La barbarie moderna ha alimentado un debate entre memoria e
historia que sigue abierto
Tereixa Constenla 21 JUL 2012 - 00:18 CET1
Imagen de la exposición 'In memory of the children.
Pediatricians and crimes against children in the Nazi period', celebrada en
Berlín entre los pasados meses de enero y mayo.
Stalin fue expeditivo reescribiendo la historia. Trotski fue
literalmente borrado en fotografías de la nueva iconografía revolucionaria.
Ocultar, agigantar, aliñar el pasado a conveniencia del poder es una tentación
de hondas raíces históricas. En 1598, sin pensar en que pedía un imposible
metafísico, el rey francés Enrique IV prohibió recordar a sus súbditos. Aquel
año dictó un edicto en el que ordenaba que todos los acontecimientos violentos
ocurridos entre católicos y protestantes “queden disipados y asumidos como cosa
no sucedida”. Casi nada. El monarca intuyó que la memoria, pese a su
incorporeidad, era letal para las guerras de religión. No hay que mirar solo en
el ojo ajeno. A Bartolomé de las Casas le reprocharon “aunque fueran verdad”
que publicase “cosas muy terribles y fieras de los soldados españoles” durante
la colonización americana. El asunto acabó con la prohibición en 1660 de su
Brevísima relación de la destrucción de las Indias. Más recientemente, la
versión de la Guerra Civil que circuló por las aulas durante el régimen
franquista fue un relato falseado de cruzados buenos y malos rojos.
Historia y memoria comparten influyentes enemigos. En Suiza
pueden procesar a alguien por negar el genocidio armenio durante el Imperio
Otomano, mientras que en Turquía pueden procesarle por afirmarlo. Pero historia
y memoria no son lo mismo, aunque actúen sobre un terreno común: el pasado. Los
hechos históricos son sagrados, se cuenten en Estambul o en Ereván. La
conmemoración de los mismos —traerlos del pasado con alguna finalidad en el
presente— difiere forzosamente si parte de las víctimas o de los verdugos, como
evidencia el contraste entre la memoria histórica reivindicada por los nietos
de los sepultados en fosas durante la guerra y la memoria oficial enarbolada
por el régimen franquista, que honró permanentemente a los damnificados de su
bando (con causa general para resarcirles incluida) dejando en la cuneta de la
historia a los otros. “La memoria es una materia de la historia a historiar”,
sintetiza el catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona Ricardo García
Cárcel en La herencia del pasado, donde repasa la construcción de relatos
identitarios desde la Hispania romana a la actualidad.
Dado que aspira a contar hechos, la historia no puede ser
una cosa y la contraria (por mucho que aliente interpretaciones plurales),
mientras que la memoria está al servicio de quien la empuña para emitir un
juicio moral sobre lo ocurrido. Sus caminos se entrecruzan, pero no conducen al
mismo paraje. “La historia, incluso cuando es movida por la memoria, tiene que
ser necesariamente crítica y puede resultar la peor enemiga de una memoria
impuesta: fue la historia, en cuanto investigación del pasado, la que desmontó
la construcción memorial de la guerra como una guerra santa; como ha sido la
historia la que ha devuelto a Trotski a la fotografía de la que fue borrado por
la memoria colectiva soviética”, advierte Santos Juliá, catedrático emérito de
la UNED. “La memoria, al traer el pasado al presente con el propósito de
establecer un deber —que será de duelo o celebración, de reparación o de
gloria— o de construir una identidad diferenciada, necesariamente olvida”,
planteó en su artículo Por la autonomía de la historia, publicado en Claves de
Razón Práctica.
En el siglo XX, tras lo que Hannah Arendt acuñó como
“banalización del mal”, eclosionó la memoria histórica como un fenómeno
universal. Lo ocurrido en Auschwitz se convirtió, según el profesor de
investigación del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas (CSIC) Reyes Mate, en “lo que da que pensar” y
alimentó “el deber de memoria” para acentuar “la construcción de un sentido, la
creación de un significado de ese pasado que valga para el presente”.
Propiciado por el grito del “nunca más” de los supervivientes, recordar pasó a
ser un valor en alza. Elie Wiesel, que pudo revivir el espanto del exterminio,
consideraba el olvido como “el triunfo definitivo del enemigo” y “una injusticia
absoluta”.
“La historia, incluso cuando es movida por
la memoria, tiene que ser necesariamente crítica”, afirma Santos Juliá
El Holocausto fue más allá de cualquier genocidio anterior.
“Auschwitz no tenía equivalentes. Era otra guerra o, mejor dicho, ni siquiera
era una guerra. Era pura y simplemente una matanza masiva, sin una razón
táctica o estratégica, sino por pura ideología”, sostiene el ensayista Ian
Buruma en El precio de la culpa. “El sistema nazi había entendido que la
eficacia del crimen debía velar no solo por el exterminio físico de un pueblo
sino también por el metafísico”, afirma Mate en Tratado de la injusticia.
Contra las chimeneas que humeaban seres humanos había que contraponer el
recuerdo vívido que no transmite la historia, “el olor a carne quemada”,
describía otro de los deportados que pudo contarlo, Jorge Semprún. Sin embargo,
así como nadie objeta el papel de la historia, la memoria histórica cuenta con
activos detractores, como el periodista estadounidense David Rieff, que ha
escrito un furibundo alegato a favor del “imperativo ético del olvido” en su
ensayo Contra la memoria. Cuenta Rieff que la obra echó raíces en Bosnia, donde
trabajó como reportero de guerra. “La memoria histórica colectiva tal como las
comunidades, los pueblos y las naciones la entienden y despliegan —la cual casi
siempre es selectiva, casi siempre interesada y todo menos irreprochable desde
el punto de vista histórico— ha conducido con demasiada frecuencia a la guerra
más que a la paz, al rencor más que a la reconciliación y a la resolución de
vengarse en lugar de obligarse a la ardua labor del perdón”, esgrime. El nunca
más de Auschwitz le parece cargado de buenas intenciones y falto de realismo. Y
relata un chiste que circula por Polonia: ¿A quién mata primero un polaco, al
alemán o al ruso? Al alemán, por supuesto; primero el deber, después el placer.
Todas sus reflexiones le conducen hacia el elogio de la
amnesia. “Lo que garantiza la salud de la sociedad y de los individuos no es su
capacidad de recordar, sino su capacidad para finalmente olvidar”, sostiene
Rieff, sin que esto quiera decir que deba renunciarse a perseguir los crímenes
y reconocer a las víctimas. A diferencia de Mate, cree que la búsqueda de la
verdad “no está por encima de todo” y cita los acuerdos de Dayton que, pese a
contemplar la impunidad de Milosevic, fueron preferibles a seguir la masacre.
Rieff es el último recién llegado a una controversia
alrededor de la memoria, que ha sido especialmente intensa en países como
Alemania, que declaró imprescriptibles los crímenes contra la humanidad en
1979, tras la emisión de la serie Holocausto. En Francia se han aprobado
sucesivas leyes que legislan sobre episodios históricos. Desde 1990 la ley
Gayssot castiga el negacionismo del Holocausto judío y desde 2001 la
legislación reconoce la esclavitud como un crimen contra la humanidad y el
genocidio armenio. La intromisión política soliviantó a un grupo de
historiadores, que emitió un manifiesto, embrión del movimiento bautizado como
Libertad para la Historia. “En un país libre no es competencia de ninguna
autoridad política definir la verdad histórica ni restringir la libertad del
historiador mediante sanciones penales”, señalaban, entre otros Pierre Nora,
Jacques Le Goff o Eric Hobsbawn. Abundan los historiadores reticentes ante el
afán memorialístico. Tony Judt temía que el siglo XX se convirtiese en un
“palacio de la memoria moral: una cámara de los horrores históricos de utilidad
pedagógica cuyas estaciones se llaman Múnich o Pearl Harbour, Auschwitz o
Ruanda, con el 11 de septiembre como una especie de coda excesiva”. Mantener
vivo el horror pasado, sí, pero —matizaba—“como historia, porque si lo haces
como memoria, siempre inventas una nueva capa de olvido”.
La memoria puede contaminar la historia porque no todo lo
que emana de ella es riguroso: a veces hay falsos testigos como Enric Marco,
que presidió durante años una asociación de supervivientes de campos nazis.
“Frente a los excesos, manipulaciones y mentiras, los historiadores tienen caminos
muy claros: archivos, erudición y comparación”, prescribe Julián Casanova,
catedrático de Historia de la Universidad de Zaragoza. Concede que “los
recuerdos” a los que la gente llama “memoria” pueden difuminar las fronteras
entre los análisis de los historiadores y las meras opiniones. “En el caso de
la Guerra Civil, el boom de testimonios y divulgaciones de recuerdos ha servido
para alimentar la confrontación entre historia y recuerdos; para seleccionar
los puntos más calientes del debate político (no historiográfico), casi siempre
centrados en la violencia, en quién mató más y cometió más barbaridades; y para
convencer a la gente de que el pasado reciente no puede analizarse con
objetividad”. Porque tampoco conviene a la historia desentenderse de la interpretación
del pasado por la que pugna la memoria. Se ha contado que la expulsión de los
judíos fue inevitable para la unificación española. “Mientras se hacía ruido
con estas explicaciones”, señala Reyes Mate, “se borraban diligentemente las
huellas de la milenaria presencia del pueblo judío en tierras hispanas”. Las
sinagogas se reconvirtieron en iglesias y Maimónides se excluyó de la lista de
pensadores españoles. “La recomendación del historiador contemporáneo de que
nos atengamos a la explicación objetiva de los hechos sería la última edición
de la misma estrategia interpretativa del vencedor”, concluye Mate, que
suscribe las palabras de Walter Benjamin: “La memoria abre expedientes que la
ciencia da por archivados”.
“La
memoria trata del pasado real y en consecuencia hay algo más que imaginación en
ella”, sostiene Pedro Ruiz Torres
Bien tratadas, son simbióticas. La memoria sirve a la
historia y la historia facilita la memoria, en opinión del catedrático de
Historia Contemporánea de la UNED Julio Gil Pecharromán: “Un conjunto de
testimonios de protagonistas y testigos constituye una aportación muy estimable
al conocimiento del proceso histórico, pero resulta comprensible que algunos
historiadores la releguen a un papel secundario. La memoria hay que asumirla
con muchas precauciones porque las personas tendemos a reelaborar nuestros
recuerdos”. El propio Primo Levi, que estremeció con su trilogía del siglo XX
europeo (Si esto es un hombre, La tregua y Los hundidos y los salvados),
consideraba la memoria un instrumento maravilloso y falaz.
A perpetuar la polémica contribuye el hecho de que historia
y memoria no parten en similares condiciones. Mientras la definición de la
historia goza de consenso, no todo el mundo se refiere a lo mismo al hablar de
memoria. “Unos piensan que solo se puede hablar de memoria propiamente dicha
cuando se trata del individuo que recuerda sus propias experiencias. Otros
consideramos que también existe una memoria colectiva, social, cultural,
etcétera, pero no porque exista un sujeto colectivo, una sociedad o una cultura
con la facultad de recordar que solo tiene el individuo, sino porque la mayoría
de los individuos afianzan sus recuerdos en grupo, los transmiten a otros y eso
hace que surja otro tipo de memoria que hace que perduren los recuerdos en un
ámbito y en un tiempo que va más allá de la vida de los individuos”, sostiene
Pedro Ruiz Torres, catedrático de Historia Contemporánea y exrector de la
Universidad de Valencia, que en 2007 mantuvo un intercambio crítico con Santos
Juliá en la revista Hispania Nova. Para Ruiz, la memoria es también una forma
de conocimiento, aunque distinto del histórico: “La memoria trata del pasado
real y en consecuencia hay algo más que imaginación en ella. La memoria es
conocimiento inseparable de las emociones y de los juicios de valor, como
cualquier otra forma de conocimiento incluido el saber histórico, y por ello el
conocimiento nunca es completamente objetivo ni tampoco meramente subjetivo”.
Juliá, por el contrario, la mira en estado de alerta: “La memoria histórica es
necesariamente cambiante, siempre es parcial y selectiva y nunca es compartida
de la misma manera por una totalidad social: depende de múltiples y diversos
relatos heredados”. Ante la eclosión, reclama autonomía para el historiador que
“habrá de responder a una serie de preguntas previas: quién elabora esos
relatos, cómo y en qué circunstancias, con qué intención, con qué resultados,
cómo se modifican, quién decide esa modificación, quiénes la comparten”.
España se incorporó tardíamente al debate de la memoria
histórica, aunque ello no quiere decir que hasta entonces el pasado se ocultase
tras una cortina de amnesia. El hispanista Paul Preston calculó que hasta 1986
se habían publicado 15.000 libros sobre la Guerra Civil y sus secuelas. Más
reciente es el estudio histórico de la memoria. Pedro Ruiz sitúa su arranque en
1996, con la publicación de un libro de Paloma Aguilar. Dos años después, la
catedrática de la Universidad de Salamanca Josefina Cuesta coordinó un monográfico
sobre la memoria en la revista Ayer, de la Asociación de Historia
Contemporánea. La pujanza de los movimientos a favor de la recuperación de la
memoria histórica, interesados sobre todo en investigar la represión,
irrumpieron también en la universidad. En 2005 la Universidad Complutense
inauguró la cátedra extraordinaria Memoria Histórica del Siglo XX, dirigida por
Julio Aróstegui. Además, en los últimos diez años se han publicado 1.060
trabajos científicos sobre memoria histórica, según Juan Sisinio Pérez Garzón,
profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha. “La memoria y la historia ya
han quedado definitivamente entrelazadas como formas de relacionarse con el
pasado y, por más que sature en algún momento, esas relaciones ya forman parte
de las tareas propias del historiador”, afirma.
La marea memorialística es universal (baste mirar hacia
Sudáfrica o América Latina) aunque algunos países coloquen más diques que
otros. Ian Buruma observó que en Japón el debate sobre la guerra se
desarrollaba fuera de las universidades, entre periodistas, columnistas y
activistas de derechos civiles, que a veces formulan teorías estrafalarias. El
primer historiador contemporáneo accedió a la Universidad de Tokio en 1955.
“Hasta el final de la guerra habría sido peligrosamente subversivo, e incluso
blasfemo, que un estudioso escribiera sobre historia contemporánea desde una
perspectiva crítica”, indica Buruma. El sistema del emperador era sagrado y,
además, la historia reciente no era académicamente respetable. “Era demasiado
fluida, demasiado politizada, demasiado controvertida”.
Ayer
y hoy
Pensar el siglo XX. Tony Judt con Timothy Snyder. Traducción
de Victoria Gordo del Rey. Taurus. Madrid, 2012. 408 páginas. 23 euros. Tratado
de la injusticia. Reyes Mate. Anthropos. Barcelona, 2011. 318 páginas. 20
euros. La herencia del pasado. Ricardo García Cárcel. Galaxia Gutenberg /
Círculo de Lectores. Barcelona, 2011. 768 páginas. 30 euros. Hoy no es ayer.
Ensayos sobre la España del siglo XX. Santos Juliá. RBA. Barcelona, 2011. 384
páginas. 25 euros. El precio de la culpa. Ian Buruma. Traducción de Claudia
Conde. Duomo. Barcelona, 2011. 432 páginas. 19,80 euros. Modernidad, culto a la
muerte y memoria nacional. Reinhart Koselleck. Edición de Faustino Oncina.
Traducción de Miguel Salmerón y Raúl Sanz. Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales. Madrid, 2011. 150 + LXV páginas. 18 euros.
Fuente: www.elpais.com

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