministerio, sin que
ni el ministro ni alguno de los jefes lo reciba, descubriendo de este modo que
ha caído en desgracia, pero sin enterarse nunca cómo ni por qué. Sin embargo,
al día siguiente de llegar, Raúl Roa lo había felicitado por su gestión como
diplomático y anunciado que probablemente volvería a Bruselas ascendido como
ministro consejero de la embajada. ¿Qué o quién había intervenido para que su
suerte cambiara de la noche a la mañana? Por lo demás, le seguían pagando su
sueldo y hasta le renovaron la tarjeta que permitía hacer compras en las
tiendas para diplomáticos, mejor provistas que las bodegas cada vez más
misérrimas a las que acudía la gente común. ¿Lo consideraba el gobierno un
enemigo de la Revolución?
La verdad es
que no lo era todavía. Había tenido un conflicto con el régimen en 1961, cuando
éste clausuró Lunes de Revolución, revista cultural que Cabrera Infante
dirigió durante los dos años y medio de su prestigiosa existencia, pero en los
tres años de su alejamiento diplomático en Bélgica había sido, según confesión
propia, un funcionario leal y eficiente de la Revolución. Aunque algo
desencantado por el rumbo que tomaban las cosas, da la impresión que hasta su
regreso a La Habana de 1965 Cabrera Infante todavía pensaba que Cuba enmendaría
el rumbo y retomaría el carácter abierto y tolerante del principio. En estos
cuatro meses aquella esperanza se desvaneció y fue allí, mientras, confuso y
temeroso por su kafkiana situación de incertidumbre total sobre su futuro,
deambulaba por sus amadas calles habaneras, veía la ruina que se apoderaba de
casas y edificios, las enormes dificultades que el empobrecimiento generalizado
imponía a los vecinos, el aislamiento casi absoluto en que se había confinado
el poder, su verticalismo y la severidad de la represión contra reales o falsos
disidentes, y la inseguridad y el miedo en que vivía el puñado de amigos que
todavía lo frecuentaban —escritores, pintores y músicos casi todos ellos—
cuando perdió las últimas ilusiones y decidió que, si salía de la isla, se
exiliaría para siempre.
Vive entregado en su fuero más íntimo a la voluntad de
cortar para siempre con su país
No lo dijo a
nadie, por supuesto. Ni a sus más íntimos amigos, como Carlos Franqui o
Walterio Carbonell, revolucionarios que también habían sido alejados del poder
y convertidos en ciudadanos fantasmas, por razones que ignoraban y que los
tenían, como a él, viviendo en una angustiosa y frustrante inutilidad, sin
saber lo que ocurría a su alrededor. Las páginas que describen el vacío
cotidiano de ese grupo, que trataba de atenuar con chismografías y fantasías
delirantes, entre tragos de ron, son estremecedoras. El libro no contiene
análisis políticos ni críticas razonadas al gobierno revolucionario; por el
contrario, cada vez que asoma el tema político en las reuniones de amigos, el
protagonista enmudece y procura alejarse de la conversación, convencido de que,
en el grupo, hay algún espía o de que, de un modo u otro, lo que allí se diga
llegará a los oídos del Ministerio del Interior. Hay algo de paranoia, sin
duda, en este estado de perpetua desconfianza, pero tal vez ella sea la prueba
a la que el poder quiere someterlos para medir su lealtad o su deslealtad a la
causa. No es de extrañar que, en estos cuatro meses, comenzara para Cabrera
Infante aquel vía crucis psicológico que, con el tiempo, iría desbaratando su
vida y su salud pese a los admirables esfuerzos de Miriam Gómez, su esposa, para
infundirle ánimos, coraje y ayudarlo a escribir hasta el final.
La
publicación de este libro es otra manifestación del heroísmo y la grandeza
moral de Miriam Gómez. Porque en él Guillermo cuenta, con una sinceridad cruda
y a veces brutal, cómo combatió el desaliento y la neurosis de aquellos cuatro
meses seduciendo a mujeres, acostándose a diestra y siniestra, y hasta
enamorándose de una de esas conquistas, Silvia, que pasó a ser por un tiempo
públicamente su pareja. Este y los otros fueron amores tristes, desesperados,
como lo es la amistad y la literatura y todo lo que Cabrera Infante hace y dice
en estos cuatros meses, porque a lo que de veras vive entregado en su fuero más
íntimo es a su voluntad de escapar, de cortar para siempre con un país para el
que no ve, en un futuro próximo, esperanza alguna.
Escrito con total espontaneidad, conmueve mucho más
que si hubiera sido revisado
No fue una
decisión fácil. Porque él amaba profundamente Cuba, y, en especial La Habana,
todo lo que había en ella, principalmente la noche, los bares y los cabarets y
las bailarinas y sus cantantes, y la música, el clima cálido, las avenidas y
los parques —¡y sus cines!— por los que pasea incansablemente, recordando los
episodios y las gentes asociados a esos lugares, como para que su memoria
tomara debida cuenta de ellos en todos sus detalles, sabiendo que no volvería a
verlos, y poder recordarlos más tarde con precisión en sus ensayos y ficciones.
En efecto, es lo que hizo. Cuando por fin, luego de esos cuatro meses, gracias
a Carlos Rafael Rodríguez, líder comunista con el que el padre de Cabrera
Infante había trabajado en el partido muchos años, Guillermo consiguió salir de
Cuba con sus dos hijas, rumbo a España y al exilio, se llevó con él su país y
le fue fiel en todo lo que escribió. Pero nunca se resignó a vivir lejos de
Cuba, ni siquiera en los momentos en que obtuvo los mayores reconocimientos
literarios y vio cómo la difusión y el prestigio de su obra lo compensaban de
la feroz campaña de denigración y calumnias de que fue víctima durante tantos
años. Aunque decía que no, yo creo que nunca perdió la esperanza de que las
cosas fueran cambiando allá en la isla y de que, algún día, podría volver
físicamente a esa tierra de la que nunca había logrado desprenderse. Probablemente
sus males se agravaron cuando, en un momento dado, tuvo que reconocer que no,
que era definitivo, que nunca volvería y moriría en el exilio.
Me ha
impresionado mucho este libro, no sólo por el gran afecto que sentí siempre por
Cabrera Infante, sino por lo que me ha revelado sobre él, sobre La Habana y
sobre esa época de la Revolución Cubana. Conocí a Guillermo cuando era todavía
diplomático en Bélgica y se guardaba muy bien de hacer críticas a la
Revolución, si es que entonces las tenía. En la época que él describe yo estuve
en Cuba y ni vi ni imaginé lo que él y los demás personajes de este libro
vivían, aunque estuve con varios de ellos muchas veces, conversando sobre la
Revolución, y convencido que todos estaban contentos y entusiasmados con el rumbo
que aquella tomaba, sin sospechar siquiera que algunos, o acaso todos,
disimulaban, representaban, y, debajo de su entusiasmo, había simplemente
miedo. Antoni Munné, que, al igual que los dos libros póstumos anteriores, ha
preparado esta edición con desvelo, ha puesto al final una Guía de Nombres, que
da cuenta de lo ocurrido luego con los personajes que Cabrera Infante compartió
estos cuatro meses; es una información muy instructiva para saber quiénes
cayeron efectivamente en desgracia y sufrieron aislamiento y cárcel, o se
reintegraron al régimen, o se exiliaron o suicidaron.
Ha hecho
bien Antoni Munné en dejar el texto tal como fue escrito, sin corregir sus
faltas, algo que sin duda Cabrera Infante se propuso hacer alguna vez y no le
alcanzó el tiempo, o, simplemente, no tuvo el ánimo suficiente para volver a
enfrascarse en semejante pesadilla. Así como está, un borrador escrito con
total espontaneidad, sin el menor adorno, en un lenguaje directo, de crónica
periodística, conmueve mucho más que si hubiera sido revisado, embellecido,
transformado en literatura. No lo es. Es un testimonio descarnado y atroz,
sobre lo que significa también una Revolución, cuando la euforia y la alegría
del triunfo cesan, y se convierte en poder supremo, ese Saturno que tarde o
temprano devora a sus hijos, empezando por los que tiene más cerca, que suelen
ser los mejores.
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© Mario Vargas Llosa, 2013.
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Fuente: www.elpais.com

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