Escrito por Gerardo
Pisarello y Jaume Asens
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Lunes, 04 de Junio de 2012
04:25
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La condena de Baltasar Garzón
por parte del Tribunal Supremo marca el cierre de una historia compleja. Una
historia que ha generado encendidas polémicas dentro de la izquierda y de los
movimientos sociales y que permite constatar al menos dos cosas. Por un lado,
la existencia de un poder judicial fuertemente lastrado por la herencia del
franquismo y reticente a aceptar cualquier actuación significativa contra sus
crímenes o contra los de algunas grandes tramas económicas y financieras
crecidas a su sombra. Por otro, las dificultades que se plantean cuando quien
intenta remover dichas inercias es un magistrado de trayectoria errática,
caracterizada por algunos indudables gestos de valentía, pero también por
numerosas actuaciones que han venido marcadas por la ligereza jurídica, cuando
no por la lisa y llana arbitrariedad.
Los ataques judiciales a Garzón
han sido fulminantes. En menos de un mes, recibió tres resoluciones por
prevaricación, esto es, por dictar supuestamente resoluciones injustas a
sabiendas. El embiste se centró en el delito más comprometido que se puede
atribuir a un juez. Un delito que supone una quiebra grave en el ejercicio de
la función jurisdiccional del principio de subordinación a la ley y al orden
constitucional. Con ello, naturalmente, se pretendía derribar a un juez que se
había atrevido a tocar intereses clave de la derecha española. Pero que lo
había hecho con cierta imprudencia, dejando abiertos flancos fáciles de atacar.
El mensaje, con todo, no se limitaba a Garzón. Abarcaba al conjunto del poder
judicial. Y sugería que los jueces dispuestos a confrontarse con los poderosos
debían pensárselo dos veces antes de actuar.
Las acusaciones de prevaricación
contra Garzón versaban sobre tres asuntos. El primero, la investigación de las
desapariciones del franquismo. El segundo, la solicitud y percepción de dinero
del entonces BSCH, BBVA, Cepsa, Endesa y Telefónica para financiar su estancia
en la Universidad de Nueva York entre 2005 y 2006. El tercero, la autorización
de escuchas de las conversaciones que mantuvieron en prisión los imputados en
el caso Gürtel con sus abogados defensores. La investigación de las
desapariciones del franquismo fue el disparador de las querellas posteriores.
Pero la operación contra la trama Gürtel fue decisiva. En el caso de los cursos
de Nueva York, resultaba obvio que no existía materia criminal y que los hechos
estaban prescritos, aunque las buenas relaciones de Garzón con Botín y otros
empresarios distaban de ser una invención. Fue con Gürtel, en todo caso, que
los abogados de los acusados consiguieron que su querella se abriera caso en el
Tribunal Supremo.
La trama Gürtel: garantismo,
corrupción y grandes delitos económicos
Que la caída de Garzón se
produjera en relación con un caso de corrupción financiera e inmobiliaria es
significativo. Asumir la investigación de una trama de esta índole suponía una
audacia infrecuente entre el estrato judicial. Después de todo, se afectaba a
una estructura de poder vinculada al núcleo del capitalismo financiarizado generado
en la península que implicaba de manera directa al Partido Popular. Desde un
primer momento, Garzón señaló que los dirigentes de la trama estaban ligados a
un conglomerado de sociedades de inversión en paraísos fiscales cuyo objetivo
era la búsqueda de rentabilidad en operaciones inmobiliarias. Estas sociedades
especulativas habían sido creadas por testaferros a través de despachos de
asesoramiento jurídico y fiscal. La detención de los presuntos cabecillas
retrasó varias operaciones en marcha, entre ellas la relativa al blanqueo de
fondos de una cuenta en Suiza de más de 20 millones de euros. A la vista de que
los imputados iban a continuar el blanqueo de fondos a través de terceros que
les visitasen en prisión, Garzón ordenó la grabación de todas sus
conversaciones, incluidas las mantenidas con sus abogados.
La acusación de prevaricación
dirigida contra el ex juez se basó, precisamente, en la autorización de estas
escuchas. La sola admisión de la querella, presentada por los propios abogados
de los acusados, supuso una victoria para éstos, ya que habían conseguido
someter a un proceso penal por prevaricación al juez que se había atrevido a
investigarlos. Como en los otros procesos, el fiscal se opuso. La querella, en
su opinión, no pasaba de ser “una maniobra procesalmente fraudulenta para
hurtar a los tribunales competentes para ello la decisión sobre la licitud de
unas pruebas obrantes en otros procedimientos”. A pesar de ello, el TS siguió
adelante y fue más allá, al declarar que Garzón no había incurrido en un simple
error de interpretación normativa sino que había actuado intencionalmente de
manera injusta, cometiendo el delito más grave que se puede atribuir a un juez.
Para justificar una sanción tan severa, el TS construyó una concepción robusta
del derecho de defensa, y señaló que escuchas de abogados como las autorizadas
por Garzón eran propias de “regímenes totalitarios”. Esta aproximación
ultragarantista aparecía reñida con algunas actitudes del propio TS. De hecho,
comportaba un cierto alejamiento de las posiciones mantenidas por el tribunal
en otros ámbitos más sensibles a la razón de Estado como el de la lucha
anti-terrorista. Allí, en efecto, se habían autorizado intervenciones laxas,
rayanas en la arbitrariedad, aunque amparadas, es verdad, por una legislación
de excepción especialmente draconiana. No obstante, muchos colectivos de
abogados que habían padecido actuaciones arbitrarias en este ámbito –algunas
ordenadas por el propio Garzón- celebraron el cambio. En su opinión, la
sentencia Gürtel venía a poner coto definitivo a las interferencias arbitrarias
en las comunicaciones entre los imputados y sus abogados.
Esta lectura de los hechos no ha
sido pacífica. Algunos defensores de Garzón, comenzando por el ex fiscal Carlos
Jiménez Villarejo, señalaron que la actitud del Supremo no era más que un acto
de hipocresía, una exhibición sobreactuada de garantismo que solo se activaba
cuando se tocaba a los poderosos y que ahora había servido para librarse de un
juez que se había atrevido a tocar sus intereses. Jiménez Villarejo recordó una
y otra vez el lastre franquista del poder judicial, calificó al tribunal de
“casta conservadora al servicio de la venganza institucional” y recordó que
algunos de sus integrantes no debieron formar parte del proceso ya que habían
exhibido una enemistad explícita con Garzón.
Estas acusaciones planteaban
debates de fondo, no siempre sencillos de resolver. Uno de los más áridos era
si ciertas garantías procesales como la confidencialidad de las comunicaciones
entre abogados e imputados debían operar del mismo modo frente a los “débiles”
que frente a los “fuertes”. Quienes responden afirmativamente a esta cuestión
entienden que cualquier imputado, sea rico o pobre, se encuentra en una
situación de debilidad frente al poder punitivo del Estado y merece que se
preserve su derecho de defensa y la presunción de su inocencia. Algunas
posturas más escépticas, sin embargo, recuerdan que no es infrecuente que los
más fuertes utilicen de manera torticera el derecho de defensa para bloquear
los procesos que se abren contra ellos e impedir así que se los persiga. El
garantismo, así entendido, correría el riesgo de convertirse en coartada para
el ejercicio abusivo de un derecho y en última instancia para la impunidad, ya
que imposibilitaría avanzar en el esclarecimiento de delitos de cuello blanco o
de alta corrupción. La solución de este dilema no es sencilla. Por un lado, es
innegable que los acusados de graves delitos económicos pueden utilizar a sus
abogados para ocultar pruebas o para colaborar en la comisión de otros delitos.
Para conjurar estas maniobras, no obstante, y antes de recurrir a las escuchas,
habría que pensar en alternativas lo menos lesivas posible con el derecho de
defensa: desde el levantamiento del secreto bancario a la prohibición de
paraísos fiscales, pasando por el apartamiento del abogado sospechoso de ser
instrumentalizado [1].
Menos discutible, en todo caso, parece la crítica a la condena por
prevaricación. Al tratarse, como se señalaba antes, del delito más grave que se
puede atribuir a un juez, la prueba de su comisión debería resultar
especialmente exigente. De entrada, debería resultar meridianamente claro que
la interpretación de la ley en la que descansa la resolución no puede ser
justificada en base a ninguna de las reglas de interpretación comúnmente
aceptadas en el mundo del derecho. La interpretación del derecho que llevó a
Garzón a ordenar las escuchas en el caso Gürtel es discutible y se podría
objetar la calidad de su motivación. Pero lo que a todas luces resulta
desproporcionado es tratarla como una decisión a “sabiendas injustas” en la que
el magistrado “sólo por su propia subjetividad”, hubiera prescindido “de todos
los métodos de interpretación admisibles en derecho”.
El Estado español, en realidad, ha sido reprendido en numerosas
ocasiones por las lagunas que ofrece su legislación en materia de escuchas.
Esas lagunas ofrecen un margen de maniobra tan alto a los jueces que ninguno ha
sido acusado de prevaricador por ordenarlas. De hecho, las escuchas realizadas
en Gürtel habían sido pedidas por la Policía, avaladas por la Fiscalía y
prorrogadas por el juez que continuó la instrucción, Antonio Pedreira, sin que
recayera sobre este una acusación semejante [2].
En realidad, existen fundadas
razones para ver en la decisión del TS un ataque ilegítimo al margen de
interpretación que el ordenamiento otorga a los jueces. Utilizar el delito de
prevaricación para castigar la disidencia o convertirlo en remedio contra los
errores en la aplicación de la ley constituye un duro golpe a la independencia
judicial que apuntala una cultura jurisdiccional jerarquizada y autoritaria. Si
este precedente se asentase, de hecho, el resultado sería el paulatino moldeo
de jueces conformistas o sumisos al poder y el amedrentamiento de los más
garantistas. La consigna sería clara: evitar la persecución de los desmanes de
los más poderosos, tanto del pasado como del presente, y reducir la propia
función al castigo de los más vulnerables.
Los crímenes del franquismo: el
mito de la transición y el menosprecio de las víctimas
Tras la condena de Gürtel, el TS
absolvió a Garzón tanto en el caso de las cuentas de Nueva York como en el de
memoria histórica. En esta última, de hecho, el tribunal sostuvo que Garzón
investigó delitos prescritos y amnistiados, pero lo absolvió. Para hacerlo,
consideró que en este caso su interpretación del derecho, aunque “errónea”, era
“plausible”, entre otras razones, porque había sido utilizada por otros
operadores jurídicos.
Con una composición
relativamente más garantista que en Gürtel, el TS reconocería que “la búsqueda de la verdad es una
pretensión tan legítima como necesaria”. Pero acto seguido
agregaría que “no forma parte del proceso penal” ni “corresponde al juez de
instrucción”, sino “al Estado a través de otros organismos y (...)
especialmente a los historiadores”. Esta expulsión de la historia del relato
jurídico no impediría al Supremo, en todo caso, ofrecer su propia versión de
los hechos pasados y presentes. Así, por ejemplo, el tribunal reconoció la
existencia de una objetiva desigualdad entre las víctimas de la violencia, unas
reconocidas y resarcidas y las otras no. Pero lo hizo sin renunciar al lenguaje
de los “bandos”, omitiendo hechos constitutivos de delitos considerados
probados y exhibiendo una equidistancia que preludiaba el rechazo a la propia
calificación de crímenes contra la humanidad. De hecho, según el tribunal,
Garzón se habría equivocado al utilizar este concepto, ya que con la
legislación vigente no se los podía declarar tales. Esta argumentación, como
bien se ha apuntado, apelaba a una concepción sumamente restrictiva del
principio de legalidad, que olvidaba varias cosas. En primer lugar, que el
propio artículo 7 de la Constitución republicana de 1931 comprometía al Estado
español con unas normas de derecho internacional que estipulaban el respeto por
“los principios del derecho de gentes, tales como resultan de los usos
establecidos entre naciones civilizadas, de las leyes de Humanidad y de las
exigencias de la conciencia pública”. En segundo término, que más allá
de esta referencia, constituye una conquista civilizatoria del derecho
internacional de los derechos humanos entender que ciertos delitos, por su
gravedad y dimensiones cualitativas y cuantitativas, son siempre perseguibles,
con independencia de su codificación, porque ofenden al conjunto de la
humanidad. Finalmente, que los Pactos internacionales de 1966, vigentes en el
Estado español en el momento de aprobarse la Ley de Amnistía de 1977, proclaman
que la irretroactividad de la ley penal no es aplicable a este tipo de delitos
siempre que los hechos “en el momento de cometerse fueran delictivos según los
principios generales del derecho, reconocidos por la comunidad internacional”.
Un razonamiento de este tipo, sin embargo, era improbable en un
tribunal cuya lectura de la Ley de Amnistía prescindía totalmente del contexto
de “ruido de sables” bajo el que fue aprobada. Así, el TS negó rotundamente que
la Ley de Amnistía pudiera ser “una ley aprobada por los vencedores [...] para
encubrir sus propios crímenes”. Por el contrario, sostuvo que su promulgación
fue el resultado de un “consenso total” de las cortes constituyentes, lo que
demostraría que “la transición fue la voluntad del pueblo español articulada”
en torno a dicho a ley, y que “ningún juez o tribunal […] puede cuestionar la
legitimidad de tal proceso”.
Más allá de la calidad jurídica de los argumentos utilizados en la
sentencia, lo cierto es que su dictado supuso un nuevo desprecio a las víctimas
de la dictadura y un duro golpe a la legalidad vigente basado, entre otros
elementos, en una errónea contraposición entre el derecho interno y un derecho
internacional que, al cabo, ha sido ratificado por el propio Estado.
Ciertamente, tampoco puede negarse que muchos de los puntos señalados por la
sentencia aprovechan puntos débiles de la propia argumentación de Garzón. De
hecho, no faltan magistrados, incluso dentro de la Audiencia Nacional, que
consideran que había vías judiciales más idóneas para investigar los crímenes
franquistas. En todo caso, los tres procesos, analizados en su conjunto, han
puesto en evidencia que la justicia aun está en manos de una casta conservadora
que reacciona de forma corporativa ante los que se atreven a tocar los puntos
sensibles del entramado del poder más tradicional. El uso espurio del derecho
penal contra Garzón ha hecho recordar a muchos que la mayoría de magistrados
del TS juraron al acceder a la carrera judicial el “acatamiento a los
Principios Fundamentales del Movimiento y demás leyes fundamentales del Reino”.
¿Qué Garzón?: los múltiples
rostros de un juez controvertido
La valentía de Garzón para avanzar
en causas difíciles y la fiera reacción de la derecha política y judicial en su
contra explican los numerosos actos de solidaridad que se han generado tras su
defenestración tanto en el Estado como fuera de él. Algunos de estos actos han
contado con una nutrida participación de sindicatos, intelectuales y no pocas
organizaciones de derechos humanos. Estas movilizaciones han tenido una fuerte
carga emotiva y han reflejado la existencia de una voluntad viva y extendida de
lucha contra la impunidad. El problema, sin embargo, es que muchas de estas
convocatorias, al centrarse en la defensa del ex juez, han generado dinámicas
difíciles de dirigir para algunos sectores críticos. Al menos en un primer
momento, parecía innegable, por ejemplo, que el protagonismo dado a Garzón,
lejos de fortalecer la voz de las víctimas, las debilitaba, ya que minimizaba
el papel de decenas de asociaciones y colectivos que, de manera anónima,
llevaban años luchando contra la impunidad de los crímenes de lesa humanidad.
Pero lo más grave, quizás, es que la crítica a las invectivas conservadoras
contra Garzón ha contribuido, con frecuencia, a difundir una imagen elegíaca
del juez que oscurece un currículo en el que abundan las sombras.
Garzón, en efecto, es el juez
que ha impulsado valientes causas contra Gürtel, los responsables del GAL, el
franquismo, o las dictaduras de Chile y Argentina. Pero también es el juez que,
movido por su megalomanía y su hiperactivismo, ha labrado un modus operandi
caracterizado por la ligereza y por actuaciones procesales claramente
vulneradoras de derechos humanos fundamentales. Algunas de las actuaciones más
cuestionables de Garzón, aunque no las únicas, son las vinculadas a la lucha
contra supuestos “terroristas” anarquistas, islamistas o independentistas.
Sintomáticamente, estas actuaciones suelen ser ignoradas o consideradas una
cuestión menor por buena parte del progresismo español y de algunos colectivos
de lucha contra la impunidad de otros países (sobre todo de América Latina).
Sin embargo, constituyen un elemento insoslayable en la construcción del “mito”
Garzón. No es un secreto, por ejemplo, el empleo abusivo por parte del juez de
extensos secretos sumariales y períodos de incomunicación para personas
acusadas de terrorismo, una práctica fuertemente cuestionada por los organismos
internacionales. Tampoco es desconocida su impasibilidad frente a las denuncias
por torturas de detenidos puestos a su disposición. Esta desidia, de hecho,
llevó al Tribunal de Estrasburgo, en el 2004, a condenar por primera vez al
Estado por la violación de derechos humanos que la falta de actuación de Garzón
había causado a la trentena de independentistas catalanes detenidos a propósito
de una operación policial en vísperas de los Juegos Olímpicos de 1992.
En estos y otros casos, junto al
Jekyll impulsor de los procesos contra los GAL, a favor de la justicia
universal o contra la trama Gürtel, convive el Hyde que, con el mismo
desenfado, estrecha lazos con grandes empresarios, no tiene reparo en procesar
a decenas de personas manejando pruebas de tan dudosa legalidad como las
autoinculpaciones arrancadas a la fuerza en Guantánamo, o emprende procesos
inquisitoriales contra supuestos “extremistas”, a partir de apriorismos, analogías
y teorías conspirativas o extravagantes. Una de ellas fue la que le llevó a
acusar a Batasuna de “genocidio” y “limpieza étnica” sobre la población no
nacionalista, valiéndose de estrambóticas estadísticas poblacionales y
asimilando su proyecto político al del Partido Nacional Socialista Alemán
durante la República de Weimar. Fue precisamente en el contexto de la lucha
contra el llamado “entorno de ETA” cuando Garzón acabó de consolidar su perfil
de juez poco riguroso y garantista, contribuyendo como pocos a la erosión de la
presunción de inocencia o a la utilización desquiciada, en fase de instrucción,
de medidas cautelares como la prisión preventiva, las entradas y registros de
despachos profesionales, la interceptación de las comunicaciones, la clausura
de entidades y medios de comunicación, o los embargos sobre sus patrimonios. El
propio calvario atravesado por los periodistas y responsables de Egunkaria o
Ekin no podría entenderse sin una serie de prejuicios judiciales que el propio
Garzón ha contribuido a cultivar en sumarios como el 18/98 y que hoy, por otras
razones, se vuelven en su contra.
Muchas de estas actuaciones
granjearon a Garzón el reconocimiento de la derecha y del sector más
españolista de la izquierda. El Gobierno Aznar, de hecho, llegó a otorgarle el
máximo galardón al Mérito Policial, con pensión incluida. Sin embargo, este
hiperactivismo no encontró el mismo eco favorable entre sus compañeros de
carrera, que ya entonces comenzaron a ver con suspicacia la ligereza con que
despechaba sus investigaciones y el poco control que ejercía sobre la labor
policial. Por ese entonces, el magistrado de la Audiencia de Madrid, Joaquín
Navarro, llegó a declarar que “Garzón es un juez que se inventa casi todo” y el
Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) le expedientó por ello. Pero donde
encontró un importante escollo a sus tesis fue en la propia Audiencia Nacional,
que reiteradamente desautorizó la desproporcionada aplicación por parte de
Garzón de la prisión provisional y el uso extensivo del concepto de terrorismo.
Tal situación duró hasta que el CGPJ, con mayoría conservadora, decidió separar
a todos los magistrados de la Sección Quinta de sus funciones jurisdiccionales.
Estos antecedentes contribuyen a
explicar por qué una parte no desdeñable de jueces, muchos de ellos
perteneciente a organizaciones nada cercanas a los planteamientos de la
derecha, como Jueces para la Democracia, han visto con buenos ojos la actuación
del TS contra Garzón o, al menos, han mantenido un conspicuo silencio. Incluso
explica que no falten quienes apoyan las intervención judicial en materia de
memoria histórica o contra la trama Gürtel, pero consideran una catástrofe que
estos casos hayan caído en manos de un juez cuya falta de diligencia y de
solidez jurídica puede poner en peligro la viabilidad de los procesos.
Lo cierto, en todo caso, es que
lejos de probar la independencia de un juez que “va contra todos”, la impulsiva
y desnortada forma de actuar de Garzón ha respondido más bien a una especie de
“populismo justiciero” en el que los aciertos y las aberraciones se han
alternado de manera caprichosa. Así, por cada actuación dirigida a quebrar el
cerco de impunidad de poderosos de distinta laya, es posible señalar otras que
han conducido a la detención y al encarcelamiento de centenares de personas
luego declaradas inocentes, a cierres cautelares de periódicos luego declarados
ilegales, así como severas restricciones a la libertad ideológica y de
expresión.
Otorgar a todos estos elementos
su peso justo en el actual debate social no es sencillo, sobre todo porque las
batallas no siempre se presentan en condiciones que se han podido escoger.
Colocar en primer plano las críticas a Garzón y subestimar la estrategia de una
derecha judicial, política, económica y mediática poderosa, sería seguramente
un error que, a la larga, acabaría por debilitar los diferentes movimientos
contra la impunidad del franquismo y contra la corrupción surgidos en los
últimos años. Sin embargo, aceptar sin más la versión elegíaca del juez que han
pretendido proyectar parte de estos movimientos también sería una manera de
esterilizarlos de cara a un discurso de los derechos humanos que, si quiere ser
coherente y eficaz, ha de ser capaz de erradicar los dobles raseros y de llamar
las cosas por su nombre.
Notas: [1] La aplicación de estos
criterios al caso Gürtel no es en todo caso fácil. Jiménez Villarejo, por
ejemplo, recuerda que estaba acreditado que antes de acordarse las
intervenciones telefónicas ya había tres abogados y un asesor fiscal imputados.
Igualmente, se había dejado sentado que los letrados participaban, con indicios
sólidos, en los delitos que “han cometido y siguen cometiendo los imputados en
prisión” y que, por tanto, no se había cometido “ninguna arbitrariedad”. [2]
La propia Fiscalía aportó en el juicio contra Garzón ejemplos de dos
escuchas que afectaron también a los letrados y que nadie consideró propias de
“regímenes totalitarios”: la impulsada para intentar localizar el cuerpo de la
joven Marta del Castillo y las del ya fallecido Pablo Vioque, condenado por
narcotráfico.
Fuente: www.unidadcivicaporlarepublica.es
LA
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