Juan Antonio Molina |
Periodista y escritor
nuevatribuna.es | 18 Octubre 2013 - 09:40
h.
Sabino
Alonso Fueyo, director del diario falangista Arriba, se quejaba a Franco
de las presiones que recibía de los distintos sectores y familias del
Movimiento Nacional, hasta que el dictador cortó el asunto diciéndole:
"Usted haga como yo y no se meta en política." Durante largo
rato en la historia de España un impenitente sesgo autoritario ha hecho
política abominando de la política al considerar que tenía unas legitimidades
superiores al juego de la confrontación ideológica. Es la instauración de esa
unanimidad impuesta incapaz e incapacitante de construir un discurso más allá
de lo obvio. Unamuno aseguraba que un país vivo era un país ideológicamente
dividido, y no encontraba ninguna razón para justificar “eso de la unanimidad.”
Por ello, sostenía el escritor vasco, le daba lástima “un pueblo
unánime, un hombre unánime”.
Rajoy
también gobierna España sin política, encastillado en la teoría de lo
inconcuso. Ante el secesionismo catalán apela a la contabilidad y al trapicheo
del dinero asumiendo como imposible y perverso cualquier problema que se
plantee en términos políticos. De hecho, la política ha sido anatematizada por
esa especial idiosincrasia del pensamiento autoritario que sustituye el
conocimiento por la afirmación pragmática de que lo que el conservadurismo y
sus cognados desean es la verdad. Una actitud extrema que siempre ha
desvertebrado a España en nombre de un escenario uniforme. El consenso de la
transición, en realidad más afín al concepto de consenso manufacturado de
Walter Lippmann, supuso que para que el sistema funcionase debía tener lugar
una desnaturalización ideológica de todas las propuestas políticas, y por tanto
de la misma política, excepto las de la derecha cuyo régimen de poder provenía
del estado natural de las cosas, de esa naturaleza que Adorno definía como
estiércol.
Por
tanto, todo consistía en que las demás fuerzas políticas dejaran de ser lo que
eran: que la izquierda se volviera conservadora y que los nacionalistas fueran
gestores de la descentralización administrativa, sustanciándose el debate en
una cuestión de medios y recursos y no en modelos ideológicos. Este imperativo
conjugado con el aprovechamiento de la crisis económica por parte de la derecha
para aplicar su programa máximo y con él desmantelar todo lo que el conservadurismo
considera concesiones y debilidades en lo social y en lo político, ha
supuesto el agotamiento del sistema por la sencilla razón de que es imposible
resolver los problemas con el mismo pensamiento que los creó.
La
derecha apela al enfrentamiento sabiendo que el régimen está formado a las
hechuras de sus esencias constitutivas y que la especial fisonomía que la
transición le dio a los partidos políticos, más como órganos del Estado que
como intermediarios de la sociedad, condiciona que el resto de fuerzas
políticas, singularmente de izquierda, sientan el vértigo del vacío si no
siguen desnaturalizándose en un modelo que, en teoría, niega sus expectativas
ideológicas. En este contexto, el partido socialista, siempre tan predispuesto
a descomponer la figura, se enfrenta a sus propias inercias que le producen
alteraciones sociológicas y una constante aporía en sus desarrollos
estratégicos.
Ello
ocasiona que lleve el PSOE dos años paralizado y sin aliento, incapaz de
generar vías de acción política que le diferencien de las actitudes
intransigentes de la derecha como propuestas sin alternativas y le
acerque a los valores y las ideas que deben constituirlo. Frente a la
bipolarización del caso catalán, el deterioro social, el hundimiento de
los derechos y libertades públicas, el partido socialista no ha elaborado un
relato alternativo que conecte con las auténticas aspiraciones y demandas de
las mayorías sociales. El bloqueo institucional y político que padece el
sistema hace no ya necesaria sino urgente una profunda regeneración democrática
que no será posible sin transformar exhaustivamente la estructura de la vida
pública, incluidos los propios partidos políticos, para afianzar un sistema que
resuelva los problemas de los ciudadanos y no constituya un problema en sí
mismo. Quizás no estaba muy descaminado Bertolt Brecht cuando afirmaba
que las revoluciones se producían en los callejones sin salida.
Fuente:
http://www.nuevatribuna.es/

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