miércoles, 18 de abril de 2012

EL ITALIANO Y LA GRIEGA NO TIENEN CABIDA EN UNA ESPAÑA DEMOCRATICA " QUE SE VAYAN POR DONDE VINIERON"

                                       ¿Qué les debemos a los borbones?
día 17.4.12
La conmemoración del bicentenario de la Constitución de 1812 el pasado 19 de marzo en Cádiz fue un ejemplo más de la habitual manipulación del pasado por el poder establecido para justificar los objetivos políticos del presente. En este caso se distorsiona el pasado para para tratar de proteger los valores adheridos a la Corona y a la Patria en un momento de emergencia nacional. En su alocución el rey destacó “el esfuerzo para la liberación de la Patria” que había supuesto la Pepa. El mismo texto constitucional que su antepasado Borbón, Fernando VII, se había encargado de abolir a su vuelta a España en 1814, en lo que representó la restauración absolutista más recalcitrante y vengativa de cuantas se dieron en la Europa post-napoleónica. Una etapa de virulenta represión que sólo concluyó con la desaparición del monarca en 1833. Pero tras su muerte Fernando VII dejó como herencia una guerra civil y una futura reina, Isabel II, que en los 25 años que permaneció en el poder, intervino continua y caprichosamente en la vida política del país, obstaculizando el acceso de los liberales progresistas al gobierno y apoyando ejecutivos de tendencias cada vez más autoritarias.
Se puede decir que el isabelino fue un ordenamiento hecho a la medida de la oligarquía conservadora y de las corruptas camarillas palatinas genialmente inmortalizadas por Valle Inclán en La Corte de los milagros. Tal fue el grado de desprestigio acumulado por la reina hasta el momento de su derrocamiento en 1868, que la posterior Restauración borbónica saltó el turno sucesorio para hacerlo en la persona de su hijo Alfonso XII, un rey que se encargó de poner fin a los avances democráticos conseguidos durante el Sexenio. En verdad, durante el siglo XIX ningún país de nuestro entorno tuvo que enfrentarse a tantos y tan serios problemas para consolidar el Estado liberal. No hubo ningún otros país europeo que a lo largo de esta centuria tropezase con tal cantidad de pronunciamientos, revoluciones y guerras fraticidas, siendo la Corona uno de los obstáculos principales que lastraron la evolución política de España en una dirección democrática.
Las grandes prerrogativas políticas que tanto Alfonso XII, como su heredero, ostentaron durante la larga etapa canovista pudrieron el sistema electoral, alimentaron el patronazgo clientelar y retrasaron la maduración política del pueblo español. Por lo que no extraña que la implantación del sufragio universal en 1890 no fuese más que un mecanismo –neutralizado por el caciquismo- utilizado para dotar de apariencia democrática a la habitual injerencia del rey en los asuntos públicos de la nación. Pero aún así el sistema de la Restauración subsistió sin grandes cambios, hasta que en los años de la Primera Guerra Mundial comenzó a evidenciar claros síntomas de agotamiento debido a la falta de compromiso de Alfonso XIII con las demandas de participación ciudadana. Esa fue la base de los numerosos problemas políticos, económicos, sociales y militares que propiciaron la desintegración definitiva del régimen de la Restauración durante la segunda década del siglo XX. En 1923 un golpe militar, que contó con el beneplácito del rey, instauró la dictadura autoritaria, y con ribetes fascistas, de Primo de Rivera. Desde unos años antes Alfonso XIII había defendido el intervencionismo militar sobre el poder civil convencido de que ésta era la mejor garantía de salvaguardar el Trono.
Hubo que esperar al ocaso de otra dictadura para ver de nuevo a los Borbones en el trono de España. En 1969 Juan Carlos I fue designado sucesor de Franco con el apoyo de Carrero Blanco y de los tecnócratas integristas del Opus Dei, quienes querían para el futuro de España una monarquía autoritaria que ofreciese al pueblo desarrollo económico a cambio de democracia. A finales de 1975 Juan Carlos I fue coronado rey como sucesor del Generalísimo al frente de la Jefatura del Estado. Pero en este punto es necesario recalcar que en el momento de la muerte del dictador los únicos proyectos que incluían una verdadera democratización de la vida política del país eran los de la oposición antifranquista. De hecho, durante los siete primeros meses que siguieron a la defunción del dictador, su heredero poco avanzó en el desmantelamiento del régimen. En verdad, el periodo transcurrido entre enero y julio de 1976 se caracterizó por el tibio aperturismo político, la intensa conflictividad social y la violencia policial. Más que impulsar una verdadera democratización, el primer gobierno de la monarquía se afanó por perpetuar el franquismo sin Franco.
Pero sus anhelos de supervivencia tropezaron con una desafiante presión social en la calle. Esta fuerza popular fue la que marcó el camino hacia la democracia y no las negociaciones por arriba entre las elites. En este sentido hay que recordar que poco después de que una gigantesca losa de granito sellase la tumba del Valle de los Caídos, una imponente ola de conflictos laborales recorrió el país de punta a punta. A lo largo de 1976 el número de horas laborales perdidas en España multiplicó la media de la CEE, donde la huelga no era un derecho fuertemente perseguido. Durante estos álgidos meses, la única respuesta del gobierno del monarca a la constante alteración de la “paz franquista” fue la represión dirigida por Fraga, provocando sucesos tan cruentos como los conocidos de Vitoria. No en vano este fue el año de mayor actividad del tan viejo como temido Tribunal de Orden Público (TOP), con más de 5.000 casos abiertos y casi 10.000 personas investigadas. Al mismo tiempo Amnistía Internacional reiniciaba su “campaña contra la tortura en España” y el pistolerismo ultraderechista campaba a sus anchas entre la tolerancia y el acicate oficial, como se puso de manifiesto con los tristes hechos de Montejurra.
Bajo tan esmerado despliegue coercitivo desde arriba, pocas fueron las opciones para la ruptura democrática. Pero, a pesar de la violencia empleada por el poder, la movilización popular forzó la caída del primer gobierno de la monarquía y desbarató su tibio proyecto aperturista. Fue sólo entonces, y no antes, cuando una parte de las elites franquistas comprendieron que ya no había más alternativa que el desmantelamiento democrático de la dictadura. Sólo entonces, ante la intensificación de una crisis política de consecuencias imprevisibles, el rey nombró a Adolfo Suárez para que iniciase la Transición. El objetivo no era otro que el de desactivar el amenazante conflicto social que ponía en peligro a la propia Corona, pero sin perjudicar los intereses de las elites socio-económicas del franquismo. Por eso el cambio democrático de la segunda mitad de los años setenta se llevó a cabo mediante una reforma, controlada por los herederos del franquismo, que no rompió con el enorme dominio en la vida política del país que ostentaban las fuerzas conservadoras procedentes de la dictadura (la banca, la gran patronal, la Iglesia católica el Ejército, etcétera).
Esta hegemonía post-franquista durante la Transición se tradujo en un sistema que restringe notablemente la capacidad de participación política de sus ciudadanos, en detrimento de unos partidos mayoritarios jerarquizados y corruptos. Por tanto, vistas las constantes trabas impuestas por la Corona al pleno desarrollo democrático en España durante los dos últimos siglos, es hora de preguntarnos ¿qué le debemos a los Borbones?

#Acampadasol


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