José Luis, con
cáncer terminal, luchó por una sedación que acabó con su vida la semana pasada
“Me consumo, pero no
les parece suficiente”, se quejaba
Sagüés habla con EL PAÍS antes de
morir. / E. DE BENITO / U. MARTÍN / M. PÉREZ
“Quiero morir porque amo la vida”. A sus 63
años, José Luis Sagüés, madrileño de ascendencia vasco-navarra, tuvo que
enfrentarse al sistema para conseguir su objetivo: “Decidir cuándo me muero”.
Al final lo consiguió con la ayuda de la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD). Esta ONG
apreció en el hombre un estado de angustia y deterioro que consideró suficiente
para sedarle, aunque ello tuviera como efecto secundario acortar su vida, algo
que el servicio de cuidados paliativos que le atendía le negaba. Fue lo más que
consiguió este luchador que tenía muy claro que no quería consumirse hasta el
final. “Quiero despedirme con los míos, después de tomar un vino”. Según uno de
los médicos que le atendieron al final, lo consiguió. “Fue como en la película
de Las invasiones bárbaras, con toda la familia alrededor. Nos hicimos fotos y
brindamos. Se despidió y luego le sedamos”, cuenta. La indignación ante la
negativa del sistema a ofrecerle una salida (con la eutanasia prohibida, la
única opción legal en España es una sedación terminal) le llevó a contar su
historia a EL PAÍS.
Lo
hizo el pasado 24 de enero. Su idea era esperar al 1 de febrero para solicitar
el tratamiento definitivo. Pero no aguantó tanto. Un empeoramiento que sufrió
el domingo 26 le hizo adelantar el proceso. Médicos de Derecho a Morir
Dignamente, que certificaron su estado de “angustia física y psicológica”, le
aplicaron el correspondiente tratamiento el lunes 27. Falleció al día
siguiente.
Dos
días antes de esa última crisis, en la cama de una luminosa habitación de la
casita que Concha, su mujer —“a ella no le gusta, pero yo quiero que salga”,
dice con picardía—, tiene en El Álamo, un pueblo a 40 kilómetros de Madrid,
José Luis es un torbellino de ideas y citas. “No os creáis, me he tenido que
meter de todo para aguantar esta entrevista. Hay veces que no puedo ni hablar”,
casi se disculpa. La morfina y las anfetaminas le convierten en un conversador
acelerado, y le provoca algún pequeño lapso que no enturbia su lucidez.
“Eso es lo que me pasa: cuando viene la médica
de cuidados paliativos me dice que aguante, que todavía tengo la cabeza bien.
Pero por eso mismo quiero irme ahora. No quiero esperar a consumirme, a perder
la consciencia. Y ya me consumo, pero no les parece suficiente”, dice
indignado. Fue —cuentan los médicos que le atendieron al final— lo mismo que le
dijeron el lunes, después de la crisis del domingo por la noche en que llegó a
caerse de la cama y que le llenó de inquietud por si perdía el control de la
situación. “Ya ni pidió a los cuidados paliativos que le sedaran; sabía la
respuesta”, dice el doctor que finalmente le atendió.
Profesor
de Filología Alemana en la Universidad Complutense de Madrid, José Luis ha visto
cómo, en el último año, ha tenido que aparcar su vida. “Como decía Cortázar,
‘ya no hay nada que hacer, el fósforo se apaga’. Pues a mí la cerilla ya me
está quemando los dedos”, dice.
La
firmeza solo se resquebraja en un par de ocasiones. Una, cuando asegura que la
decisión de pedir una sedación paliativa solo la puede llevar a cabo gracias al
apoyo de sus cinco hermanos, de sus sobrinos, de algunos amigos. Otra, cuando
recuerda que, precisamente, a su hermana Regina, la pequeña, con 50 años, no le
dieron esa oportunidad. “La torturaron. Estaba casada con un italiano de
Berlusconi que se empeñó en que le hicieran de todo aun sabiendo que aquello no
servía para nada”. Justo lo que José Luis no quería para él. Su muerte ha sido,
seguro, también un intento de resarcirse del sufrimiento de su hermana.
“Me
quiero morir porque amo la vida, porque estoy contento de estar vivo, y si a
uno le encanta la vida tiene que saber morir, es parte del proceso. Y yo quiero
hacerlo contento. No estoy desesperado, no tengo miedo. Se vive mucho mejor sin
miedo. Pero ahora solo aguanto, no me extingo, porque me queda algo de fuerza
biológica. Y no tiene sentido esperar a que esta desaparezca. No quiero llegar
a esa situación. Bastante consumido estoy ya. No quiero que me ofusquen la
morfina, ni [el obispo] Rouco Varela ni los paliativos”, dice convencido.
“Ateo,
republicano y comunista”, José Luis también estuvo en la cárcel en el
franquismo. “Era lo que tocaba. No me arrepiento”, cuenta. Estas convicciones
han marcado su vida. “Como dice Feuerbach, de lo que se trata es de transformar
el mundo. Y yo estoy satisfecho”.
En
el torbellino de su mente, la última frase tiene varias lecturas. Puede ser por
el éxito de hace menos de tres meses, justo antes de su último ingreso hospitalario,
cuando montó una dramatización sobre un poeta alemán en el Instituto Goethe. O
por la tranquilidad de que ha hecho todo lo posible para llegar al final “con
todo el bagaje”.
Y
eso que no ha sido un año fácil. “Empecé a sentirme mal a finales de 2012. Me
ahogaba. Pero estábamos en San Sebastián, y cualquiera va a urgencias en
vacaciones de Navidad. Por si era del corazón, hice una prueba: fui a un
asador, y me tomé un buen chuletón, con su ensalada, sus pimientos, su vino. Si
aquello no me sentaba mal, es que no era del corazón”. No lo fue, dice, y
parece relamerse aún del gusto de aquella comida de buen vividor —“no como
ahora, que con la morfina tengo la boca acartonada y nada me sabe a nada—”.
Volvió
a Madrid conduciendo desde San Sebastián, y fue derecho a urgencias. “Poco a
poco, prueba tras prueba, veía claro que lo que tenía era un cáncer. Pero había
que saber cuál”. Al final, hubo un diagnóstico: “Un adenocarcinoma de pulmón de
cuarto grado con el mediastino [la cavidad donde está el corazón] afectado. Me
dieron un año de vida, justo lo que he vivido. Es un cáncer genético, porque yo
no he fumado en mi vida y he sido muy deportista. De fútbol no, pero he hecho
mucha bici y piragüismo”.
No
se rindió. Eso no va con él. El relato se enmaraña a veces por efecto de la
medicación y las ganas que tiene de dejar claro el mensaje, pero la narración
muestra la lucha simultánea a los preparativos para el final. “En marzo me casé
con Concha. Debió de ser el 20 o el 21 de marzo”, afirma con un despiste
sintomático. Porque después de años de convivencia, esa fecha no era la
importante para él. Lo que cuenta es que “así a ella le puede quedar mejor
pensión”, y que, aprovechando el cumpleaños de su madre, lo celebraron el 14 de
abril, día de la proclamación de la República. “Es una tradición que tenemos”.
“Llegué hecho una máscara de pus. Es uno de los efectos de la medicación que
estaba tomando”.
Se
ríe al recordar el momento en que empezó el primero de los tratamientos. “Me
dijeron que tenía que tomarme la pastilla a las ocho de la mañana, así que ese
día me puse el despertador, me alcé, puse el himno de la extinta Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas, y ahí, con el puño en alto, me la tomé”.
Aquel ataque de heroicidad no va con él. “Al día siguiente, me di cuenta de que
aquello había sido, más bien, un ataque de estulticia. Así que me levante, cogí
la pastilla, pero no me la tomé con la Internacional. Puse a Krahe versionando
a Brassens. Ahí estaba yo, ‘como un gilipollas, madre”, tararea y ríe a la vez.
A
los tres meses, los chequeos demostraron que aquel tratamiento no funcionaba.
Todavía probó otro. “Pero tuve todos los efectos adversos posibles”, dice. Ahí
se desata su indignación. “Le dije a los médicos que lo dejáramos, que aquello
no servía para nada. Pero ellos se empeñaron en que siguiera más, que era el
protocolo. ¡Y qué cojones me importa a mí el protocolo, si me iba a morir! Eso
es lo malo de los médicos. No tienen una visión holística, del conjunto de la
persona. Saben mucho de lo suyo, pero estos médicos jóvenes, tan eficaces, ni
te miran a la cara. No se atreven a decidir. La Ilustración no ha llegado a la
medicina. Se agarran al juramento hipocrático, cuando ese señor murió hace
miles de años, pero no han leído a Kant. O sí, pero no se han enterado. Y yo
les digo como el filósofo: ¡Sapere aude!, ¡atrévete a saber! Que piensen con su
cabeza”.
No
quiere, sin embargo, cargar las tintas con los profesionales. “Las enfermeras
han sido todas magníficas. Son la columna vertebral del sistema. Y conste que
con los médicos me llevé muy bien. Siempre fueron claros. Se ve que sabían que
trataban con alguien preparado para aceptar lo que fuera. El problema es del
sistema, que no les permite pensar. Me voy degradando de tal manera que ya ni
siquiera alcanzo a levantarme. No puedo llegar ni al pico de la mesa. Y las
médicas de paliativos aún me dicen que tengo que luchar más, que todavía estoy
bien de la cabeza. Pero lo que yo quiero es decidir, es un derecho. Uno tiene
que decidir cuándo va a morirse porque es un derecho que vamos a ganar. Y hay
que hacerlo con una sonrisa”.
Por
si alguien duda lo del deterioro, muestra sus piernas enflaquecidas. Unos
ligeros puntitos amoratados señalan dónde tuvo las erupciones. “Con estas no
hay quien ligue”, bromea al bajarse el pantalón. Pero lo que llama más la
atención son dos agujas, clavadas una en cada muslo. “Al estar en las piernas,
yo decido cuándo me inyecto, aunque a veces no puedo. La medicación me ha
dejado las manos sin fuerzas. Todo se me cae, y alguna noche he tenido que
cargar la jeringuilla ayudándome con la boca”, dice a la vez que representa el
esfuerzo.
Como
para corroborar lo que dice de su falta de fuerza, de su torpeza sobrevenida,
el ordenador se le resiste. “No tengo sensibilidad en los dedos, pero aún lo
manejo con los meñiques”. Parece mentira que hace poco más de medio año fuera
capaz de coger el kayak y salir al mar en San Sebastián. “Quería ver el Peine
de los Vientos desde el agua, y al final me hice todo el recorrido de la
Bandera de la Concha, la famosa regata. Disfruté como un grajo”.
Algo
así sería impensable ahora. “En los últimos meses, cuando tengo fuerzas, me
conecto al portátil y le mando cartas a los diputados para que regulen la
eutanasia y la muerte digna. Pero ninguno me contesta. Ni los del PP ni los
demás. La izquierda, empezando por el PSOE, ha abandonado el asunto. Lo llevó
Zapatero en sus primeras elecciones, y no lo han vuelto a tratar. Y esto es un
derecho humano, no es de derechas o izquierdas, es algo transversal”, se queja.
“Menos
mal que hace ya muchos meses nos hicimos toda la familia de DMD”. Adquiere un
tono profesoral cuando habla de esta asociación. “Tienen todo mi reconocimiento
por luchar por lo que luchan. Frente a ministros como el de Interior, que fían
en santa Teresa para arreglar los problemas”, ironiza sobre la reciente
apelación a la santa de Jorge Fernández Díaz para que ayude a España en estos
“tiempos recios”. “Ellos trabajan por la gente, por los derechos de todos”,
dice. “Y todavía hay gente, como el exportavoz de Aznar, Miguel Ángel
Rodríguez, que llamaba nazi a [Luis] Montes”, médico de la asociación que fue
juzgado —y absuelto— por el caso de las sedaciones de Leganés. “Me dan ganas de
ponerme bueno solo para coger un palo e ir a verle”, dice indignado.
La
mención a los políticos le lleva otra vez al objetivo de esta entrevista.
“Espero gestionar bien el tiempo que me queda. Muchas cosas no puedo hacer,
pero sí hablar con los míos y hacer manitas. No tengo miedo. Y cuando llegue el
momento, reuniré a la familia y tomaremos un vino antes de que me seden. Yo
quiero decidir. Basta de tutelas. ¿Por qué hay quien se cree con el derecho a
salvarte si tú no quieres que te salven?”.
Por
fin, el ordenador responde al torpe manejo. “Ya les he dicho lo que quiero
cuando me vaya. Primero habrá que dejar pasar un tiempo, hasta que se supere el
duelo. Y luego, el 14 de abril, me gustaría que vayamos al mismo bar donde
celebramos la boda y hagamos una fiesta. Yo les pediría que canten la
Internacional, por lo menos la primera estrofa, que es la única que se saben
todos”, dice hablando en primera persona. “Que haya discursos los justos. Yo ya
me habré despedido”.
Lo
dice mientras muestra el fichero que acaba de abrir en su ordenador. Si todo
sale como José Luis ha planificado, todos sus allegados ya habrán recibido su
último mensaje: “Hasta siempre, y no os olvidéis de sonreír. Gracias y un abrazo”.
“Estas
cosas, mejor hacerlas cortas, ¿no?”.
Lucha
por la muerte digna
- Ramón Sampedro. Este gallego, tetrapléjico
desde los 25 años, fue la primera cara de la lucha por la muerte digna en
España. Llevó su caso a los tribunales para que le ayudaran a morir, pero
no lo consiguió. Se suicidó con cianuro en 1998. Dado que para quitarse la
vida necesitó la cooperación de otras personas, su entorno fue investigado
y una amiga, Ramona Maneiro, acusada, pero resultó absuelta. La
cooperación necesaria para el suicidio está penada en España, aunque si el
que pide ayuda para quitarse la vida sufre una enfermedad terminal se
considera una eximente parcial.
- Madeleine Z. Esta mujer de 69 años sufría
una enfermedad que la iba paralizando progresivamente. Se suicidó en 2007
ingiriendo una combinación de fármacos que le habían recomendado unos
médicos. El suicidio médicamente asistido implica que el afectado tome
voluntariamente los fármacos que le prescribe un facultativo, y, en
Europa, solo está permitido en Suiza. Hubo una investigación que no acusó
a nadie.
- Pedro Martínez. Este joven murió en 2011
después de recibir una sedación terminal. Sufría esclerosis lateral
amiotrófica (ELA) y, ante su progresiva asfixia y sufrimiento, recibió
unos calmantes que, como efecto secundario, le produjeron la muerte. Esta
práctica, la sedación terminal, está aceptada médicamente y es legal. Es a
la que ha recurrido formalmente José Luis Sagüés.
- Inmaculada Echevarría. La mujer consiguió en 2007 que
le retiraran la respiración asistida que la mantenía con vida. La cesación
del esfuerzo terapéutico a voluntad del paciente también es legal y se
considera una buena práctica médica.
- Eutanasia. Consiste en suministrar
fármacos a un paciente terminal con el fin de acabar con su vida. En
Europa solo es legal en Holanda, Bélgica y Luxemburgo, y, en el mundo, en
algunos Estados de EE UU y Australia.
Fuente: www.elpais.com
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