nuevatribuna.es | Eduardo
Mangada | Arquitecto y socio del Club de Debates Urbanos |12 Enero 2015 - 16:31 h.
En la España de hoy se da una prioridad recaudatoria
al IVA mientras se reducen los gravámenes a la riqueza y se toleran el fraude y
la elusión fiscal
Me atrevo a hablar del IVA. No soy economista ni experto en política
fiscal, pero me siento con derecho y, de alguna forma, obligado a reflexionar
como ciudadano sobre un impuesto que afecta a nuestras vidas cotidianas.
Tampoco puedo definirme, con una falsa modestia, como un “hombre de la calle”.
Con más suerte que la mayoría de los mortales, sin llegar a ser un privilegiado
en nuestra sociedad, he podido estudiar, leer, viajar y llegar a ser un
arquitecto. Un intelectual en el más amplio sentido de la palabra. Alguien que
ha acumulado conocimientos y experiencias para ser capaz de observar, analizar
y entender el mundo que nos rodea (no todo ni siempre) e, incluso, comunicarlo
y compartirlo, bien con la palabra o por escrito, en privado o en público. Pero
asumir la condición de intelectual supone una responsabilidad: poner tu
inteligencia al servicio de la sociedad. Transformar la erudición en cultura,
comprometiendo tu saber en un proyecto colectivo. Por esto me atrevo a hablar
del IVA, aunque sea insuficiente el manejo de cifras y estadísticas que
cuantifiquen su incidencia en la economía de este país y sus consecuencias en
la calidad de vida de los españoles. En todo caso, es un juicio basado en
conceptos políticos y éticos más que en números.
No hace falta ser economista para entender que los impuestos son un
mecanismo imprescindible para el gobierno de nuestras sociedades nacionales o
internacionales. De alguna manera, con fanegas de trigo, pepitas de oro, cabras
o sacos de sal, la historia de los impuestos colectivamente asumidos o
impuestos por el vencedor es larga en el tiempo. En todo caso, soy un defensor
de la política fiscal redistributiva en aras de una necesaria igualdad social y
un eficiente funcionamiento del estado. Los impuestos son la garantía de
nuestros derechos.
Hace años aprendí a diferenciar tasas, tributos e impuestos, solo por la
obligación de entender cómo vivimos colectivamente. Y también aprendí a
diferenciar los impuestos directos de los impuestos indirectos. Los primeros
gravan principalmente la renta o los ingresos de cada ciudadano, personalizando
sus condiciones socioeconómicas, en tanto que los segundos gravan las
actividades y el consumo del conjunto de la ciudadanía, sin hacer diferencias
del nivel económico. Sin diferenciar entre ricos y pobres. En esta categoría
debe encuadrarse el IVA. Un impuesto injusto y regresivo, ya que grava el pan,
el vino, el cine, los calcetines o los libros, siendo evidente que un rico, por
rico que sea, no come cien veces más pan que un pobre o un asalariado
mileurista.
En la España de hoy (y en muchos otros lugares, por desgracia) se da una
prioridad recaudatoria al IVA mientras se reducen los gravámenes a la riqueza y
se toleran el fraude y la elusión fiscal. Es una política claramente inmoral.
Además de constituir uno más de los fraudes políticos del gobierno del PP, que
incumplió uno de sus compromisos electorales: no subir el IVA. Pero lo subió al
día siguiente de tomar posesión y no como consecuencia de la evolución de una
crisis económica no previsible. Simplemente es la aplicación de una
política neoliberal sometida al mandato de los mercados, al mandato de un
capitalismo financiero a escala global, para favorecer a las grandes
multinacionales, a los bancos y a la patronal.
Esta política fiscal merece un ataque, una descalificación y un enfrentamiento
duro, incluso agresivo, por parte de los ciudadanos. De los parados de larga
duración, de los desahuciados por impago de alquileres o amortizaciones
hipotecarias. De todas aquellas personas empobrecidas. De aquellas personas y
familias que recoge el último informe de Caritas Diocesana (VII Informe
FOESSA), un documento revolucionario que golpea nuestras conciencias.
Simplemente miremos el cuadro adjunto.
Evolución de los niveles de integración social en la población española
(2007-2013)
En estos últimos días, cuando se inicia un periodo electoral, el gobierno
nos regala una rebaja trucada del IRPF, no precisamente equitativa, al tiempo
que sube el IVA de los productos farmacéuticos de un 10% a un 21%. Con una
propina humillante: una subida del salario mínimo interprofesional de 3,3 € y
en un 0,25% las pensiones.
Yo no quiero hoy poner adjetivos que añadan más descalificaciones políticas
y morales a un gobierno trufado de corrupción e insensibilidad social. Por eso
busco en mi memoria, retrocediendo a 1958, en el que un grupo de estudiantes de
arquitectura acudimos a Luis Ángel Rojo, recién retornado de los EEUU, para
pedirle que nos ilustrase sobre los principios de la economía en un muy
reducido seminario en el Colegio Mayor Cisneros. Vivía, dominaba e incluso
fusilaba Francisco Franco.
En aquellos años las arcas del estado se nutrían aproximadamente en un 75%
(?) con los impuestos indirectos. El sistema fiscal descansaba sobre los
impuestos más regresivos, en coherencia con una política antiobrera y al
servicio de las clases dominantes que inspiraron la rebelión y apoyaron social
y económicamente el bando nacional durante la guerra civil. Clases “que
hubieran sido las perjudicadas en caso de que se hubiese establecido un
impuesto progresivo sobre la renta” (Francisco Comín).
El profesor Rojo, tras explicarnos los mecanismos y las consecuencias de
uno y otro tipo de impuestos, llegaba a la conclusión de que la preeminencia de
los impuestos indirectos era radicalmente injusta y poco eficaz en el funcionamiento
de una economía moderna (entonces pretendíamos modernizarnos, con el Opus o sin
él). Lo que era evidente se hizo más claro y movilizador en nuestras
conciencias debido a las sabias palabras de nuestro maestro. Tanto que uno de
aquellos seminaristas, Luis Peña Ganchegui (el mejor arquitecto vasco de la
segunda mitad del siglo XX), con sorna y acento de Mutriku, se planteó esta
cuestión: si lo que dice el profesor es verdad, los señores del Pardo o son
tontos o son unos hijos de puta. Para sentenciar: … y tontos no son.
Fuente: www.nuevatribuna.es


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