Artículos de Opinión | David Fernández * | 17-10-2013 |
Desde
los pioneros de Rochadale, a mediados del siglo XIX, hasta hoy –donde más de
1.000 millones de personas en todo el mundo están directamente vinculadas al
cooperativismo– mucho ha llovido y mucho ha pasado. Pero seguramente, nunca
como antes, la cooperación social se ha visualizado como alternativa sólida y
real ante un mundo cada vez más injusto y desigual. Ni nunca antes se había
convertido en realidad concreta el ‘There is no alternative’ neoliberal parido
por Reagan y Thatcher.
Hoy,
aquí y ahora, el hecho cooperativo es, sobre todo, alternativa social
post-capitalista, construcción de nuevos paradigmas económicos y empezar a
labrar las semillas de la democracia social y económica. La economía, como la
política, o la hacemos nosotros o será hecha contra nosotras. Y es en este
terreno, en esta disputa tan desigual entre modelos antagónicos que es la
economía, donde el cooperativismo replica y refuerza, finalmente, una profunda
lucha social y cultural que veníamos perdiendo. La de los valores: solidaridad,
apoyo mutuo, autogestión, mutualismo, previsión social, mejora de las
condiciones de vida y trabajo, tejido de red comunitaria, recuperación del
vínculo social, autoorganización y autodefensa ante los embates del mercado.
En
la búsqueda de alternativas desde hace décadas, y ante el secuestro de la
democracia política y la soberanía económica, el cooperativismo y la economía
social desempeñan cada día el derecho a decidir sobre el modelo económico.
Autodetermina cada día para disputar el terreno a un capitalismo ya senil, que
revienta el tejido productivo, la estructura social y el entorno ecológico.
Hoy, aquí y ahora. Si ellos tienen La Caixa, nosotras –un nosotros plural,
social y abierto– tenemos Coop57 y Fiare: los primeros pasos hacia un sistema
financiero ético. Si ellas tienen Endesa y el casino de las energéticas,
nosotros tenemos Som Energia, apuesta ecológica y soberanía energética. Si
ellos tienen Carrefour, nosotras cooperativas de consumo que, bajo los
principios de la soberanía alimentaria, protegen la agricultura y el campo. Los
ejemplos, no exentos de contradicciones porque el cooperativismo no es un
cuento de hadas, se multiplican en prácticas sociales que, en y por sí, ya
liberan. Ya cambian el país. Ya democratizan la economía, redistribuyen
socialmente la riqueza y refutan la mercantilización.
El
cooperativismo hoy –superando también el enésimo intento burdo para
mercantilizarlo, integrarlo y desfigurarlo en el seno de la dictadura del
mercado libre– intenta operar a escala humana, social y territorial y se
convierte en una nueva institución del común. Esta es la aportación cooperativa
–democratizadora, transformadora, solidaria, internacionalista– en un contexto
radical de persistente “golpe de estado de mercado”: seis años de crisis, tres
de políticas de austericidio... y décadas de acumulación por desposesión de las
clases populares.
Desde
la fértil y a menudo olvidada historia del movimiento obrero y cooperativo,
Micaela Chalmeta certificaba que la acción cooperativa no es más que “desecar
el capitalismo en sus fuentes”. Allí donde comienza. Hoy, la apuesta insumisa
por el cooperativismo –de trabajo, de consumo, de servicios– significa poner
las bases, las semillas y la matriz de un modelo poscapitalista a la altura de
los retos del siglo XXI. Porque, finalmente, el único territorio liberado del
que disponemos es nuestra vida cotidiana. Allí donde desobedecemos, o
reproducimos, con nuestra práctica, el capitalismo senil. Allí donde
demostramos, y nos demostramos, que sí. Que ya es posible un tiempo de vida
fuera del capitalismo. Un nuevo tiempo de los comunes. Cooperativismo, pues. Y
tanto. Nuestra retaguardia solidaria, el refugio colectivo donde refutamos la
doctrina del shock, la alternativa de futuro que vendrá. Que ya está viniendo.
*
David Fernández es diputado por la CUP-AE en el Parlament de Catalunya.

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