Daniel Pérez / Cádiz / 21 octubre
2013
Siete
de la mañana, cerca de Morón de la Frontera, en Sevilla. Uno de los capataces
cierra la cancela alta y mohosa de la finca. Un camino de albero, con varios
coches aparcados de cualquier forma en la cuneta, sube desde la carretera. La
única vía de acceso al olivar es ese tramo torcido de carril. El otro capataz,
un familiar del dueño, mira a los jornaleros desde lo alto de un montículo de
tierra. El capataz más veterano da el cerrojazo al portón y dice: “Son tres euros
y medio la canasta”. Algunos de los hombres hacen un amago de protesta, pero el
capataz más joven los frena en seco: “A quien no le guste, que se vaya”.
En
la cuadrilla hay dos parejas de Puerto Serrano (Cádiz). Juan de Dios dice que
lo cuenta ahora, cuando casi ha terminado la campaña del verdeo, porque está
“harto”. Su mujer, más práctica, matiza que los dos han rematado las peonadas
que les hacían falta para solicitar el subsidio. Aún así, ella advierte: “En la
foto no nos saques, por si acaso”. “Por si acaso”, insiste él, abriendo mucho
los ojos. Ese “por si acaso”, casi una consigna en el tajo, está sembrado de
acepciones, a cual más peligrosa. Por si acaso no los vuelven a llamar, por
ejemplo. O por si acaso se granjean fama de conflictivos o alborotadores, sin
ir más lejos. O, peor aún, por si acaso alguien sospecha que son del sindicato.
En fin: por si acaso.
Juan
de Dios repite la escena y es obvio que tiene cierto talento para los detalles:
el capataz veterano, el capataz más joven, los jornaleros en grupo, apurando un
cigarrillo y refunfuñando. Pero, en su descripción, la reja, el camino y hasta
el montículo tienen un sentido. Desde allí se observa la carretera. Es fácil
ver quién se acerca. También es fácil salir corriendo.
La
mujer intenta contenerse, aunque el mismo discurso de su marido la indigna:
“Así de clarito nos lo dijeron: o esto o nada”. Y añade una retahíla de
insultos. “A quien no le guste, que se vaya”, repite. “Y como aparezca alguien
de la inspección de trabajo, mañana no viene nadie”. Por si acaso ha sido un
chivatazo desde dentro. Por si acaso.
“Es
esto o nada”, entonces. Y el capataz más joven explica en qué consiste el esto”:
Tres euros y medio por canasta, en una jornada de diez horas, implica un tope
de veinticinco canastas por pareja. Es decir, a 37 euros el jornal como
máximo, la mitad de lo que se pagaba hace cinco años y casi lo mismo que hace
15. No hay fines de semana ni días de descanso, salvo que llueva. Y el
transporte, lógicamente, corre a cargo del trabajador. A veces las fincas se
encuentran a dos o tres horas de distancia, en Málaga o Sevilla. Si a los
600/700 euros de la campaña le restas el coste del gasoil, el resultado es de
cajón: una absoluta miseria.
Juan
de Dios ignora que hay casos peores. Tres euros la canasta. O treinta euros
fijos el jornal, pero con el capataz anotando la gráfica de producción de la
pareja y ‘nominando’ a las más lentas en un juego perverso y psicológicamente
demoledor. Si te quedas atrás, lo mismo no vuelves. Así que “hay que deslomarse
por si acaso”. Por si acaso.
RETORNADOS
DE LA CONSTRUCCIÓN
El
diagnóstico no se basa, únicamente, en testimonios personales: Cáritas acaba de
publicar su Informe anual sobre la situación social de los temporeros
agrícolas. Sus cálculos de promedio dan la razón a Juan de Dios y a su
esposa. Por diez horas, seis días a la semana, la retribución varía entre los
33 euros y los 42 euros el jornal. El techo solo se alcanza en circunstancias
excepcionales. Se paga a 3,3 euros la hora. Entre un 10% y un 30% carece de
contrato. El Informe también subraya que, entre 2011 y 2012, un 80% de los
encuestados ha percibido que las condiciones laborales en el campo “se han
deteriorado gravemente”.
Trabajadores
del campo de la Sierra de Cádiz en la campaña del verdeo. // D.P.
Pedro
Barrera, portavoz del SOC-SAT en la Sierra de Cádiz, habla sin tapujos de “una
vuelta a la esclavitud”, aunque subraya la dificultad de abordar el problema
con los protocolos habituales. “Los jornaleros, desde hace décadas, viven al
borde de la exclusión social. Ahora mismo la situación es tan dramática que
todo el mundo teme perder los únicos ingresos que entran en la casa, y sin
denuncias que no sean anónimas es muy complicado que podamos actuar con
garantías”. Y añade: “La gente, con razón, está asustada. Vamos camino de la
Edad Media”.
En
su análisis, Barrera advierte de un cambio de perfil en el trabajador del campo
que coincide plenamente con el que dibuja Cáritas. Gente más joven, de 20 a
35 años, que, en muchos casos, ha salido rebotada del crack de la construcción.
Es lo que los sociólogos denominan “el retorno de los autóctonos”:
exalbañiles o peones que regresan al tajo ante la falta de expectativas en el
andamio y se encuentran con que “la situación es peor que cuando eran sus
padres los que recogían las aceitunas”.
Hay
un superávit de mano de obra, como en todos sitios, pero con el añadido de que
a los empresarios agrícolas siempre les es más fácil azuzar el racismo en su
propia conveniencia. Convierten a una de las víctimas (el inmigrante) en una
amenaza para otra víctima (el español) y logran así que el miedo se convierta
en una motivación extra. “Que si no queréis, vienen los moritos”, cuenta
que le dijeron a A. García Sánchez, otro de los trabajadores de Puerto Serrano
que asistió a “la encerrona” de Morón. Y ahí se termina el debate.
REACCIÓN
SINDICAL
UGT
ha optado por llevar la situación a los tribunales. La Federación de Industria
y Trabajadores Agrarios ha informado a la Inspección de Trabajo, a la Guardia
Civil y a los responsables de la Junta de Andalucía y de las Administraciones
Locales de las “tropelías” que se están cometiendo contra los peones agrícolas.
Emilio Terrón, responsable del sector en la FITAG-UGT, denunció que “los
empresarios de Sevilla, entre otros, obligan a trabajar a destajo, mientras que
pagaban las cajas o espuertas a tres o tres euros y medio”. Terrón apuntó,
además, que sólo se daban de alta a los trabajadores cuando eran capaces de
reunir cantidades superiores a los 350 kilos de aceituna. El sindicato trasladó
la denuncia a la Fiscalía. En el documento se señala explícitamente que algunos
empresarios “emplean el engaño o la coacción para que los trabajadores no
reclamen lo que la legislación laboral les reconoce, castigándolos con
despidos”.
Santiago
Lepe, del Agroalimentaria de Comisiones Obreras, por su parte, exige una
Inspección Laboral más efectiva, “que pueda controlar realmente si se están
cumpliendo las condiciones laborales que marcan la ley y los convenios”. Lepe
advierte de las dificultades que tiene la Inspección para “demostrar con
papeles lo que sabemos que está ocurriendo en muchas explotaciones”. Para
colmo, la Federación Internacional de Derechos Humanos, en su propia
radiografía del sector, alerta del “aumento de impagos”. “El incremento de
adeudos de entre seis meses y un año de trabajo se ha multiplicado con respecto
a otros años”, subraya la FIDH, uno de los organismos a los que la UE fía sus
informes.
Mientras
tanto, entre denuncias anónimas y públicas, comunicados sindicales y avisos de
la Fiscalía, la sensación de impunidad crece. Sólo desde esa perspectiva pueden
entenderse titulares como los que se sucedieron durante la pasada campaña de
primavera: “Más de 100 temporeros búlgaros abandonados en una finca de Cartaya
porque el empresario se niega a abonarles el salario de la fresa”. O:
“Dieciséis peones agrícolas vivían en una nave destinada a la cría de pollos
sin agua corriente”. O: “Un contratista almeriense despide a todos sus
jornaleros vía sms”. Lo que antes era insólito ahora se vulgariza, y cada vez
resulta más difícil encontrar a trabajadores que se admitan explotados. Que
denuncien su situación. Que avisen a los sindicatos o a la Inspección. Que
salgan en la foto.
Por
eso Juan de Dios insiste en que no le saquen la cara.
Porque
tiene miedo.
Por
si acaso.


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