miércoles, 17 de septiembre de 2014

PERIODISMO, EL ARMA SECRETA DEL ESPÍA SOVIÉTICO QUE CAMBIÓ LA II GUERRA MUNDIAL

Publicado por Álvaro Corazón Rural
Escena de Spy Sorge. Imagen: Asmik Ace Entertainment / Culture Publishers / Toei Company
Richard: Deberías reducir tus gastos.
Max: ¿Cómo?
Richard: ¿Tenías que comprarte un Mercedes nuevo?
Max: Bueno, he tenido que cambiar mi estilo, como tú. Me gusta dirigir mi propio negocio, disfruto condiciendo este coche.
[Richard baja la mirada apesadumbrado]
Max: Quizá ya no soy un buen comunista. Y para ser honesto, Stalin me ha decepci…
Richard: ¡Max! ¡Tu negocio es una tapadera! ¡¡¡Lo montaste con fondos del departamento!!!
Diálogo entre los espías soviéticos en Tokio Richard Sorge y Max Clausen de la película Spy Sorge (Masahiro Shinoda, Japón 2003)
Me encanta esta conversación entre espías soviéticos de la película de Shinoda. Demuestra que por muy comunista que sea uno siempre puede llevar dentro un amigo de lo ajeno que puede aparecer en cualquier momento de debilidad, pero nada, ahí estaba Richard Sorge, el espía que cambió el curso de la Segunda Guerra Mundial, para meterle en vereda.
Muy importante tuvo que ser este agente para que de él se hayan escrito libros, filmado varias películas, tenga una novela gráfica y hasta un sello de correos con su cara, por no hablar de una lancha rápida de la Marina del Pueblo de la República Democrática Alemana que también fue bautizada con su nombre. Una relevancia la de este hombre que, como suele ocurrir, no fue acorde con su suerte. Le ahorcaron sin que sus jefes movieran un dedo por salvarlo pese a las ofertas de canjearlo por otros prisioneros que se recibieron.
Pero su contribución en la Segunda Guerra Mundial no pudo ser más importante. Espía soviético en Tokio, envió a Stalin la fecha de inicio de la Operación Barbarroja. El padrecito ignoró el mensaje creyendo que se trataba de una argucia de Churchill para enfrentarlo a los alemanes, pero cuando la Wehrmacht cruzó el río Bug cayó en la cuenta del error que había cometido. Cuentan los historiadores que Stalin sufrió un colapso nervioso, se aisló en su dacha y que, cuando Molotov y Mikoyan fueron a buscarlo para preparar la defensa de la nación, creía que se lo iban a cepillar.
Sello soviético con el rostro de Richard Sorge (DP)
Tonto no era Stalin, ni mucho menos. Y aprendió la lección. Cuando llegó el siguiente mensaje de Richard Sorge desde Tokio asegurando que Japón había pospuesto sin fecha un ataque a la Unión Soviética, no dudó en movilizar todas sus tropas hacia el oeste y el resto de la historia ya es bien conocido. ¿Pero quién era este hombre capaz de dar así en el clavo?
La historia de Sorge es apasionante. La película la edulcora, la novela gráfica es un tanto más tremendista, pero la información que hay documentada deja un relato mucho más comedido y que, precisamente por eso, resulta fascinante.
Nació en los alrededores de Bakú el 4 de octubre de 1895, en Azerbaiyán, en los campos petrolíferos del Cáucaso. Su padre era un ingeniero alemán que trabajaba en una empresa petrolera, hijo a su vez de Friedrich Sorge, ayudante de Karl Marx, también secretario general de la Primera Internacional en el momento de la escisión de los anarquistas de Bakunin y fundador, en su exilio estadounidense, del Partido Socialista Laborista de América. Casi nada. La madre del espía, Nina Semionovna Kobieleva, era rusa.
La familia abandonó Azerbaiyán y volvió a Alemania en los albores del nuevo siglo. Pese a la carrera política del abuelo, llevaron una vida burguesa. Es ahí tal vez donde los genes hicieron mella en el joven Richard, que decidió alistarse voluntario en la Primera Guerra Mundial para huir del confort y el sosiego —que sumados equivalen a tedio como todo el mundo sabe— de las ambiciones familiares.
Sirvió en las «unidades estudiantiles» alemanas que fueron a parar a Dixmude, en Bélgica, donde se dice que entonando himnos patrióticos se abalanzaron sobre las trincheras enemigas siendo barridos por las ametralladoras con una proporción de bajas como la del videojuego Operation Wolf. Era julio de 1915 y fue herido en la pierna derecha, pero su fervor patriótico permaneció intacto. Sin embargo, cuando en marzo de 1916 fue enviado al frente ruso, la metralla le destrozó las dos piernas. Se quedó cojo para toda la vida y le concedieron la Cruz de Hierro de Segunda Clase, pero él ya había empezado a pensárselo mejor y le surgieron ciertas dudas con eso de la patria y las banderitas.
Además, la enfermera que le cuidaba era hija de un miembro del Partido Alemán Socialdemócrata y ahí, en el hospital, leyendo sobre filosofía y marxismo, Richard se hizo de izquierdas a la tierna edad de veintiún años. El contexto, una Alemania que acaba de perder la guerra, sufría carestías de toda clase, paro y efervescencia ideológica en las calles, no hizo sino radicalizarlo. Como a buena parte de sus compatriotas, por otra parte.
No obstante, Sorge estudió Economía y llegó a ser asesor científico en la Universidad de Aquisgrán, donde realizó grandes progresos intelectuales, entre ellos, robarle la esposa al profesor titular. Ella se llamaba Christiane Gerlach, se casó con ella y se escapó a la URSS «para ser libres», como se decía entonces. Allí ingresó en el PCUS con el carné número 0049927, que pronto tuvo que depositar cuidadosamente en un cajón puesto que fue reclutado por los servicios secretos soviéticos.
En una entrevista que concedió Christiane cuarenta años después, explicó que la personalidad de Richard estaba inclinada a una profesión como esa de forma natural. Dijo: «Nadie pudo acceder nunca a su soledad interior y eso es justamente lo que le hacía totalmente independiente».
Su primera misión importante fue en Shangai. Allí empezó a tejer una red de agentes entre comunistas chinos y logró reclutar al japonés Hotsumi Ozaki, brillante corresponsal del diario Asahi Shinbun y comunista furibundo en la intimidad, que de vuelta en Japón llegó a ser asesor del primer ministro Fuminaro Konoe para así convertirse en el informante clave de toda la red.
Richard Sorge con Erich Correns en la Primera Guerra Mundial. Foto: German Federal Archive (DP)
Porque Sorge también fue enviado a Tokio con la misión de infiltrarse a su vez entre los alemanes. En la Unión Soviética cundía el pánico por aquel entonces ante la posibilidad de un ataque combinado de los nazis por el oeste y los japoneses por el este. De hecho, ese parecía el plan de los japoneses con sus conquistas en China ejerciendo, como se aludía, el «derecho a la expansión» de las «naciones sin espacio».
Este hipotético ataque combinado es un escenario sobre el que han fantaseado muchos amigos de la historia-ficción. Lo consideran la estrategia perfecta para haber salido de la Segunda Guerra Mundial sin países totalitaristas, pues el Eje, divagan, habría acabado con la URSS y luego las democracias con el Eje. Una teoría que por supuesto es cierta, ya que como dijo el sabio: toda conclusión que parte de una premisa falsa es siempre verdadera. Pero dejemos la fantasía militar para seguir con Sorge.
Afiliado al Partido Nazi en 1934 y, tres años después, miembro de la Asociación Nazi de la Prensa, Sorge ejerció como periodista del Frankfurter Zeitung, se introdujo en la vida social de los alemanes de la embajada y empezó a acceder a información sensible.
Lo gracioso de todo el tema viene ahora. Sorge no tenía un coche que hablaba ni un bolígrafo cazabombarderos, tampoco atravesaba la ciudad por las alcantarillas ni se disfrazaba de vendedora ambulante y tampoco se vio atrapado en tiroteos donde salió ileso bailando break, no; Sorge cuando llegó a Tokio lo que hizo fue lo más difícil: ponerse a estudiar.
El tío reunió una colección de mil volúmenes sobre la historia de Japón y se encerró con ellos. A partir de ahí, ejerciendo la humilde profesión de periodista, con sus informaciones contrastadas y bien documentadas, logró la suficiente influencia para, el muy cabrón, terminar enterándose de absolutamente todo. Hacer un frívolo ejercicio de fabulación es irresistible: imaginen los cuarteles secretos del NKVD en, yo qué sé, Siberia, el espía más peligroso de la URSS se está entrenado, está él solo sentado en una silla y una mesa con… un manual de periodismo. Quién sabe si hasta le tuvieron copiando teletipos.
Coñas aparte, como buen periodista en situación límite, Sorge también era un bebedor de tomo y lomo. Además de un enamorado de la velocidad y las motocicletas. En una ocasión en que convergieron ambas pasiones se estrelló contra un muro de piedra y su compañero Max Clausen tuvo que ir volando al hospital para coger los secretos que guardaba en el bolsillo de la chupa no fuera ser que toda la misión diera al traste por tamaña insensatez.
Por supuesto, en un perfil de esas características no desentona la cualidad estrella, la de follador empedernido. Para muestra, al poco tiempo de andar en los pasillos de la embajada alemana se tiró a la esposa del embajador, Eugen Ott. Es muy gracioso cómo relata este episodio la película de Shinoda, que es una producción germano-japonesa para la televisión, y que por lo tanto no caricaturiza como malvados villanos a los miembros del Eje, sino más bien al contrario. El embajador, que por cierto está interpretado por Ulrich Mühe —el espía de la Stasi en La vida de los otros— cuando se entera ¡le da las gracias por hacerlo! Dice que desde que lo hace su relación ha mejorado porque ella ya no está todo el día quejándose por chorradas. En la novela gráfica Isabel Kreitz profundizan un poco más y describen a Helma Ott como una mujer que había sido simpatizante de la izquierda en Berlín para, una vez casada con un alto cargo nazi, convertirse en una persona superficial a la que solo le interesaban los cotilleos y los problemas matrimoniales. Y el nacle de Sorge, añadimos.






El heroísmo del espía: se gana la confianza del embajador alemán follando con su esposa mientras redacta incansablemente informes para los comunistas. Imagen: Asmik Ace Entertainment / Culture Publishers / Toei Company
En cualquier caso, había más. La red de espionaje de Sorge no solo trataba de acceder a información. También tenía la misión de influir, de interponerse entre los aliados del Eje. A los alemanes les transmitía la imagen de un Japón que no estaba preparado para la guerra, a los japoneses de que los rusos se defenderían. Para ello tampoco falsificó documentos oficiales durante una noche entera y luego le dio el cambiazo a un diplomático en una acción de despiste trepidante y con volteretas. No, se pillaba borracheras con unos y otros y soltaba sus impresiones de experto como hará usted el mismo viernes que viene en la barra de un bar teorizando sobre el efecto Podemos.
Cuando se enteraba de algo, llamaba a sus compañeros Branko Vukelic, un croata, y el aludido Max Clausen y transmitían por radio a Moscú la información sensible. Los expertos japoneses interceptaban todos los mensajes, pero nunca supieron ni localizarles ni descifrar qué carajo estaban diciendo.
Hay un episodio que queda muy bien retratado en la película, cuando Sorge envía a un compañero al Japón rural para informar del verdadero estado del país. El agente reporta que las sanciones de Roosvelt han empobrecido el campo hasta el hambre y que muchos campesinos estaban vendiendo a sus hijas a redes de prostitución. Una situación que fue el germen de lo que sería la rebelión del 26 de febrero, de militares japoneses exigiendo más reformas sociales y menos guerra. Para Sorge, todo esto eran síntomas de debilidad de la nación del sol naciente. Sumadas a la carestía de petróleo y materias primas, evidenciaba que no eran un enemigo tan fiero como lo pintaban.
Además, en 1939, Sorge reportó a Moscú que el objetivo de las negociaciones entre alemanes y japoneses era atacar al Reino Unido y que su objetivo no era la URSS. Esta información influyó en la decisión de Stalin de postergar la inevitable guerra con los nazis con el pacto Ribbentrop-Mólotov.
En 1941, el embajador Ott, encantado, no lo olviden, con que Sorge follara con su esposa, también le confió una valija diplomática para que la entregase en Shangai. Sorge, desde su privilegiada nueva posición de mensajero de la embajada alemana con pasaporte japonés, informó a Moscú de que las conversaciones entre el gobierno de Hirohito y Estados Unidos fracasarían. Ocho meses después estalló la guerra entre ambos.
Sin embargo, la información estrella que logró para la Unión Soviética —la fecha de inicio de la operación Barbarroja y el número de tropas que la llevarían a cabo—, Stalin no se la creyó. Como hemos relatado al principio: Iósif se dio cuenta de su error. Y Sorge solo se había equivocado en dos días. Más adelante, la información de que Tokio no se lanzaría sobre la URSS, que pensaban atacar a Estados Unidos tomando Singapur, sirvió a Stalin para concentrar sus tropas en el oeste contra Hitler. Cuando al final no cayó Moscú ante el avance alemán, Sorge dio parte de que en Tokio cundía la desmoralización general por el curso que iba a tomar la guerra y su estrategia era irreversible.
Una vida de privaciones y sacrificios. Imagen: Asmik Ace Entertainment / Culture Publishers / Toei Company
Y no siguió informando porque le detuvieron en pijama y zapatillas una mañana de otoño del 41. Las palizas a un miembro de la red detenido facilitaron la información necesaria al contraespionaje japonés. Detenido y torturado Sorge, había engañado tan bien a los alemanes que le enviaban tabaco y comida a la cárcel. Incluso el embajador, quién sabe si preocupado porque ya nadie se iba a querer tirar a Helma, emitió una serie de protestas oficiales.
Durante el juicio años después, su traductor le informó de la victoria soviética en la batalla de Stalingrado. Sorge pensó que podrían liberarlo en negociaciones con la URSS, pero la documentación desclasificada años después constató que a todo intento de canjearlo por espías japoneses la embajada soviética contestaba un lacónico: «El hombre llamado Richard Sorge es desconocido para nosotros».
Hay que mencionar que al protagonista de esta historia le preocupaban las noticias que le llegaban durante los años treinta de las purgas estalinistas. Se enteraba con horror de que casi todos sus camaradas, revolucionarios de la primera hornada, habían sido juzgados. Cuando le dijeron a él que acudiera a Moscú en 1937, se negó. Dejaron de enviarle dinero y costeó el resto de operaciones de su bolsillo, pero gracias a esa negativa luego pudo enviar tan valiosa información.
Noticia de la condena de Richard Sorge (DP)

Robert Whymant, que investigó el caso durante veinte años, dio con antiguos miembros de la red de espionaje y pudo acceder a los archivos soviéticos, escribió en su libro El espía de Stalin que el líder soviético no quiso canjearlo para no admitir la vergüenza de su error. Sorge fue ahorcado en la prisión de Sugamo a los cuarenta y nueve años en un patíbulo que tenía enfrente un altar budista y en el que tardó dieciséis minutos en morir.
El pánico por la red de Tokio se trasladó a Estados Unidos. En 1951 el general Willoughby alertó de que células como esa estaban operativas en el país de la libertad. La inteligencia militar de McArthur le había informado de que «la historia de Sorge no empezaba y acababa en Tokio». No tardó en llegar el Macarthismo y el juicio y ejecución de Ethel y Julius Rosenberg por supuestamente haber revelado el secreto de la bomba atómica a los rusos.
La última amante del Sorge, Hanako-San, al terminar la guerra fue a buscar sus restos al cementerio de la prisión. La lápida, de madera, había desaparecido en la desesperación por la falta de materias primas en Japón. Al final dieron con el cuerpo en una fosa común para vagabundos. Pudo distinguirlo por su tamaño en comparación con los otros esqueletos y las heridas de la Primera Guerra Mundial que se percibían claramente en su fémur. Trasladó el cuerpo al cementerio de Tama, a las afueras de Tokio, y escribió en su nueva lápida: «Aquí descansa un valiente guerrero que consagró la vida a luchar contra la guerra y en favor de la paz en el mundo».
Fue condecorado como héroe de la Unión Soviética a título póstumo en 1964. En la novela gráfíca de Kreitz, figura entre la documentación que una vez le confesó a otro agente: «Siento que de algún modo no necesito a nadie para vivir… soy tan apátrida que las carreteras son mi lugar favorito».
Hanako-San arrancó las muelas de oro del cadáver y se hizo un anillo con ellas. El New York Times constató que lo llevó durante toda su vida.
Escena de Spy Sorge. Imagen: Asmik Ace Entertainment / Culture Publishers / Toei Company




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