Proceso constituyente
Artículos de
Opinión | José Haro Hernández | 25-12-2012 |
Hace unos
días se ha conmemorado el trigésimo cuarto aniversario de la Constitución que
rige nuestros destinos. En mi opinión, a lo largo de estos años se ha ido
consolidando en la opinión pública una doble valoración de la ley de leyes
española, en virtud de la cual el texto que la contiene presenta carencias
importantes desde el punto de vista estrictamente democrático, mientras que
aquellos otros aspectos sin duda positivos que atañen a los derechos sociales y
económicos sencillamente no se cumplen. En relación a las primeras, llama la
atención el hecho, simplemente escandaloso desde una perspectiva mínimamente
democrática, de que al Jefe del Estado no se le puedan exigir responsabilidades
en el ejercicio de sus funciones. Igualmente es digno de reprobación que un
texto constitucional haga referencia a los lazos especiales del Estado con una
religión determinada, la católica. Por no hablar del papel que se otorga al
ejército como ’garante’ del orden constitucional, cuando su única misión
debiera ser la de garantizar la defensa del territorio frente a un ataque
exterior. La cuestión territorial queda mal resuelta, con una calificación de
’nacionalidades’ a los territorios históricos como eufemismo vergonzante para
eludir el término nación y lo que ello conlleva en términos de reconocimiento
de sujetos dotados de derechos políticos y por tanto con capacidad para
decidir. Ciertamente, en el ámbito socioeconómico, la Constitución es avanzada,
pero los preceptos que establece en este terreno no son de obligado
cumplimiento para el Gobierno, prueba de lo cual es la vulneración cotidiana
que se da en lo tocante al derecho a la vivienda, a una fiscalidad progresiva,
a la participación de los trabajadores en la gestión de las empresas o, más
recientemente, a la revalorización de las pensiones. Es más: desde septiembre
de 2011, el artículo 135 de la Constitución, modificado por acuerdo de PP y
PSOE bajo imposición directa de la ’troika’, convierte en papel mojado todo lo
concerniente a aquellos derechos por cuanto su satisfacción queda subordinada,
en relación a toda la política presupuestaria, a la inexistencia de déficit y a
la prioridad absoluta que se otorga, por encima de las necesidades sociales, al
pago de la deuda contraída con los ’mercados’. Y esto nos conduce al asunto
central que envuelve todo lo que se refiere a la Constitución y al contexto en
que se enmarca: la soberanía. Efectivamente, las limitaciones antidemocráticas
inherentes a la Constitución de 1978, unidas a su modificación en la dirección
impuesta por poderes extranjeros, obligan a abordar la recuperación de esa
soberanía perdida en su doble acepción: nacional y popular. Nacional en el
sentido de que tanto la política monetaria (y con ella la emisión de moneda)
como la política presupuestaria han de estar orientadas a la consecución del
pleno empleo en esa nación de naciones que es España, así como al
funcionamiento satisfactorio de los servicios públicos, que nunca debieran
enajenarse en beneficio del capital privado. Popular en su más genuina
acepción: el pueblo es el único soberano, por lo cual todos los poderes ante él
responden, lo que implica que no puede haber entidad o institución
’irresponsable’, eximida de la obligación de rendir cuentas por sus acciones u
omisiones. La cuestión territorial, por su parte, no puede sustraerse a la
necesidad de que los distintos pueblos que integran este país definan un marco
común y estable de relaciones desde el respeto a las reivindicaciones territoriales
de las partes. El federalismo de libre adhesión podría ser la solución a las
tensiones que en estos tiempos azarosos se viven respecto del debate
territorial. En suma, la necesidad de repensar el régimen político, de
reorientar el sistema democrático para recuperar esa doble soberanía perdida,
conducen a la apertura de un proceso constituyente que ha de ir de abajo hacia
arriba y que ha de culminar en la confección de un texto que confirme
ciertamente ese Estado social y democrático de Derecho que la Constitución del
78, hoy última trinchera de un conservadurismo en regresión, aseguraba
pretender consagrar.
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