Sin una idea clara
de lo que es España, con sus matices y articulaciones, no se va a solventar la
cuestión catalana ni ninguna otra
03/10/2014 - 20:55h
La raíz de todo el asunto es que hay muchos catalanes que no se sienten
para nada españoles. Y que ese sentimiento lo tienen de siempre y lo tenían sus
padres y sus abuelos. Con una intensidad distinta según los casos. Para algunos
es compatible con la convivencia pragmática con el resto de España. Para otros
no. Durante un tiempo, incluso mucho, esa realidad puede no tener secuelas
políticas. Pero de repente, una serie de circunstancias la transforman, y lo
que solo han sido las reivindicaciones de una minoría, los nacionalistas, se
convierten en una pulsión mayoritaria. En la que se juntan los sentimientos,
las frustraciones y los anhelos de la más diversa índole. Estamos en uno de
esos momentos. Ha habido otros cuantos durante los últimos cien años. Y todos
han terminado mal.
Si a ello se
suma que una situación muy parecida se da en el País Vasco y en una medida algo
menor, pero no tanto, en Galicia, se concluirá que el problema de las
seguramente mal llamadas “nacionalidades históricas” es una cuestión sustancial
de la política española. Y que cualquier político que se precie de tal
condición debería conocer con la mayor hondura y articulación posible todo
cuanto tenga que ver con la misma. Debería ser un capítulo fundamental de su
formación. Las ideas de andar por casa y los lugares comunes no sirven para
saber qué hacer en este terreno. Y las recetas que salen de las vísceras, de
los atavismos sin base, están destinadas al fracaso o al desastre.
Desgraciadamente
estas últimas son las actitudes predominantes. Y las que se transmiten a la
gente. Los medios de comunicación contribuyen mucho a ello porque, salvo
excepciones puntuales, no se preocupan de ir más allá de lo que dicen los
políticos. Y éstos, desde hace mucho tiempo, no han solido pasar del eslogan
que más conviene en Cada circunstancia. El sistema educativo tampoco ayuda a
que los ciudadanos comprendan que el asunto es complejo. Y por el contrario lo
banaliza, sesgando a favor de interpretaciones nacionalistas, centralistas o de
idílicas lecturas del Estado de las autonomías, según de qué autoridad dependa
la autorización de cada texto escolar. Un ciudadano alemán de formación media,
no necesariamente un intelectual, posee unos conocimientos sobre su sistema
federal, sus orígenes, sus principios jurídicos y su razón de ser del que
carecen buena parte de los políticos españoles. No digamos los ciudadanos
corrientes. Incluidos los catalanes.
Los hasta aquí
apuntados son deficiencias muy serias. Si se añade que la matriz ideológica que
en este asunto inspira a los dirigentes y a buena parte del partido dominante
en España, la incapacidad para hacer frente al problema se agrava. Porque el PP
no ha avanzado mucho en este capítulo respecto de las formulaciones plasmadas
en los principios fundamentales del régimen franquista. La manera en que la
derecha entiende el Estado de las Autonomías ha venido a confirmarlo ahora que
éste hace aguas por todas partes. Y no sólo por culpa del conflicto con
Cataluña, sino porque ha terminado por ser una maquinaria inservible,
destrozada por la codicia de las élites políticas y de los caciques regionales.
En un tiempo el
PSOE se preciaba de ser el instrumento político ideal para hacer frente a los
problemas del Estado español, los que desde siempre plantean las nacionalidades
históricas y los nuevos que ha generado la Constitución. Porque, decía, era el
único partido con presencia y fuerza real en todos los territorios. Hoy ya no
es así, ni de lejos. Y en su creciente desarraigo, los socialistas tienden a
envolverse en la bandera de España y, a la postre, a seguir la estela del PP,
porque cualquier otra actitud, que las hubo hasta hace no mucho, ha
desaparecido de su interior. O porque cree que esa es la única manera de no
perder más votos.
La otra
izquierda, la que apunta, en conjunto, a ocupar el espacio que está dejando libre
el PSOE, expresa algunos mensajes distintos sobre la cuestión. Acepta, y no
sólo en el caso de Podemos, la idea de la consulta catalana. Lo contrario sería
negar su esencia misma que es la de reclamar una profundización de nuestra
democracia. Pero hasta el momento no ha expresado su idea de España, de cómo
debería ser un Estado nuevo, que sustituyera al caduco de las autonomías y en
el cupieran sin dramas los catalanes, los vascos y los gallegos que no se
sienten españoles.
Ese proyecto no
existe. Ni en la izquierda ni en la derecha. Desde 1978, quienes mandan,
interpretan e influyen han hecho creer que la Constitución lo había creado. Hoy
se ve muy a las claras que eso no era cierto. Y sin una idea clara de lo que es
España, con sus matices y articulaciones, no se va a solventar la cuestión
catalana ni ninguna otra. Se podrán apaciguar, incluso por la vía de la fuerza
institucional, mejor no mentar cualquier otra. Pero será imposible trazar
ninguna nueva vía de solución.
Por eso el
seguimiento de la actual crisis catalana produce melancolía, si no
aburrimiento. Porque cada uno se puede apuntar a las declaraciones de
principios que hacen unas y otras partes y que la mayoría de las veces son mero
esencialismo demagógico. Pero lo más normal, sobre todo si no se vive en
Cataluña, que allí el ambiente presiona mucho, es tender a no sufrir ni a
padecer por lo que está pasando. Porque se cree que, al final, la sangre no
llegará al río. Lo cual es una hipótesis arriesgada, porque puede fallar. Y
además, mientras tanto el asunto ya está haciendo daño, y no solo en la
economía y en la percepción que en el extranjero se tiene de cómo está España,
lo cual tampoco es bueno. O porque, faltos de una referencia de por donde
habrían de ir razonablemente las cosas en el futuro, que no es lo mismo que una
solución milagrera que no existe, los más piensan que, a la postre, ese asunto
nada tiene que ver con ellos. Y que ya puestos, tampoco ellos tienen que ver
mucho con esta España a la que sólo unos pocos le sacan partido.
Fuente: www.eldiario.es
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