A poco que nos detengamos a analizar la
realidad que nos ha tocado vivir en los últimos años, convendremos que el
capitalismo está en uno de los mejores momentos de su ya larga historia.
Después de la cruel noche del siglo XX en que tras organizar dos guerras
mundiales y otras muchas regionales, tuvo que ceder en Europa Occidental y
algún otro lugar del planeta a la presión de los trabajadores y asumir que
había que pagar impuestos directos proporcionales y progresivos, cotizar a la
seguridad social, limitar la jornada laboral, respetar la vacaciones y la
maternidad, y poner límite por arriba al trabajo, el capitalismo respiró por fin
cuando supo de la caída de la URSS, del aburguesamiento individualista y
suicida de los trabajadores y sus organizaciones y, sobre todo, de la nueva
política económica decidida por los mandarines del Partido Comunista Chino, que
suponía la entrada en el mercado laboral mundial de cientos de millones de
trabajadores muy disciplinados y desposeídos del más mínimo derecho, tanto
económico, como político y social. La apertura al capitalismo de la China
llamada comunista fue, sin duda, el mayor salvavidas que ha recibido el sistema
en toda su historia, más si se tiene en cuenta que los dueños del negocio ya
tenían asumido –muy a su pesar- que la democracia social y laboral eran
conquistas irreversibles con las que había que convivir.
La producción industrial mundial se ha
trasladado a aquellos lugares donde la palabra derecho es delictiva
El problema que plantea para el mundo la
economía esclavista china ha sido planteado en multitud de artículos, foros y
conferencias, pero nunca como una cuestión verdaderamente importante. Por un
lado estaban los intereses de los capitalistas interesados en deslocalizar sus
empresas hacia lugares en los que los costes laborales y sociales fuesen
mínimos; por otro, el falso pudor de la izquierda que no se ha atrevido a
enfatizarlo como se merece por el temor a ser acusada de no querer extender la
“riqueza” a otros lugares del planeta. Los capitalistas al defender la
deslocalización cumplían a la perfección –como siempre- con su ideario, por el
contrario, las izquierdas –una vez más- hacían dejación del mismo al no ser
capaces de denunciar y de impedir la globalización de la pobreza y la ausencia
de derechos: En un mundo global, se podrían haber marcado unas nuevas reglas
del juego comunes que obligasen en todo el orbe a respetar los derechos
políticos, sociales, económicos y culturales de todos los trabajadores, de
todas las personas. No se hizo y hoy, por mucho que nos empeñemos en seguir
ciegos, la producción industrial mundial se ha trasladado a aquellos lugares
donde la palabra derecho es delictiva, y si se ha trasladado no ha sido por
iniciativa de los países de Oriente, sino por voluntad clara de los
capitalistas de Occidente. Claro, decían quienes manejaban los pucheros, no
pasa nada, ellos que produzcan que nosotros nos quedaremos con los servicios y
las finanzas. La falacia, como todas, tenía los pies de barro, porque como hace
ya varios siglos demostraron los fisiócratas franceses, no hay desarrollo ni
bienestar económico sin una producción industrial fuerte, salvo que seas Suiza,
o cualquier otro país al que el capitalismo haya otorgado el papel de parásito
guardián y blanqueador del dinero.
Pero la deslocalización industrial no es
un fenómeno nuevo, en cualquier época pasada, el capitalismo siempre anduvo a
la búsqueda de lugares dónde las materias primas y la producción fuesen más
baratas: África todavía sangra a raudales por ello. Lo que sí es novedoso es la
deslocalización industrial casi total a la que asistimos hoy en día en buena
parte de Europa sin que hayan existido protestas feroces de los trabajadores.
Desde la primera revolución industrial hasta la Segunda Guerra Mundial,
cualquier intento masivo de despidos por traslado de industrias o innovaciones
tecnológicas fue seguido por respuestas contundentes de los trabajadores que
obligaron a los capitalistas a reducir la jornada laboral y ampliar derechos.
Ahora no. ¿Por qué ocurre esto? Es decir, ¿por qué ahora no sucede nada?
También podemos recurrir a la historia, antes de la Primera Guerra Mundial –o
guerra del colonialismo-, Jaurés, Rosa Luxemburgo y otros líderes de la
izquierda mundial avisaron de que la guerra que venía nada tenía que ver con
los intereses de los trabajadores. Las prédicas patrióticas difundidas por los
medios de comunicación de entonces hicieron que los currantes antepusieran los
intereses de sus enemigos a los de su propia clase y fueron a formar parte de
los ejércitos del capital. Obreros alemanes, franceses, ingleses, rusos e
italianos se mataron a mansalva en los campos de batalla a mayor gloria del
sistema, dejando en la cuneta las ideas liberadoras que tanto habían aportado a
su progreso y al del mundo. Karl Liebknecht, Rosa Luxemburgo, Víctor Basch y
Jean Jaurés fueron asesinados y su nombre borrado de la historia. Hoy, la
capacidad manipuladora de los medios de comunicación es infinitamente superior
a la que tenían en aquellos años en que consiguieron que los trabajadores se
mataran entre sí por intereses contrarios a los suyos. Raro es el país que no
tiene 200 canales de televisión-basura, raro el país en el que existe una
verdadera libertad de prensa, extraño el país que escapa al pensamiento único
difundido por los oligopolios mediáticos idiotizadores. No existe la prensa de
izquierda salvo en páginas de internet que tienen mucha menos influencia social
de la que creemos, el individualismo capitalista se ha antepuesto –años luz- a
los intereses comunes que nos protegían, la escuela ha sido privatizada y el
pensamiento libre convertido en doctrina mercantil indiscutida. Si a eso
añadimos que la mayor parte de la población europea ha caído en el fatalismo y
piensa –o asume sin más- que no hay alternativa a lo que está ocurriendo, que
nunca los Estados contaron con un aparato represor como del que hoy disponen,
que jamás la indolencia social llegó a extremos tan absurdos, el círculo queda
perfectamente cerrado.
Diezmados los partidos y sindicatos de
izquierda por su incapacidad para enfrentarse a un sistema perverso y nocivo,
desaparecida la prensa libre, mermada hasta lo ínfimo la empatía personal y
social, arruinada la Educación crítica, diluida la conciencia de pertenencia a
una misma clase –la de los explotados y excluidos-, aceptado el fatalismo como
motor de la historia y la salida individual como única forma de emancipación y
triunfo, el mundo camina, por dejación de funciones, hacia épocas que por
vividas no dejan de ser oscuras, tenebrosas y en extremo peligrosas. El
capitalismo, sólo tiene un interés, maximizar beneficios sin importarle hombres
ni territorios, han de ser los hombres quienes, de nuevo, tomen conciencia de
que el objetivo son ellos y sus derechos. En otro caso, el último que salga que
cierre la puerta: Veremos cosas que jamás habríamos soñado, ni en nuestras
peores pesadillas. Europa se diluye dirigida por un buque fantasma llamado
Alemania pero pilotado por Estados Unidos y su delegado en el paraíso fiscal de
la City londinense. El pasaje espera el momento para saltar por la borda.
Todavía estamos a tiempo de no volver a repetir la historia si somos capaces de
aprender, mínimamente, de ella: Ni el individualismo extremo, ni el divide y
vencerás fueron nunca armas útiles a los de abajo.
Fuente: http://www.nuevatribuna.es/
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