Día 8.12.13
Cuando se cumplían
cinco meses de la proclamación de la II República tuvo lugar uno de los
discursos más famosos que se dio en pleno debate de la llamada cuestión
religiosa en las Cortes Constituyentes, fue el pronunciado por Manuel Azaña,
entonces Ministro de la Guerra que, paso a conocerse como el discurso "España ha dejado de ser
católica" término que la derecha siempre saco del contexto en el que
se pronunciaron esas palabras y las manipuló y utilizo como arma arrojadiza
contra Azaña.
El Sr. Ministro de la Guerra (Azaña): Pido la palabra.
El Sr. Presidente: La tiene S.S.
El Sr. Ministro de la
Guerra: Señores, Diputados: Se me permitirá que diga unas cuantas palabras
acerca de esta cuestión que hoy nos apasiona, con el propósito, dentro de la
brevedad de que o sea capaz, de buscar para las conclusiones del debate lo más
eficaz y lo más útil. De todas maneras, creo que yo no habría podido excusarme
de tomar parte en esta discusión, aunque no hubiese sido más que para
desvanecer un equívoco lamentable que se desenvuelve en torno de la enmienda
formulada por el Sr. Ramos, y que algunos grupos políticos de las Cortes
acogieran. Esta enmienda, merced a la perdigonada que le disparó el Sr.
Ministro de Justicia en su discurso de la otra tarde, lleva, desde antes de ser
puesta a discusión, un plomo en el ala, y ahora, habiendo modificado la
Comisión su dictamen, la enmienda del Sr. Ramos ha perdido cierta congruencia
con el texto que está sometido a deliberación. No me referiré, pues, al fondo
de ella por no faltar a las reglas de la oportunidad,; pero, de todos modos,
para llegar a esta indicación, a esta salvedad y a esta eliminación del
equívoco, me interesa profundamente examinar los dos textos que se contraponen
ante la deliberación de las Cortes: el de la Comisión y el voto particular,
buscando más allá del texto legislativo y de su hechura jurídica la profundidad
del problema político que dentro de ellos se encierra.
A mí me parece, Sres.
Diputados, que nunca nos entenderíamos en esta cuestión si nos empeñásemos en
tratarla rigurosamente por su hechura jurídica, si nos empeñásemos en tratarla
rigurosamente por su hechura jurídica, si nos empeñásemos en construir un molde
legal sin conocer bien a fondo lo que vamos a meter dentro y si perdiésemos el
tiempo en discutir las perfecciones o las imperfecciones de molde legal sin
estar antes bien seguros de que dentro de él caben todas las realidades
políticas españolas que pretendemos someter a su norma.
Realidades vitales de
España; esto es lo que debemos llevar siempre ante los ojos; realidades
vitales, que son antes que la ciencia, que la legislación y que el gobierno, y
que la ciencia, la legislación y gobierno acometen y tratan para fines diversos
y por métodos enteramente distintos. La vida inventa y crea; la ciencia procede
por abstracciones, que tienen una aspiración, la del valor universal; pero la
legislación es, por lo menos, nacional y temporal, y el gobierno -quiero decir
el arte de gobernar- es cotidiano. Nosotros debemos proceder como legisladores
y como gobernantes, y hallar la norma legislativa y el método de gobierno que
nos permitan resolver las antinomias existentes en la realidad española de hoy;
después vendrá la ciencia y nos dirá cómo se llama lo que hemos hecho.
Con la realidad
española, que es materia de legislación, ocurre algo semejante a lo que pasa con
el lenguaje; el idioma es antes que la gramática y la filología, y los
españoles nunca nos hemos quedado mudos a lo largo de nuestra historia,
esperando a que vengan a decirnos cuál sea el modo correcto de hablar o cuál es
nuestro genio idiomático. Tal sucede con la legislación, en la cual se va
plasmando, incorporando, una rica pulpa vital que de continuo se renueva. Pero
la legislación, señores diputados, no se hace sólo a impulso de la necesidad y
de la voluntad; no es tampoco una obra espontánea; las leyes se hacen teniendo
también en presencia y con respeto de principios generales admitidos por la
ciencia o consagrados por la tradición jurídica, que en sus más altas
concepciones se remonta a lo filosófico y lo metafísico.
Ahora bien: puede
suceder, de hecho sucede, ahora mismo está sucediendo, y eso es lo que nos
apasiona, que principios tenidos por invulnerables, inspiraciones vigentes
durante siglos, a lo mejor se esquilman, se marchitan, se quedan vacíos, se
angostan, hasta el punto de que la realidad viviente los hace estallar y los
destruye. Entonces hay que tener el valor de reconocerlo así, y sin aguardar a
que la ciencia o la tradición se recobren del sobresalto y el estupor y
fabriquen principios nuevos, hay que acudir urgentemente al remedio, a la
necesidad y poner a prueba nuestra capacidad de inventar, sin preocuparnos
demasiado, porque al inventar un poco, les demos una ligera torsión a los
principios admitidos como inconcusos. De no ser así, Sres. Diputados, sucedería
que el espíritu jurídico, el respeto al derecho y otras entidades y especies
inestimables, lejos de servirnos para articular breve y claramente la nueva
ley, serían el mayor obstáculo para su reforma y progreso, y en vez de ser
garantía de estabilidad en la continuación serían el baluarte irreductible de
la obstrucción y del retroceso. Por esta causa, Sres. Diputados, en los pueblos
donde se corta el paso a las reformas regulares de la legislación, donde se
cierra el camino a la reforma gradual de la ley, donde se desoyen hasta las
voces desinteresadas de la gente que cultiva la ciencia social y la ciencia del
Derecho, se produce fatalmente, si el pueblo no está muerto, una revolución,
que no es ilegal, sino por esencia antilegal, porque viene cabalmente a
destruir las leyes que no se ajustan al nuevo estado de la conciencia jurídica.
Esta revolución, si es somera, si no pasa de la categoría motinesca, chocará
únicamente con las leyes de policía o tal o cual ley orgánica del Estado; pero
si la elaboración ha sido profunda, tenaz, duradera y penetrante, entonces se
necesita una transformación radical del Estado, en la misma proporción en que
se haya producido el desacuerdo entre la ley y el estado de la conciencia
pública. Y yo estimo, Sres. Diputados, que la revolución española cuyas leyes
estamos haciendo es de este último orden. La revolución política, es decir, la
expulsión de la dinastía y la restauración de las libertades públicas, ha
resuelto un problema específico de importancia capital, ¡quien lo duda!, pero
no ha hecho más que plantear y enunciar aquellos otros problemas que han de
transformar el Estado y la sociedad españoles hasta la raíz. Estos problemas, a
mi corto entender, son principalmente tres: el problema de las autonomías
locales, el problema social en su forma más urgente y aguda, que es la reforma
de la propiedad, y este que llaman problema religioso, y que es en rigor la
implantación del laicismo del Estado con todas sus inevitables y rigurosas
consecuencias. Ninguno de estos problemas los ha inventado la República. La
República ha rasgado los telones de la antigua España oficial monárquica, que
fingía una vida inexistente y ocultaba la verdadera; detrás de aquellos telones
se ha fraguado la transformación de la sociedad española, que hoy, gracias a
las libertades republicanas, se manifiesta, para sorpresa de algunos y
disgustos de no pocos, en la contextura de estas Cortes, en el mandato que
creen traer y en los temas que a todos nos apasionan.
España ha dejado de ser católica
Cada una de estas
cuestiones, Sres. Diputados, tiene una premisa inexcusable, imborrable en la
conciencia pública, y al venir aquí, al tomar hechura y contextura
parlamentaria, es cuando surge el problema político. Yo no me refiero a las dos
primeras, me refiero a esto que llaman problema religioso. La premisa de este
problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha dejado de ser
católica; el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal
que quede adecuado a esta fase nueva e histórica el pueblo español.
Yo no puedo admitir,
Sres. Diputados, que a esto se le llame problema religioso. El auténtico
problema religioso no puede exceder de los límites de la conciencia personal,
porque es en la conciencia personal donde se formula y se responde la pregunta
sobre el misterio de nuestro destino. Este es un problema político, de
constitución del Estado, y es ahora precisamente cuando este problema pierde
hasta las semejas de religión, de religiosidad, porque nuestro Estado, a
diferencia del Estado antiguo, que tomaba sobre sí la curatela de las
conciencias y daba medios de impulsar a las almas, incluso contra su voluntad,
por el camino de su salvación, excluye toda preocupación ultraterrena y todo
cuidado de la fidelidad, y quita a la Iglesia aquel famoso brazo secular que
tantos y tan grandes servicios le prestó. Se trata simplemente de organizar el
Estado español con sujeción a las premisas que acabo de establecer.
Para afirmar que
España ha dejado de ser católica tenemos las mismas razones, quiero decir de la
misma índole, que para afirmar que España era católica en los siglos XVI y
XVII. Sería una disputa vana ponernos a examinar ahora qué debe España al
catolicismo, que suele ser el tema favorito de los historiadores apologistas;
yo creo más bien que es el catolicismo quien debe a España, porque una religión
no vive en los textos escritos de los Concilios o en los infolios de sus
teólogos, sino en el espíritu y en las obras de los pueblos que la abrazan, y
el genio español se derramó por los ámbitos morales del catolicismo, como su
genio político su derramó por el mundo en las empresas que todos conocemos.
(Muy bien.)
España, creadora de un catolicismo español
España, en el momento
del auge de su genio, cuando España era un pueblo creador e inventor, creó un
catolicismo a su imagen y semejanza, en el cual, sobre todo, resplandecen los
rasgos de su carácter, bien distinto, por cierto, del catolicismo de otros
países, del de otras grandes potencias católicas; bien distinto, por ejemplo,
del catolicismo francés; y entonces hubo un catolicismo español, por las mismas
razones de índole psicológica que crearon una novela y una pintura y un teatro
y una moral españoles, en los cuales también se palpa la impregnación de la fe
religiosa. Y de tal manera es esto cierto, que ahí está todavía casualmente la
Compañía de Jesús creación española, obra de un gran ejemplar de la raza, y que
demuestra hasta qué punto el genio del pueblo español ha influido en la
orientación del gobierno histórico y político de la Iglesia de Roma. Pero
ahora, Sres. Diputados, la situación es exactamente la inversa. Durante muchos
siglos, la actividad especulativa del pensamiento europeo se hizo dentro del
Cristianismo, el cual tomó para sí el pensamiento del mundo antiguo y lo adaptó
con más o menos fidelidad y congruencia a la fe cristiana; pero también desde
hace siglos el pensamiento y la actividad especulativa de Europa han dejado,
por lo menos, de ser católicos; todo el movimiento superior de la civilización
se hace en contra suya y, en España, a pesar de nuestra menguada actividad
mental, desde el siglo pasado el catolicismo ha dejado de ser la expresión y el
guía del pensamiento español. Que haya en España millones de creyentes, yo no
os lo discuto; pero lo que da el ser religioso de un país, de un pueblo y de
una sociedad no es la suma numérica de creencias o de creyentes, sino el
esfuerzo creador de su mente, el rumbo que sigue su cultura. (Muy bien.)
Por consiguiente,
tengo los mismos motivos para decir que España ha dejado de ser católica que
para decir lo contrario de la España antigua. España era católica en el siglo
XVI, a pesar de que aquí había muchos y muy importantes disidentes, algunos de
los cuales son gloria y esplendor de la literatura castellana, y España ha
dejado de ser católica, a pesar de que existan ahora muchos millones de
españoles católicos, creyentes. ¿Y podía, el Estado español, podía algún Estado
del mundo estar en su organización y en el pensamiento desunido, divorciado, de
espaldas, enemigo del sentido general de la civilización, de la situación de su
pueblo en el momento actual? No, Sres. Diputados. En este orden de ideas, el
Estado se conquista por las alturas, sobre todo si admitimos, como indicaba
hace pocos días mi excelente amigo el Sr. Zulueta en su interesante discurso,
si admitimos -digo- que lo característico del Estado es la cultura. Los
cristianos se apoderaron del Estado imperial romano cuando, desfallecido el espíritu
original del mundo antiguo, el Estado romano no tenía otro alimento espiritual
que el de la fe cristiana y las disputas de sus filósofos y de sus teólogos. Y
eso se hizo sin esperar a que los millones de paganos, que tardaron siglos en
convertirse, abrazaran la nueva fe. Cristiano era el Imperio romano, y el
modesto labrador hispanoromano de mi tierra todavía sacrificaba a los dioses
latinos en los mismos lugares en que ahora se alzan las ermitas de las Vírgenes
y de los Cristos. Esto quiere decir que los sedimentos se sobreponen por el
aluvión de la Historia, y que un sedimento tarda en desaparecer y soterrarse
cuando ya en las alturas se ha evaporado el espíritu religioso que lo lanzó.
La transformación del Estado español
Estas son, Sres.
Diputados, las razones que tenemos, por lo menos, modestamente, las que tengo
yo, para exigir como un derecho y para colaborar a la exigencia histórica de
transformar el Estado español, de acuerdo con esta modalidad mueva del espíritu
nacional. Y esto lo haremos con franqueza, con lealtad, sin declaración de
guerra; antes al contrario, como una oferta, como una proposición de reajuste
de la paz. De lo que yo me guardaré muy bien es de considerar si esto le
conviene más a la Iglesia que el régimen anterior. ¿Le conviene? ¿No le
conviene? Yo lo ignoro; además, no me interesa; a mí lo que me interesa es el
Estado soberano y legislador. También me guardaré de dar consejos a nadie sobre
su conducta futura, y , sobre todo, personalmente, me guardaré del ridículo de
decir que esta actitud nuestra está más conforme con el verdadero espíritu del
Evangelio. El uso más desatinado que se puede hacer del Evangelio es aducirlo
como texto de argumentos políticos, y la deformación más monstruosa de la
figura de Jesús es presentarlo como un propagandista demócrata o como lector de
Michelet o de Castelar, o quién sabe si como un precursor de la ley Agraria.
No. La experiencia cristiana, Sres. Diputados, es una cosa terrible, y sólo se
puede tratar en serio; el que no la conozca que deje el Evangelio en su alacena
que no lo lea; pero Renán lo ha dicho: «Los que salen del santuario son más
certeros en sus golpes que los que nunca han entrado en él.»
Y yo pregunto, Sres.
Diputados, sobre todo a los grupos republicano y socialista, más en comunión de
ideas con nosotros: esto que yo digo, estas palabras mías, ¿os suenan a falso?
Esta posición mía, la de mi partido, ¿es peligrosa para la República? ¿Creéis
vosotros que una política inspirada en lo que acabo de decir, en este concepto
del Estado español y de la Historia española, conduciría a la República a
alguna angostura donde pudiese ser degollada impunemente por sus enemigos? No
lo creéis. Pues yo, con esa garantía, paso ahora a confrontar los textos en
discusión.
La enmienda del Sr. Ramos
Nosotros dijimos:
separación de Iglesia y del Estado. Es una verdad inconcusa; la inmensa mayoría
de las Cortes no la ponen siquiera en discusión. Ahora bien, ¿qué separación?
¿Es que nosotros vamos a dar un tajo en las relaciones del Estado con la
iglesia, vamos a quedarnos del lado de acá del tajo y vamos a ignorar l que
pasa en el lado de allá? ¿es que nosotros vamos a desconocer que en España
existe la Iglesia católica con sus fieles, con sus jerarcas y con la potestad
suprema en el extranjero? En España hay una Iglesia protestante, o varias, no
sé, con sus obispos y sus fieles, y el Estado ignora absolutamente la iglesia
protestante española. ¿Vosotros concebís que para el Estado la situación de la
Iglesia católica española pueda ser mañana lo que es hoy la de la Iglesia
protestante? A remediar este vacía vino, con toda su buena voluntad y toda la
agudeza de su saber, la enmienda del Sr. Ramos, que momentáneamente fue
aceptada por unos cuantos grupos del Parlamento. El propósito de esta enmienda
era justamente, como acaba de indicar el Sr. Presidente de la Comisión, sujetar
la Iglesia al Estado. Pero esta enmienda ha, por lo visto, perecido, Mi
eminente amigo Sr. De los Ríos no debe ignorar que en una Cámara como ésta, tan
numerosa, en una cuestión tan de estricto derecho como es esta materia de la
Corporación d Derecho público, la mayoría de las opiniones -y no hay ofensa,
porque me incluyo entre ellas-, la mayoría de las opiniones tiene que decidirse
por el argumento de autoridad, y habiéndose pronunciado en contra una tan
grande como la del Ministro de Justicia, esta pobre idea de la Corporación de
Derecho público ha caído en el ostracismo. Yo lamento que la Cámara, tan
numerosa oyendo al Sr. Ministro, no oyese la contestación, bien aguda, del Sr.
Ramos; pero esto ya es inevitable.
Objeciones al discurso de
D. Fernando de los Ríos
¿Qué nos queda, pues?
En el discurso del Sr. Ministro de Justicia, al llegar a esta cuestión, yo eché
de menos algo que me sustituyese a esa garantía jurídica de la situación de la
Iglesia en España. Yo no sé si lo recuerdo bien; pero en esta parte del
discurso del Sr. De los Ríos notaba yo una vaguedad, una indecisión, casi un
vacío sobre el porvenir; y esa vaguedad, ese vacío, esa indecisión me llenaba a
mí de temor y de recelo, porque ese vacío lo veo llenarse inmediatamente con el
Concordato. No es que su señoría quiera el Concordato; no lo queremos ninguno;
pero ese vacío, ese tajo dado a una situación, cuando más allá no queda nada,
pone a un Gobierno republicano, a éste, a cualquiera, al que nos suceda, en la
necesidad absoluta de tratar con la iglesia de Roma, y ¿en qué condiciones? En
condiciones de inferioridad: la inferioridad que produce la necesidad política
y pública. (Muy bien.) Y contra esto, señores, nosotros no podemos menos de
oponernos, y buscamos una solución que, sobre el principio de la separación,
deje al Estado republicano, al Estado laico, al Estado legislador, unilateral,
los medios de no desconocer ni la acción, ni los propósitos, ni el gobierno, ni
la política de la Iglesia de roma; eso para mí es fundamental.
Presupuestos y bienes
Otros aspectos de la
cuestión son menos importantes. El presupuesto del clero se suprime, evidente;
y las modalidades de la supresión, francamente os digo que no me interesan, ni al
propio Sr. Ministro de Justicia le puede parecer mejor ni peor una fórmula u
otra. Creo habérselo oído, creo que lo ha dicho públicamente: que sea
sucesivamente, que sea en cuatro años amortizando el 25 por 100 del presupuesto
en cada uno, esto no tiene ningún valor sustancial; no vale la pena de
insistir.
La cuestión de los
bienes es más importante; yo en esto tengo una opinión, que me voy a permitir
no adjetivar, porque quizá el adjetivo fuese poco parlamentario, adjetivo que
recaería sobre mí propio. Se discute aquí el valor de orden moral y jurídico
que pueden representar las sumas que el Estado abona a la Iglesia, trayendo la
cuestión de la época desamortizadora; si los bienes valen más o menos (un Sr.
Diputado recordaba que la Universidad de Alcalá se vendió en 14.000 pesetas, y
no fueron sumas recibidas a lo largo del siglo equivalen o no al montante total
de los valores desamortizados y se hacen cuentas como si se liquidara una
Sociedad en suspensión de pagos o en quiebra. Yo no estoy conforme con eso, lo
dijese o no Mendizábal y sus colaboradores. Lo que la desamortización
representa es una revolución social, y la burguesía ascendente al Poder con el
régimen parlamentario, dueña del instrumento legislativo, creó una clase social
adicta al régimen, que fue ella misma y sus adlátares, pero como eso no es un
contrato jurídico ni un despojo, nada de eso, sino toda la obra inmensa, fuera
de las normas legales, incapaz de compensación, de una revolución de orden
social, la burguesía parlamentaria, harto débil, creó entonces los instrumentos
y los apoyos necesarios para al Estado liberal naciente una cosa que tienen que
hacer todos los Estados cuando se reforman con esa profundidad, no hay que
olvidar.
Ahora se nos dice: Es
que la Iglesia tiene derecho a reivindicar esos bienes. Yo creo que no, pero la
verdad es, Sres. Diputados, que la iglesia los ha reivindicado ya. Durante
treinta y tantos años en España no hubo Ordenes religiosas, cosa importante,
porque, a mi entender, aquellos años de inexistencia de enseñanza
congregacionista prepararon la posibilidad de la revolución del 8 y de la del
73. Pero han vuelto los frailes, han vuelto los Ordenes religiosas, se han
encontrado con sus antiguos bienes en manos de otros poseedores, y la táctica
ha sido bien clara: en vez de precipitarse sobre los bienes se han precipitado
sobre las conciencias de los dueños, y haciéndose dueños de las conciencias
tienen los bienes y a sus poseedores. (Muy bien.)
Este es el secreto,
aun dicho en esta forma pintoresca, de la evolución de la clase media española
en el siglo pasado; que habiendo comenzado una revolución liberal y
parlamentaria, con sus pujos de radicalismo y de anticlericalismo, la misma
clase social, quizá los nietos de aquellos colaboradores de Mendizábal y de los
desamortizadores del año 36, esos mismos, después de esa operación que acabo de
describir, son los que han traído a España la tiranía, la dictadura y el
despotismo, y en toda esta evolución está comprendida la historia política de
nuestro país en el siglo pasado.
El problema de las órdenes
religiosas
En realidad, la
cuestión apasionante, por el dramatismo interior que encierra, es la de las
Ordenes religiosas; dramatismo natural porque se habla de la Iglesia, se habla
del presupuesto del clero, se habla de roma; son entidades muy lejanas que no
tomas para nosotros forma ni visibilidad humana; pero los frailes, las Ordenes
religiosas, sí.
En este asunto. Sres.
Diputados, hay un drama muy grande, apasionante, insoluble. Nosotros tenemos,
de una parte, la obligación de respetar la libertad de conciencia,
naturalmente, sin exceptuar la libertad de la conciencia cristiana; pero
tenemos también, de otra parte, el deber de poner a salvo la República y el
Estado. Estos dos principios chocan, y de ahí el drama que, como todos los
verdaderos y grandes dramas, no tiene solución. ¿Qué haremos, pues? ¿Vamos a
seguir (claro que no, es un supuesto absurdo), vamos a seguir el sistema
antiguo, que consistía en suprimir uno de los términos del problema, el de la
seguridad e independencia del Estado, y dejar la calle abierta a la muchedumbre
de Ordenes religiosas para que invada la sociedad española? No. Pero yo
pregunto: reacción explicable y natural, el otro término del problema y borrar
todas las obligaciones que tenemos con esta libertad de conciencia? Respondo
resueltamente que no. (Muy bien, muy bien.) Lo que hay que hacer -y es una cosa
difícil, pero las cosas difíciles son las que nos deben estimular-; lo que hay
que hacer es tomar un término superior a los dos principios en contienda, que
para nosotros, laicos, servidores del Estado y políticos gobernantes del Estado
republicano, no puede ser más que el principio de la salud del Estado. (Muy
bien.)
La salud del Estado,
a mi modo de ver, es una cosa hipotética, un supuesto, como el de la salud
personal; la salud del Estado, como la de las personas, consiste en disponer de
la robustez suficiente para poder conllevar los achaques, las miserias
inherentes a nuestra naturaleza. En tal Estado existen corrupciones, desmanes, desvíos
de la buena administración y de la buena justicia: torpezas de gobierno que,
por ser el Estado poderoso, denso y arraigado, no se notan, y que trasladadas a
otro Estado más nuevo, más débil, menos arraigado, acabarían con él
instantáneamente. Por consiguiente, se trata de adaptar el régimen de salud del
Estado a lo que es el Estado español actualmente.
Criterio para
resolver esta cuestión. A mi modesto juicio es el siguiente: tratar
desigualmente a los desiguales; frente a las Ordenes religiosas no podemos
oponer un principio eterno de justicia, sino un principio de utilidad social y
de defensa de la República, Esto no tiene un rigor matemático ni puede tenerlo;
pero todas las cuestiones de gobierno afortunadamente, no están encajadas en
este rigor, sino que depende de la presteza del entendimiento y de la ligereza
de la mano para administrar la realidad actual. (Muy bien, muy bien.) Tratar
desigualmente a los desiguales, porque no teniendo nosotros un principio eterno
de justicia irrevocable que oponer a las Ordenes religiosas, tenemos que
detenernos en la campaña de reforma de la organización religiosa española allí
donde nuestra intervención quirúrgica fuese dañosa o peligrosa. Pensad, señores
Diputados, que vamos a realizar una operación quirúrgica sobre un enfermo que
no está anestesiado y que en los debates propios de su dolor puede complicar la
operación y hacerla mortal, no sé para quien, pero mortal para alguien. (Muy
bien, muy bien.)
Y como no tenemos
frente a las ordenes religiosas ese principio eterno de justicia, detrás del
cual debiéramos ir como hipnotizados, sin rectificar nunca nuestra línea de
conducta, y como todo queda encomendado a la prudencia, a la habilidad del
gobernante, yo digo: las Ordenes religiosas tenemos que proscribirlas en razón
de su temerosidad para la República ¿El rigor de la ley debe ser proporcionado
a la temerosidad (digámoslo así, yo no sé siquiera si éste es un vocablo
castellano) de cada una de estas Ordenes, una por una? No; no es menester. Por eso
me parece bien la redacción de este dictamen; aquí se empieza por hablar de una
Orden que no se nombra. «Disolución de aquellas Ordenes en las que, además de
los tres votos canónicos, se preste otro especial de obediencia a autoridad
distinta de la legítima del Estado.» Estos son los jesuitas. (Risas.)
Disolución de las órdenes
Pero yo añado a esto
una observación, que, lo confieso, no se me ha ocurrido a mí; me la acaba de
sugerir un eminente compañero. Aquí se dice: «Las Ordenes religiosas se
sujetarán a una ley especial ajustada a las siguientes bases.» Es decir, que la
disolución definitiva, irrevocable, contenida en este primer párrafo, queda
pendiente de lo que haga una ley especial mañana; y a mí esto no me parece
bien; creo que esta disolución debe quedar decretada en la Constitución (Muy
bien.), no sólo porque es leal, franco y noble decirlo, puesto que pensamos
hacerlo, sino porque, si no lo hacemos, es posible que no lo podamos hacer
mañana; porque si nosotros dejamos en la Constitución el encargo al legislador
de mañana, que incluso podréis ser vosotros mismos, de hacer una ley con
arreglo a estas normas, fijaos bien lo que significa dejar pendiente esta
espada sobre una institución tan poderosa, que trabajará todo lo posible para
que estas Cortes no puedan legislar más. Por consiguiente, yo estimo que en la
redacción actual del dictamen debiera introducirse una modificación, según la
cual este primer párrafo no fuese suspensivo, pensando en una ley futura, sino
desde ahora terminante y ejecutivo.
Respecto a las otras
Ordenes, yo encuentro en esta redacción del dictamen una amplitud que
pensándolo bien, no puede ser mayor; porque dice: «Disolución de las que en su
actividad constituyan un peligro para la seguridad del Estado.» ¿Y quiénes son
éstas? Todas o ninguna; según quieran las Cortes. De manera que este párrafo
deja a la soberanía de las Cortes la existencia o la destrucción de todas las
Ordenes religiosas que ellas estimen peligrosas para el Estado.
Ahora bien; en razón
de ese principio de prudencia gubernamental, de estilo de gobernar, yo me digo:
¿es que para mí son lo mismo las monjas que están en Cebreros, o las bernardas
de Talavera, o las clarisas de Sevilla, entretenidas en bordar acericos y en
hacer dulces para los amigos, que los jesuitas? ¿Es que yo voy a caer en el
ridículo de enviar los agentes de la República a que clausuren los conventos de
estas pobres mujeres, para que en torno de ellas se forme una leyenda de falso
martirio, y que la República gaste su prestigio en una empresa repugnante, que
estaría mejor empleado en una operación de mayor fuste? Yo no puedo aconsejar
eso a nadie.
Donde un Gobierno con
autoridad y una Cámara con autoridad me diga que una Orden religiosa es
peligrosa para la República, yo lo acepto y lo firmo sin vacilar; pero
guardémonos de extremar la situación aparentando una persecución que no está en
nuestro ánimo ni en nuestras leyes para acreditar una leyenda que no puede por
menos de perjudicarnos.
Dos salvedades
Tengo que hacer aquí
dos salvedades muy importantes: una suspensiva y otra irrevocable y terminante.
Sé que voy a disgustar a los liberales. La primera se refiere a la acción
benéfica de las Ordenes religiosas. El señor Ministro de Justicia -y él me
perdonará si tantas veces insisto en aludirle; pero la importancia de su
discurso es tal, que no hay más remedio que referirse a él-, el señor Ministro
de Justicia trazó aquí en el aire una figura aérea de la hermana de la Caridad,
a la que él prestó, indudablemente, las fuentes de su propio corazón. Yo no
quiero hacer aquí el antropófogo y, por lo tanto, me abstengo de refutar a
fondo esta opinión del Sr. De los ríos; pero apele S.S. a los que tienen
experiencia de estas cosas, a los médicos que dirigen hospitales, a las gentes
que visitan las Casas de Beneficencia, y aun a los propios pobres enfermos y
asilados en estos hospitales y establecimientos, y sabrá que debajo de la
aspiración caritativa, que doctrinalmente es irreprochable y admirable, hay,
sobre todo, un vehículo de proselitismo que nosotros no podemos tolerar. (Muy
bien.) Pues qué, ¿no sabemos todos que al pobre enfermo hospitalizado se le
hace objeto de trato preferente según cumple o no los preceptos de la religión
católica? ¿Y esto quién lo hace, sino esta figura ideal, propia para una
tarjeta postal, pero que en la realidad se da pocas veces?
La otra salvedad
terminante, que va a disgustar a los liberales, es ésta: en ningún momento,
bajo ninguna condición, en ningún tiempo, ni mi partido ni yo en su nombre, suscribiremos
una cláusula legislativa en virtud de la cual siga entregado a las Ordenes
religiosas el servicio de la enseñanza. Eso, jamás. Yo lo siento mucho; pero
ésta es la verdadera defensa de la República. La agitación más o menos
clandestina de la Compañía de Jesús o de ésta o de la de más allá, podrá ser
cierta, podrá ser grave, podrá ser en ocasiones risible, pero esta acción
continua de las Ordenes religiosas sobre las conciencias juveniles es
cabalmente el secreto de la situación política por que España transcurre y que
está en nuestra obligación de republicanos, y no de republicanos, de españoles,
impedir a todo trance. (Muy bien.) A mí queno me vengan a decir que esto es
contrario a la libertad, porque esto es una cuestión de salud pública. ¿Permitiríais
vosotros, los que, a nombre de liberales, os oponéis a esta doctrina,
permitiríais vosotros que un catedrático en la Universidad explicase la
Astronomía de Aristóteles y que dijese que el cielo se compone de varias
esferas a las cuales están atornilladas las estrellas? ¿Permitiríais que se
propagase en la cátedra de la Universidad española la Medicina del siglo XVI?
No lo permitiríais; a pesar del derecho de enseñanza del catedrático y de su
libertad de conciencia, no se permitiría. Pues yo digo que en el orden de las
ciencias morales y políticas, la obligación de las Ordenes religiosas
católicas, en virtud de su dogma, es enseñar todo lo que es contrario a los
principios en que se funda el Estado moderno. Quien no tenga la experiencia de
estas cosas no puede hablar, y yo, que he comprobado en tantos y tantos
compañeros de mi juventud que se encontraban en la robustez de su vida ante la
tragedia de que se le derrumbaban los principios básicos de su cultura
intelectual y moral, os he de decir que ése es un drama que yo con mi voto no
consentiré que se reproduzca jamás. (Grandes aplausos.)
Si resulta, señores
Diputados, que de esta redacción del dictamen las Cortes pueden acordar la
disolución de todas las Ordenes religiosas que estime perjudiciales para el
Estado, es sobre la conciencia y la responsabilidad de las propias Cortes sobre
quien recae la mayor o menor extensión de esto que llamamos el peligro
monástico. Sois vosotros los jueces, no el Gobierno ni éste ni otro. Y yo
estimo que si unas instituciones, si queda alguna, si las Cortes acuerdan que
queda alguna a quienes se les prohíbe adquirir y conservar bienes inmuebles, si
no es aquel en que habitan, a quienes se les prohibe ejercer la industria y el
comercio, a quienes se les ha de prohibir la enseñanza, a quienes se les ha de
limitar la acción benéfica, hasta que puedan ser sustituidas por otros
organismos del Estado, y a quienes se los obliga a dar anualmente cuenta al
Estado de la inversión de sus bienes, si son todavía peligrosos para la República,
será preciso reconocer que ni la República no nosotros valemos gran cosa.
(Risas:)
Planteamiento del problema
político
Y ahora, señores
Diputados, llegamos a la última parte de la cuestión. Ya he expuesto la
posición histórica y política tal como yo la veo; he penetrado en el problema
político tal como yo me lo describo y llegamos a la situación parlamentaria. Si
yo perteneciese a un partido que tuviera en esta Cámara la mitad más uno de los
diputados, la mitad más uno de los votos, en ningún momento, ni ahora ni desde
que se discute la Constitución, habría vacilado en echar sobre la votación el
peso de mi partido para sacar una Constitución hecha a su imagen y semejanza,
porque a esto me autorizaría el sufragio y el rigor del sistema de mayorías. Pero
con una condición: que al día siguiente de aprobarse la Constitución, con los
votos de este partido hipotético, este mismo partido ocuparía el Poder. (Muy
bien.- Aplausos.) Ese partido ocuparía el Poder para tomar sobre sí la
responsabilidad y la gloria de aplicar, desde el Gobierno, lo que había tenido
el lucimiento de votar en las Cortes.
Por desgracia, no
existe este partido hipotético con que yo sueño, ni ningún otro que esté en
condiciones de ejercer aquí la ley rigurosa de las mayorías. Por tanto, señores
Diputados, debiendo ser la Constitución, no obra de mi capricho personal, ni
del de sus señorías, ni de un grupo, tampoco de una transacción en que se
abandonen los principios de cada cual, sino de un texto legislativo que permita
gobernar a todos los partidos que sostienen la República..., yo sostengo,
señores Diputados, que el peso de cada cual en el voto de la Constitución debe
ser correlativo a la responsabilidad en el Gobierno de mañana. Yo planteo la
cuestión con toda claridad: aquí está el voto particular que sostienen nuestros
amigos los socialistas; y yo digo francamente: si el partido socialista va a a
sumir mañana el Poder y me dice que necesita ese texto para gobernar, yo se lo
voto (Muy bien, muy bien. Aplausos.) Porque, señores Diputados, no es mi
partido el que haya de negar ni ahora ni nunca al partido socialista las
condiciones que crea necesarias para gobernar la República. Pero si esto no es
así (yo no entiendo de estas cosas; estoy discutiendo en hipótesis), veamos la
manera de que el texto constitucional, sin impediros a vosotros gobernar, no se
lo impida a los demás que tienen derecho a gobernar la República española,
puesto que la han traído, la gobiernan, la administran y la defienden. (Muy
bien.)
Este es mi punto de
vista, señores Diputados: mejor dicho, este es el punto de vista de Acción
Republicana, que no tiene por qué disimular ni su laicismo ni su radicalismo
constructor ni el concepto moderno que tiene de la vida española, en la cual de
nada reniega, pero que está resuelta a contribuir a su renovación desde la raíz
hasta la fronda, y que además supone para todos los republicanos de izquierda
una base de inteligencia y colaboración, no para hoy, porque hoy se acaba
pronto, sino para mañana, para el mañana de la República, que todos queremos
que sea tranquilo, fecundo y glorioso para los que la administren y defiendan.
(Grandes y prolongados aplausos.)
Y así terminaba esta
magistral intervención de Azaña.

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