Publicado por Cristian Campos
Una imagen de la Diada de 2014. Foto: Cordon
Press.
Hubo dos momentos
llamativos en la entrevista de Ana Pastor a Artur Mas del pasado domingo en La
Sexta. Y eso a pesar de esa cansina matraca televisiva que obliga a los
presentadores a forzar el titular viral en cada frase. O a interrumpir al
entrevistado a las bravas cuando la histeria espasmódica que ellos llaman
«ritmo» decae. En breve las entrevistas en televisión las hará un mono con una
ametralladora. Para mantener la tensión y tal. A fin de cuentas, la televisión
española es entretenimiento, no periodismo, y ese libro de (mal) estilo
audiovisual que la tele ha copiado de internet y que internet heredó de la tele
en una espiral de chorrez que desemboca en la más absoluta gansada no se lo ha
inventado Ana Pastor. Que, por otro lado, parece una buena periodista
infiltrada en territorio enemigo.
El primero de esos
momentos llamativos es cuando Pastor charla con Javier Sardà en el AVE
como prólogo a la entrevista a Artur Mas. Durante esa charla, Sardà pilla por
sorpresa a la presentadora y le pregunta si ella tiene un «gran sentimiento
patriótico». La respuesta de Pastor es la de muchos ciudadanos españoles cuando
se les pregunta por sus vínculos sentimentales con España: el «paso turno». «Yo
tengo sentimiento… hacia mi hijo», dice ella. En términos toreros, eso es una
chicuelina de manual: el matador se enrosca en el mismo capote con el que acaba
de azuzar al toro.
El segundo momento
son en realidad tres momentos. Ana Pastor le pregunta a Javier Sardà si en
Cataluña se ha «medio manipulado» a los catalanes. Me gusta mucho eso de «medio
manipulado». Así se le pone el condón a una palabra, con desparpajo. Pero a
Sardà no le gusta la pregunta y le sugiere a Pastor «ponerlo bonito» y decir
más bien que a los catalanes «los han convencido». Pocos minutos después, Julia
Otero suplica un poco más de respeto por la inteligencia de los ciudadanos.
Dice Otero que «uno no puede ir por ahí diciendo que los que salen a la calle
son manipulados, que es una masa aborregada y adocenada, y que la culpa es de
Mas. Eso no se sostiene ni aquí ni en ningún sitio. No podemos considerar que
el votante es imbécil». A pesar del afán pedagógico de Sardà y Otero, a Pastor
le falta tiempo para soltarle a Mas la expresión «calentar a la gente». Mas se
pone firme ante lo que sugiere el término —que los catalanes son gilipollas y
que él se ha aprovechado de ello— y la presentadora se ofrece, educada, a
«cambiar el verbo».
El caso es que Ana
Pastor insiste hasta tres veces en poco más de diez minutos en el argumento de
la manipulación. Una manipulación que habría conducido a unos catalanes
anteriormente reacios o indiferentes a la idea del independentismo a pedir
ahora la separación de un país… por el que Ana Pastor es incapaz de demostrar
el más mínimo sentimiento incluso en el contexto de una charla informal.
Fíjense bien. Antes incluso de empezar la entrevista, Ana Pastor ya se ha
quedado sin ella. El titular se lo doy yo: «Una atea le reprocha a un ateo su
indiferencia frente a la idea de dios».
En otras palabras.
Cuando un español siente indiferencia hacia la idea de España, está ejerciendo
su libertad personal a sentir lo que le sale de las gónadas. Cuando es un
catalán el que siente exactamente esa misma indiferencia, está siendo
manipulado.
Siendo los
catalanes tan fácilmente manipulables, digo yo que todo lo que deberían hacer
los españoles para acabar de un plumazo con el soberanismo es demostrar un poco
de entusiasmo por su propio país cuando son preguntados al respecto. Eso no
requiere que los españoles respondan a la pregunta de Sardà levitando al oír la
palabra «España», pero no estaría mal un sencillo «no entiendo qué quieres decir
con “gran sentimiento patriótico” pero creo que vale la pena conservar buena
parte de lo conseguido por los ciudadanos españoles a lo largo de los últimos
cuarenta años». Con esa frase, tan pragmática ella, no puede sentirse ofendido
ni uno de ERC, oigan. Pero si ni de eso somos capaces, ¿cómo esperamos que los
catalanes dubitativos se suban al carro de la españolidad? Javier Marías decía
hace unos días en La Vanguardia que «si saliera la independencia, a mí
personalmente tampoco es que me importase demasiado». Pues si a él le toca un
pie, imagínense a Pilar Rahola y compañía.
El caso es que yo
también opino, supongo que al igual que Ana Pastor, que los afectos personales
son los únicos realmente merecedores de atención. Y eso es perfectamente
compatible con el reconocimiento de la existencia de otro tipo de afectos. Son
los afectos que no se dirigen hacia las personas sino hacia determinadas
abstracciones, como la de dios o la de la nación. Pero no son afectos
excesivamente importantes y yo aconsejaría esquivar en la medida de lo posible
a cualquier persona que insistiera más de lo razonable en ellos o que no
estuviera dispuesta a traicionarlos por una buena causa. Por mi parte ni los
considero. Si se quemara mi casa y solo pudiera escoger un objeto que salvar,
escogería el iPhone antes que la unidad de España. Al menos el iPhone ha sido
fabricado por artesanos con cariño por su propio producto.
Hablando de cariño.
Creo que no soy el primer catalán al que le merecen mucho más cariño los
españoles, y especialmente aquellos a los que conozco personalmente, que la
idea de la nación española. Aunque solo sea porque los primeros son reales y la
segunda una ficción administrativa. Como la de Cataluña, por supuesto. ¿O se
creían que este era un artículo partidista?
Es por eso que me
sorprende la insistencia de algunas personas, por otro lado perfectamente
sensatas, en esa «trama de afectos» que en teoría va a quedar aniquilada si los
catalanes se independizan.
Porque yo entiendo
los argumentos económicos. Y muy bien que los entiendo. Tengo por ejemplo
meridianamente claro que Cataluña quiebra a los cinco minutos de independizarse
de España y que España lo hace solo dos o tres minutos más tarde.
Pero… ¿las tramas
afectivas? ¿Cómo es de ceniza la vida de las personas que sostienen ese
argumento para que su trama de afectos dependa de los vínculos administrativos
que los ciudadanos establecen o dejan de establecer con el funcionariado de
turno?
—Lo nuestro es imposible, tú estás
empadronada en el distrito de Poble Sec y yo en el de Ciutat Vella.
— ¿Te has sacado el carnet de conducir? Pues que te follen.
— Hijo mío, estás desheredado: haberlo pensado antes de darte de alta como autónomo.
— ¿Cómo que esto no es lo que parece? ¡Eso que asoma debajo de las sábanas es una cédula de habitabilidad como un campanario!.
— Pe… pe… pero, ¿la doble nacionalidad? ¿Y desde cuándo conoces a esa zorra?
— ¿Te has sacado el carnet de conducir? Pues que te follen.
— Hijo mío, estás desheredado: haberlo pensado antes de darte de alta como autónomo.
— ¿Cómo que esto no es lo que parece? ¡Eso que asoma debajo de las sábanas es una cédula de habitabilidad como un campanario!.
— Pe… pe… pero, ¿la doble nacionalidad? ¿Y desde cuándo conoces a esa zorra?
En realidad, la
idea más interesante de la entrevista de Ana Pastor a Artur Mas es de Julia
Otero cuando dice —cito de memoria— que en Madrid «se está haciendo un mal
diagnóstico de la situación». Ya sé que resulta difícil de creer fuera de estos
pagos, pero Otero lo niquela.
En Madrid, sí, no
se ha entendido nada de lo que ocurre en Cataluña. Tampoco es tan extraño: lo
de Podemos también les pilló en Babia. A esta gente le hace falta ayuda porque
no da para mucho más y la intelectualidad unionista catalana, que la hay y por
cierto bastante inteligente en todos aquellos temas que no les rozan los callos
de sus neurosis, está haciéndole un flaco servicio al perseverar machaconamente
en el equívoco de que este es un conflicto de identidades provocado por un
nacionalismo periférico al que debe responderse jurídicamente. Y ahí anda
España, esperando en el campo de batalla equivocado a que aparezca un ejército
catalán que no va a hacer acto de presencia porque anda desfilando tan campante
en dirección contraria.
Porque el campo de
batalla no es el de la legalidad. Si me apuran, ni siquiera el de la
legitimidad. Tampoco es el de la identidad, o el de la historia, o el de la
economía, o el de la pertenencia a Europa. Sino el de la incapacidad de las
elites castellanas para construir un relato atractivo de país que incruste la
idea de la nación española en el imaginario colectivo de todos los ciudadanos y
no solo en el de los ya convencidos de antemano. Y menciono a las elites
castellanas porque yo a la España de la que se habla en las calles de Jerez de
la Frontera, Oviedo o San Sebastián me apunto sin demasiados reparos. Pero a la
España de la Corte no la rozo ni con un palo de pinchar nubes.
Tampoco me estoy
inventando nada nuevo. David Gistau escribía el miércoles en ABC
que «la simpatía nacionalista era una piedra pómez
para sacarse España de la piel como Camba pedía en las saunas turcas que le
rascaran el catolicismo». Y remataba luego: «En España solo se trató de
fabricar orgullo con la coartada inocua, infantil, del deporte, aunque fuera
rebajando el concepto español, igual que se rebaja el vino demasiado fuerte con
agua, con eufemismos como “La Roja” y “La Eñe”. Años después de semejante
fracaso pedagógico, nos encontramos con que España no dispone de una emoción
con la que hacer contrapeso a la del independentismo, que firma sus papeles con
los ojos anegados de lágrimas». El diario El País editorializaba al día
siguiente esto: «Hay ataques [del Gobierno
central] que son encajados con regocijo por quienes los reciben y eso es lo que
ha producido la escasa y triste comunicación gubernamental que ha intentado
contrarrestar el torrente propagandístico de Mas. Frente a un conjunto compacto
e insistente, omnipresente y persuasivo, que vende la idea de independencia
como la panacea para todos los males, el Gobierno ha erigido —sobre la base de
la inconstitucionalidad indiscutible del proyecto— un sencillo e inútil
conjunto vacío: nada (…) ¿Qué rendimiento político obtendrá si ni siquiera se
ha planteado ganarse los corazones y las mentes de la mayoría de los
catalanes?».
Supongo que la
respuesta de un salvapatrias a eso sería que a España no le hace falta
construir un relato de nación, una épica, porque España ya existe.
Quizá eso sea cierto. Quizá a este país le baste y le sobre con un ordenamiento
jurídico similar al de sus vecinos europeos para seguir existiendo, incólume y
eterno, hasta el fin de la historia. Es un argumento circular: como la España
democrática moderna es y nace de ese ordenamiento jurídico, y ese ordenamiento
jurídico impide en la práctica que España sea otra cosa, España es eterna. Una
nación perpetuum mobile que funcionará para siempre a partir de un
impulso inicial —la Constitución— y sin necesidad de aporte externo alguno de
energía. Es decir sin necesidad de la convicción de sus ciudadanos, que por lo
visto están ahí a mayor gloria de LA IDEA. «Gran idea, especie equivocada»
decía E. O. Wilson del socialismo, ese sistema político maravillosamente
diseñado… para las hormigas.
Yo es que no creo
en las hadas: España no existe allí donde sus ciudadanos no creen en ella. En
este sentido, Cataluña es independiente desde hace años.
España, en
definitiva, es en la actualidad poco más que un ordenamiento jurídico granítico
bajo el ala de una monarquía medieval defendida por un ejército de abogados del
Estado dispuestos a tirar del campanario a la primera cabra que se salga del
rebaño. Del Tribunal Constitucional ni hablo que me entra la risa tonta.
¿Pero cómo pueden
no verlo? El positivismo jurídico al que tanto se aferra el unionismo —aquí
también hay una disputa secundaria, y muy interesante por cierto, entre
positivismo y iusnaturalismo— no tiene sentido si no tiene en cuenta la
existencia de los mitos y su impacto en la realidad. Que lean a Karen
Armstrong: Una historia de dios. Ahí está todo.
Dice Armstrong que
cuando una determinada idea de dios ya no sirve a los fines para los que fue
creada es sustituida por una nueva idea de dios más atractiva. También más
joven, mucho más agresiva y extraordinariamente más contagiosa. Es lo que
ocurrió cuando el monoteísmo aplastó en las sociedades más avanzadas de la
época al politeísmo. Es lo que ocurre con las lenguas. Es Uber contra el sector
del taxi y Airbnb contra el lobby hotelero. Es Podemos, por supuesto.
También lo es el independentismo catalán, aunque joda leerlo. Solo hay que
atender al poder de convocatoria en las calles de la idea Cataluña y al de la
idea España. Las calles no son urnas, cierto, pero a partir de determinado quórum
se le parecen bastante.
La nación catalana
es una fábula, sí. Pero se trata de una fábula especialmente resiliente y que
se las ha arreglado para renovar de forma periódica el sentimiento de
pertenencia de una amplia mayoría de sus ciudadanos. Al contrario de lo que ha
hecho España, especialista en boicotearse a sí misma —«España es un concepto
discutido y discutible»— y a la que ya no defienden ni los propios españoles en
horario de máxima audiencia.
Y por eso me
sorprende la obesidad mórbida de los argumentos que tachan de prehistórico al
catalanismo oponiéndolo a una supuesta modernidad europea en la que el concepto
de nación ha quedado definitivamente diluido y bla, blu, bla. Aquí somos
europeos solo para lo que nos conviene: el referéndum de independencia escocés
lo debieron de celebrar en Papúa Nueva Guinea, por lo visto.
Por suerte o por
desgracia, las ideas —las buenas, las malas y las peores— no son realidades
objetivas que mueren cuando la historia las demuestra racionalmente falsas. Son
memes. Entes que mutan y pulen aristas. Virus susceptibles de reactivación que
permanecen congelados durante decenas de años hasta que las condiciones externas
favorecen su deshielo. Y al virus del catalanismo le está cayendo encima una
solana de justicia mientras al mamut del españolismo se le anda protegiendo en
su permafrost de los rayos del sol con una muralla de ejemplares de la
Constitución.
Fuente: http://www.jotdown.es/
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