En junio de 2008, Václav Havel y otros destacados exponentes de
la derecha política y del anticomunismo impulsaron la Declaración de Praga,
que fue amparada por la Unión Europea, donde insistían en la idea de
considerar semejantes el nazismo y el comunismo, equiparándolos, extendiendo
una condena que pretendían fuese definitiva. Al margen de la falta de rigor
de esa declaración y de su recurso a las más burdas mentiras de los
libelistas conservadores, que pretenden ignorar la obvia relación entre el
nazismo y el fascismo con el sistema capitalista, la idea no era nueva, y, de
hecho, tenía precedentes en la propaganda norteamericana en los años de la guerra
fría y, más recientemente, en la actividad política de los gobiernos de
los países bálticos, cuya actual identidad nacionalista mantiene una evidente
filiación con el nacionalismo fascista cómplice de la Alemania hitleriana
durante la Segunda Guerra Mundial, aunque hoy esos lazos procuren ocultarse.
Esa iniciativa de Havel (que
fue apoyada por distintas cámaras legislativas, como en Bulgaria, y por el
propio Parlamento Europeo, en 2009), y otras semejantes han estimulado el
nuevo revisionismo histórico en Europa, poniendo énfasis en la condena del
comunismo y haciendo posible la reaparición de los fantasmas nazis del pasado
de Europa, en una alocada carrera que tiene en los países bálticos algunos de
sus principales protagonistas y difusores. Porque, pese a la tramposa
equiparación, lo cierto es que son los comunistas a quienes se persigue en la
Europa de hoy, mientras los veteranos nazis y fascistas y sus seguidores
reciben el apoyo de los gobiernos bálticos, y, en otros países, consiguen que
sus actividades sean toleradas. Por eso, entre otras destacadas denuncias,
Efraim Zuroff, un historiador de origen norteamericano que dirige el Centro
Simon Wiesenthal en Jerusalén, publicó en 2010 un artículo en The
Guardian donde alertaba de las actividades nazis en Letonia y Lituania y
de los lemas contra los judíos que recorrían esos países, como si no hubieran
pasado más de sesenta años desde el fin de la guerra. Zuroff también
denunciaba la pasividad de la Unión Europea ante las actividades de los
nazis. No es para menos, porque mientras las instituciones europeas no se han
preocupado lo más mínimo (traicionando así sus proclamadas convicciones
democráticas) por el encarcelamiento de dirigentes comunistas o por los
intentos de declarar ilegales a algunos partidos comunistas, han contemplado
impasibles la exaltación del nazismo que se produce dentro de las fronteras
de la Unión Europea.
En los tres países bálticos la
situación es muy preocupante. Los gobiernos de esos países, mientras
mantienen un discurso oficial que intenta equiparar comunismo y nazismo, el
Ejército Rojo con las tropas nazis, la Alemania de Hitler con la Unión
Soviética, confundiendo víctimas y verdugos, tratan a los veteranos nazis
como “combatientes por la libertad”, como algunos ministros se han atrevido a
denominarlos. Así, Estonia se ha convertido en un lugar habitual de reunión
de los veteranos nazis de las Waffen-SS, con el apoyo del gobierno, que
incluso envía mensajes de saludo a las concentraciones, y que tiene en el
ministro de Defensa estonio uno de sus principales propagandistas. Hace años
que se suceden los desfiles, actos y concentraciones de exaltación del nazismo.
En 2004 aparecieron en la prensa internacional noticias sobre el propósito de
levantar un monumento a las SS en Estonia, y los veteranos de la 20ª División
SS Waffen Grenadier 1ª Estonia, que colaboró con los nazis, siguen celebrando
encuentros en el país, libremente. No eran grupos aislados: entre sesenta y
setenta mil estonios integraron los destacamentos nazis que lucharon junto
con la Alemania de Hitler.
En Sinimäe, donde tuvo lugar
la principal batalla entre el ejército alemán y las tropas soviéticas durante
la Segunda Guerra Mundial, suelen concentrarse cada año centenares de
personas, acompañadas por las autoridades locales y por veteranos nazis de
Letonia, Lituania, Dinamarca y Austria, y los antiguos miembros de las
Waffen-SS desfilan bajo las banderas nazis. Una de sus peticiones es que se
levante un monumento en Tallinn, la capital estonia, a los veteranos de la
“Segunda Guerra de Liberación”, como denominan a su participación junto a los
nazis en la guerra. Después de 1945, muchos de esos nazis siguieron
combatiendo contra el Ejército Rojo, en guerrillas que contaron con el apoyo
de la CIA norteamericana y de los servicios secretos británicos, hasta su
desaparición en los años cincuenta. Libros de Mart Laar (que fue primer
ministro de Estonia y es el actual ministro de Defensa) como La legión
estonia y El soldado estonio en la Segunda Guerra Mundial, donde
ampara la preservación de su memoria y defiende la actuación de esos hombres
en las filas nazis, son vendidos habitualmente dentro de esos actos de
propaganda fascista, abiertamente protegidos por el gobierno estonio.
Alrededor de esos aquelarres
nazis, proliferan otras iniciativas. Grupos musicales como Untsakad
han publicado discos con canciones nazis estonias, y en 2008, todas las librerías
del país ofrecían un calendario con doce carteles propagandísticos de la 20ª
División Waffen-SS. Pese a las protestas de ciudadanos de izquierda y de
grupos democráticos antifascistas, el gobierno ha seguido tolerando y
protegiendo las actividades nazis, que se extienden a países vecinos. En
Helsinki, aprovechando un certamen anual de exposición de productos estonios,
suelen venderse camisetas que ensalzan a la legión estonia de las SS y
panfletos de guerra con llamamientos para atacar a Rusia y destruir Moscú. El
Comité Antifascista de Estonia, que intenta frenar el avance de las
ideas nazis, denuncia la justificación que se realiza en el país “de los
crímenes contra la humanidad” que cometieron los integrantes estonios de las
Waffen-SS.
La
complacencia gubernamental con las actividades nazis contrasta con el empeño
en la persecución de los comunistas: en mayo de 2008, empresarios y políticos
(entre ellos, el ex primer ministro Mart Laar, el conde Damian von
Stauffenberg, y el empresario Meelis Niinepuu) presentaron una fundación para
“investigar los crímenes del comunismo”, dirigida por Ranno Roosi, un antiguo
asesor de Lennart Meri (un conservador que llegó a la presidencia del país
como candidato de Isamaaliit (Patria), y que falleció en 2006). Para intentar
evitar las críticas internacionales, los responsables del gobierno estonio
formulan rituales declaraciones de condena del comunismo y del nazismo…
aunque su aplicación práctica se limita a la persecución de las ideas
comunistas y de todo lo que tenga relación con la Unión Soviética, de las que
son muestras la demolición y traslado de monumentos al Ejército Rojo; la
decisión del gobierno, en 2007, en una nueva provocación, de desmantelar el
monumento a los soldados soviéticos libertadores de Tallinn del fascismo, que
estaba ubicado en el centro de la ciudad, y trasladarlo a un cementerio
militar (aunque no ha podido impedir que sigan depositándose flores en él), y
el proceso contra Arnold Meri, un anciano estonio que cuenta con la
distinción de Héroe de la Unión Soviética por sus actividades como
guerrillero contra los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. La liberación
de Estonia de los nazis le costó al Ejército Rojo la vida de ciento cincuenta
mil soldados.
Los gobiernos conservadores
que han dirigido Estonia se han esforzado en denunciar el supuesto “genocidio
estonio” que habría sido protagonizado por la URSS entre 1940 y 1953,
acusando a Moscú de la muerte de sesenta mil estonios durante ese período.
Sin embargo, las cifras fueron puestas en evidencia cuando el historiador
Alexandr Diúkov publicó en 2009 su investigación (El mito del genocidio.
Represión soviética en Estonia, 1940-1953) que rebajaba la cifra de
muertos a menos de diez mil, y afirmaba que el genocidio tuvo lugar… pero
contra la población soviética que vio perecer a manos nazis a dos millones y
medio de prisioneros de guerra soviéticos en 1941.
También se celebra anualmente
la Marcha de Erna, en recuerdo del batallón especial de las Waffen-SS
de ese nombre, que consiste en repetir el recorrido desde Tallinn hasta una
antigua base militar nazi a ciento cincuenta kilómetros de distancia. Con el
pretexto de realizar pruebas deportivas, en realidad, la marcha es una
exaltación del nazismo y de la actuación de los legionarios estonios durante
la Segunda Guerra Mundial. El apoyo del gobierno llegó al extremo de que, en
2010, la 17ª marcha fue abierta por el anterior ministro de Defensa, Jaak
Aaviksoo. Hace dieciocho años que se celebra. La última provocación ha
surgido del actual ministro de Defensa, el historiador nacionalista y antiguo
primer ministro, Mart Laar, que lanzó la iniciativa de reconocer a los
estonios de las Waffen-SS como “luchadores por la libertad”, aunque ante la
reacción internacional el gobierno se vio obligado a maquillar sus
intenciones haciendo público un comunicado, en enero de 2012, donde declaraba
su intención de “reconocer a quienes lucharon por la independencia de
Estonia”, categoría en la que entrarían los veteranos nazis del país, y, para
consumo externo, equiparando las actividades de la Alemania nazi y de la
Unión Soviética.
El abierto apoyo del gobierno
estonio a esas actividades llega al extremo de anunciarlas en las páginas web
de los organismos oficiales, en un deliberado intento de convertir en héroes
a los criminales de ayer. Colaborando en la exaltación del nazismo, el
gobierno pone todo tipo de dificultades para que no se celebren
manifestaciones antifascistas y ha llegado al extremo de declarar “un peligro
para el Estado” al Comité antinazi de Letonia. Los miembros de la
organización antifascista Nochoy Dozor, entre otros, se manifiestan
contra los actos nazis, y siguen depositándose flores en homenaje a los
soldados del Ejército Rojo y a las víctimas estonias que murieron en los
campos de exterminio nazis, pero muchos otros estonios de ideología
nacionalista se complacen ante los desfiles de los veteranos nazis. No en
vano, figuras históricas del nacionalismo estonio, como Jüri Uluots, primer
ministro en 1940, encabezaron el llamamiento para luchar contra el Ejército
Rojo junto a las tropas nazis alemanas.
En Letonia, se celebraba
oficialmente, cada 16 de marzo, un homenaje a la legión letona de las
Waffen-SS, iniciativa que se instauró en 1994, poco después de la
desaparición de la URSS. La legión letona, que llegó a integrar a más de cien
mil hombres, partició en el asedio nazi a Leningrado, donde murieron más de
un millón de ciudadanos soviéticos, pese a lo que las autoridades letonas no
pusieron ningún impedimento para que una película, The Soviet Story,
con groseras manipulaciones históricas, circulara profusamente. Vaira
Vike-Fraiberga, ex presidenta del país e hija de un antiguo colaboracionista
nazi, decidió en 2001, para evitar las críticas internacionales, que la
celebración continuase realizándose pero de forma extraoficial. En Lestene
existe un monumento conmemorativo a los nazis letones, que fue inaugurado por
ministros del gobierno, y organizaciones como Daugavas Vanagi apoyan
abiertamente los desfiles nazis. Daugavas Vanagi (Halcones del Daugava),
es una organización creada en Bélgica en 1945 para ayudar a los prisioneros
letones nazis, y que cuenta con centros en Estados Unidos, Canadá, Australia
y otros países, donde siguen manteniendo grupos de jóvenes con indumentaria
paramilitar.
El desfile anual de los
legionarios de las Waffen-SS fue prohibido por el Ayuntamiento de Riga, pero
los tribunales derogaron la decisión, recibiendo el apoyo del presidente del
país hasta julio de 2011, Valdis Zatlers, quien defendió públicamente los
actos de homenaje a los veteranos nazis. Los letones que colaboraron con la
Alemania nazi en los campos de exterminio fueron especialmente sanguinarios.
Los enfrentamientos entre los participantes en las marchas nazis y los
antifascistas (que en ocasiones han asistido vestidos como prisioneros de los
campos de exterminio) han sido frecuentes, y la policía letona no ha dudado
en detener a militantes antifascistas como el diputado Víctor Dergunov. La
complicidad con los nazis ha llegado al extremo de que el anterior presidente
letón, Valdis Zatlers, declarase, en marzo de 2008, que la opinión pública
internacional se equivocaba al calificar como nazis a los letones miembros de
las Waffen-SS.
Esa complacencia contrasta con
la obsesión anticomunista. Debe recordarse que, en Letonia, el Partido
Comunista está prohibido, y que los comunistas actúan bajo el nombre de
socialistas. El principal dirigente comunista, Alfreds Rubiks ha sido
encarcelado en diferentes ocasiones por los gobiernos conservadores,
cumpliendo seis años de prisión. La obsesión anticomunista y antirusa llevó
al Parlamento letón, el Seim, en febrero de 2004, a anular el derecho de que
los ciudadanos letones pudiesen educar a sus hijos en la lengua rusa,
aprobando una ley discriminatoria e impulsando una verdadera segregación para
los ciudadanos rusohablantes de Letonia. Resulta increíble que suceda dentro
de las fronteras de la Unión Europea, pero el nacionalismo letón niega la ciudadanía
a casi un veinte por ciento de la población, que carece así de derechos,
convirtiéndo a esos ciudadanos en apátridas aunque sean nacidos en Letonia:
ni siquieran pueden votar en las elecciones. La entrada en la OTAN y en la
Unión Europea alentó las tentaciones segregacionistas del gobierno
conservador, que calculó que ni la alianza militar occidental ni Bruselas
pondrían objeciones a la decisión, como así fue.
También el gobierno letón ha
iniciado la revisión de la Segunda Guerra Mundial. Así, Vasili Kónonov, un
veterano guerrillero comunista de casi noventa años, fue acusado de haber
asesinado a civiles colaboracionistas con los nazis durante la guerra.
Kónonov, cuya familia murió en los campos de exterminio, es un letón que
luchó contra las tropas nazis en Letonia, destruyendo con explosivos
objetivos militares y volando trenes que transportaban armas. Ha sido juzgado
en Letonia en seis ocasiones y ha cumplido dos años de cárcel. Estaba acusado
de ejecutar a campesinos que denunciaban a los guerrilleros soviéticos ante
las autoridades nazis de ocupación. La sentencia fue declarada nula por el
Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pero, en 2010, la apelación del
gobierno consiguió revertir la sentencia. Uno de los representantes del Comité
antifascista de Letonia, Eduard Goncharov, declaró que el plan del
gobierno conservador letón era iniciar un proceso para impugnar los juicios
de Núremberg, y que era una consecuencia del revanchismo: quienes huyeron con
los nazis cuando se retiraron de Letonia, son ahora quienes tienen el poder
en la república. Por ello, no debe extrañar que en el país esté prohibido
hacer propaganda de las ideas comunistas, y aunque también prohíbe la
difusión de las ideas nazis, la tolerancia hacia ellas es evidente.
En Lituania, donde los nazis
asesinaron a más de doscientos mil judíos, los gobiernos conservadores han
intentado borrar de la historia las matanzas, por la implicación del
nacionalismo y de los voluntarios lituanos nazis en ellas. No en vano, esas
matanzas fueron realizadas por lituanos a las órdenes de los nazis, de manera
que el nacionalismo actual gobernante pretende ocultarlo. No es casualidad
que la ministra de Defensa, Rasa Juknevičienė, durante su visita a Estados
Unidos, realizase una ofrenda en la tumba del general Povilas Plechavičius.
Plechavičius llegó a Lituania con las tropas nazis durante la operación
Barbarroja, y luchó con ellos contra los guerrilleros polacos
antifascistas, como tantos miles de lituanos nacionalistas.
El presidente del país entre
2004 y 2009, Valdas Adamkus, luchó durante la Segunda Guerra Mundial contra
el ejército soviético, junto a las tropas nazis, y, cuando la guerra
finalizaba, se instaló en Alemania junto con su familia, y no es precisamente
un caso aislado entre los políticos nacionalistas. El parlamento (Seimas)
prohibió también, en junio de 2008, los símbolos soviéticos y nazis,
utilizando el mismo recurso burdo a la equiparación entre la ideología
fascista y el comunismo que Václav Havel introdujo en la Declaración de
Praga. Sin embargo, en mayo de 2010, en un revelador gesto, los
tribunales lituanos sentenciaron que la svástica nazi forma parte del
“patrimonio cultural del país”, por lo que podía utilizarse, a diferencia de
la hoz y el martillo u otros símbolos comunistas. Porque esa comprensión
hacia el nazismo y persecución de los comunistas viene de lejos, y ha
conseguido abrirse camino en las instituciones europeas, por la pasividad de
la Unión, como ha denunciado Efraim Zuroff, el director del Centro Simon
Wiesenthal de Jerusalén. Unos meses antes, el Tribunal Europeo de
derechos humanos había hecho pública una sentencia desestimando una denuncia
presentada (¡siete años antes!) contra las autoridades lituanas por el
secuestro y encarcelamiento de dirigentes comunistas, como el doctor Mikolas
Burokiavicius, que fue secretario del Partido Comunista Lituano, que ha
pasado once años en la cárcel, desde su condena en 1994, por haber
participado en las actividades del Partido Comunista de la Unión Soviética.
Desde 1991, miles de militantes comunistas lituanos han padecido persecución
política. Con esa sentencia, un verdadero ultraje a la justicia, el Tribunal
colaboraba, de hecho, con la pasividad mostrada por las instituciones
europeas, tanto de la Unión como del Consejo de Europa, en la limitación de
los derechos ciudadanos en Lituania.
Sin embargo, mientras las
autoridades permitían manifestaciones con consignas racistas (“Lituania para
los lituanos”, obviamente dirigida contra los “diferentes”) y con símbolos
neonazis, arreciaba la represión contra los comunistas y la izquierda. En
abril de 2011, se abrió el proceso contra el presidente del Frente Popular
Socialista, Algirdas Paleckis por “negar la agresión soviética a Lituania”.
El fondo del proceso era que Paleckis impugna la versión oficial de los
sucesos ante la torre de televisión de Vilna, el 13 de enero de 1991, donde
murieron catorce personas supuestamente asesinadas por las tropas soviéticas,
en los meses de la agonía del gobierno de Gorbachov. Paleckis mantiene, con
sólidas pruebas y testimonios, que la matanza fue una provocación organizada
por los nacionalistas lituanos, cuyas fuerzas armadas (DTP, Departamento de
Protección del Territorio) dispararon contra la multitud con la intención de
hacer responsables después al gobierno y al ejército soviético. Entonces,
consiguieron sus propósitos. Aunque Paleckis fue absuelto en enero de 2012,
el fiscal ha recurrido, reiniciando así el proceso.
En Lituania, la degradación
política del país ha llevado incluso a la destitución, en abril de 2004, de
un presidente, Rolandas Paksas, por vínculos con la Mafia, y de la
sensibilidad democrática de las autoridades del país puede dar razón el hecho
de que, en 2009, aparecieron evidencias (citadas por la cadena de televisión
estadounidense ABC, que se hacía eco de las declaraciones de un antiguo
agente de los servicios secretos norteamericanos) de que el gobierno había
permitido crear, en 2002, una cárcel secreta a la CIA norteamericana en las
cercanías de Vilna, donde se torturaba a los detenidos. La presidente actual,
Dalia Grybauskaitė, “no excluyó la posibilidad” de la existencia de esa
cárcel secreta.
En el Báltico, el nacionalismo
pretende impugnar el resultado de la Segunda Guerra Mundial, e incluso
revertir, si pudiera, el proceso de Núremberg. El racismo, el culto a las
armas y al militarismo, el desprecio a las minorías, la xenofobia y el odio a
judíos y gitanos, están cada vez más presentes en esa zona y en otras
regiones de Europa del Este. La tolerancia hacia los actos de exaltación del
nazismo y del fascismo, el racismo nacionalista y el desprecio hacia las
minorías, convive con la represión del comunismo y con una preocupante deriva
antidemocrática que debería preocupar a los ciudadanos y a las instituciones
europeas, porque, además, las señales de alarma no vienen sólo de los estados
bálticos, aunque éstos se hayan convertido en el foco más preocupante.
Tentaciones semejantes han aparecido en Rumania, Hungría, donde impera una
severa persecución contra los comunistas; y en la República Checa (cuya
derecha pretende ilegalizar el Partido Comunista, uno de los más importantes
del país), y en Polonia. Y, a consecuencia de la política nacionalista y
conservadora, crecen los movimientos fascistas. Mientras continúa la caza
de brujas en el Báltico contra los comunistas, no se ha incoado ningún
proceso, hasta hoy, contra criminales nazis originarios de Estonia, Letonia o
Lituania, y la persecución y el recelo contra los judíos, las minorías y la
izquierda sigue siendo la pauta de conducta de los gobiernos de esos países.
El veneno de la serpiente fascista sigue empozoñando el continente: nadie
puede imaginar, sin conmoverse, la idea de que los soldados nazis desfilen
otra vez en Alemania, y, por eso, debería inquietar que las enseñas nazis
sigan agitándose en el viento de los países bálticos.
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