Publicado en 2013/09/23
Entrevista política a Antoni
Domènech;: Carlos Abel Suárez · Antoni Domènech 07/07/05 1)
¿Qué motivos te llevaron a escribir
un libro sobre la “fraternidad”, el tercer valor republicano olvidado, o, como
tu dices, “eclipsado”, del mundo político contemporáneo?[1]
Respuesta.- Primero,
el hecho mismo de que estuviera olvidado; me intrigaban las causas de su
olvido. Segundo, la sospecha de que esas causas escondían algo importante,
política y científicamente hablando. Recuerdo que, al empezar a consultar a
comienzos de los 90 –yo vivía entonces en el París que acababa de celebrar el
bicentenario de la Revolución— la escasísima literatura académica dedicada a la
fraternidad republicana, se me apareció la vieja imagen del tipo buscando la
llave perdida de su casa bajo la luz de una farola. Pasa alguien y le pregunta:
“¿está Vd. seguro de que la ha perdido aquí?” “No, pero aquí es donde hay luz.”
Luz –luz glauca— la hay en los tópicos,
en los eternos lugares comunes de las vulgatas políticas, periodísticas y
académicas al uso. Y la fraternidad estaba en zona de penumbra; había que ir a
buscarla con candil propio. Motivo de más para interesarse por ella.
2) Desde el concepto de fraternidad
recorres un tiempo que explica mucho de lo que nos pasó a los que vivimos la
segunda mitad del siglo XX y este violento ingreso en el actual. ¿Estamos
hablando de un eclipse algo prolongado en términos de la vida humana aunque
relativamente breve desde una perspectiva histórico-filosófica?
Respuesta.-
Fraternidad significaba en 1790 –cuando Robespierre acuña la divisa: Libertad,
Igualdad, Fraternidad— universalización de la libertad republicana y de la
reciprocidad en esa libertad que es la igualdad republicana. Es decir, que
todos, también los pobres, los humildes, todos los que necesitan depender de
otro para vivir, todos quienes, para existir socialmente y pervivir, han de
pedir diariamente permiso a otros, criados, trabajadores asalariados, artesanos
modestos, campesinos acasillados, mujeres, todas las categorías sociales, en
fin, que entonces se incluían entre las “clases domésticas”, todos los miembros
de la “familia” (“familia” viene de famuli: esclavos, siervos), salieran del
domus subcivil en que la sociedad señorial viejoeuropea (y colonial
iberoamericana) les había inveteradamente confinado, para emerger como
ciudadanos de pleno derecho a una sociedad civil de libres e iguales. La idea
era que nadie necesitara tener que pedir permiso a otro particular para poder
existir socialmente, que todo el mundo tuviera su propia base material, sus
propios medios de existencia social. Esa idea, que unificó políticamente al
“cuarto estado” desprendiéndolo del tercero (los burgueses), entró en fase de eclipse
básicamente por dos motivos.
Primero, porque la sociedad civil
napoleónica dio una apariencia de libertad e igualdad civiles, de libertad e
igualdad, esto es, independientes de las bases materiales (la propiedad) en que
el republicanismo (de Aristóteles y Cicerón a Jefferson, Kant o Robespierre)
las hacía arraigar: de ahí salió la libertad “liberal” en el siglo XIX. (En
rigor histórico, no hay “liberalismo” antes del XIX: la propia palabra se
inventa en las Cortes de Cádiz, en 1812.)
Segundo porque, después del fracaso
de la II República francesa de 1848 –la llamada República “fraternal”—, los
socialistas políticos, legítimos herederos del legado del republicanismo
democrático tradicional, consideraron con buenas razones que, en la era de la
industrialización, no era ya viable el viejo programa democrático-fraternal
revolucionario de una sociedad civil fundada en la universalización de la
libertad republicana por la vía de universalizar la propiedad privada; para
ellos no se trataba tanto de una inundación democrática de la sociedad civil
republicana clásica, cuanto de la creación de una vida civil no fundada ya en
la apropiación privada de las bases de existencia, sino, como dijo Marx, basada
en un “sistema republicano de asociación de productores libres e iguales”, es
decir, en un sistema de apropiación en común, libre e igualitaria, de las bases
materiales de existencia de los individuos.
Marx y Engels –y aun Bakunin— nunca
perdieron de vista la conexión de este ideal socialista con el viejo ideal republicano-democrático
fraternal. El republicanismo se hizo definitivamente invisible, se eclipsó,
como tradición histórica cuando los socialistas que vinieron después fueron
olvidando en sus formulaciones doctrinales –y en su agitación política
cotidiana— esa conexión, para acabar confundiendo muchas veces ellos mismos la
tradicional concepción republicana de la libertad –enormemente exigente— con la
nueva –y trivial—concepción liberal postnapoleónica.
3) Te defines como un republicano
radicalmente democrático. ¿Qué valor político tiene hoy esa tradición?
Respuesta.- Bueno, si hay que
definirse lacónicamente, yo me defino como un socialista sin partido. Y sin
partido, en alguna medida, porque los diversos partidos o grupos socialistas
existentes (socialdemócratas, comunistas de varias tendencias, laboristas,
anarcosindicalistas) han ido perdiendo la autoconsciencia de ser los herederos
del republicanismo democrático. El socialismo, incluso en el más amplio sentido
de la palabra, que incluye a todas las tendencias antes mencionadas, o es la
continuación –todo lo cauta y realista y sensata que se quiera— de la
inveterada pretensión democrático-fraternal de civilizar radicalmente todos los
ámbitos de la vida social, o no es nada, políticamente hablando.
El capitalismo heredó del viejo
régimen europeo la tripartición de la vida social, segmentada en un ámbito
propiamente civil de libres e iguales (regido por lo que Montesquieu
llamó la loi civil); un ámbito “político” substraído al
control fiduciario de la sociedad civil y supraordinado a ella, es decir, el
Estado burocrático moderno que viene del despotismo “público” de las monarquías
y los principados absolutistas (regido por lo que Montesquieu llamó la
loi politique); y por último, un ámbito “familiar” subcivil (regido por
lo que Montesquieu llamó la loi de famille), en el que los padres
y los patronos ejercen su particular despotismo “privado”.
En mi libro, trato de mostrar qué
graves consecuencias políticas ha tenido muchas veces en el pasado para la
acción socialista el olvido de que la suya es continuadora de la tradición de
lucha pancivilizatoria de la democracia fraternal revolucionaria, de que la
suya es una lucha simultánea en cuatro frentes: contra el despotismo del
Estado, contra el despotismo de los patronos (la empresa capitalista moderna
hereda en condiciones modernísimas el viejo despotismo de una ancestral loi de
famille), contra el despotismo doméstico dentro de lo que ahora entendemos
propiamente por familia (la potestad arbitraria del varón sobre la mujer y aun
los niños) y, por último, contra la descivilización de la propia sociedad civil
que se produce por consecuencia de la aparición, en el contexto de mercados
ferozmente oligopolizados, de grandes poderes económicos privados, substraídos
al orden civil común de los libres e iguales, enfeudados en nuevos privilegios
plutocráticos, y por lo mismo, más y más capaces de desafiar a las repúblicas y
de disputar a éstas con éxito su derecho inalienable a determinar el interés
público.
4) ¿Cómo juzga un republicano
democrático español a la monarquía parlamentaria de su país, salida de la
transición democrática?
Respuesta.- Por lo pronto así: con
toda seguridad, en ninguna publicación española “respetable” sería posible
reproducir mi opinión sincera…
5) Pero la transición democrática
española se presenta en todo el mundo, y particularmente en Chile, como un
éxito. Y de todas formas, esto se va a publicar en Chile…
Respuesta.- Por no
eludir la cuestión, y por no extenderme más allá de lo que el espacio de esta
entrevista permite, podemos reducirnos a dos cosas. Una es una cuestión,
digamos, de “principios”. Y otra, de oportunidad política. En lo atinente a la
cuestión de principios, todo el mundo sabe que en la transición política
española, que indiscutiblemente permitió salir de un régimen de tipo fascista
que feneció del mismo modo que nació –matando—, al pueblo español se le hurtó
la posibilidad de elegir la forma de Estado: uno de los aspectos clave de la
transición fue precisamente éste, la aceptación, por parte del grueso de las
fuerzas de oposición antifranquista –amenaza del ejército y de los “poderes
fácticos” mediante—, no sólo de la monarquía parlamentaria, sino del Rey que
había designado el general Franco, que era Juan Carlos de Borbón y Borbón, en vez
de, por ejemplo, su padre (el conde de Barcelona), que era quien tenía
“legitimidad dinástica”, si es que tal cosa existe más allá del oximoron. Todo
eso, naturalmente, no tendría ahora mucha importancia política, si la monarquía
parlamentaria en España fuera lo que sus apologetas, directos o indirectos,
dicen que es: una especie de república coronada, con un pueblo que es a la vez
republicano y juancarlista, y con un Rey que es un ciudadano más, sin ningún
tipo de poder, como correspondería teóricamente a una monarquía totalmente
parlamentarizada. Pero no es el caso.
Para empezar, las dos loas son
inconsistentes entre sí: el pueblo español “republicano”, en la medida en que
es “juancarlista”, lo es porque considera que Juan Carlos de Borbón y Borbón ha
intervenido decisivamente a favor de la democracia (señaladamente la noche del
frustrado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981), es decir, porque cree que
el Rey tiene algún tipo de poder benéfico para la democracia,
independientemente de los partidos políticos y de los poderes constitucionales
del Estado (el Monarca, en la actual Constitución española, no es un poder del
Estado, sino que está definido meramente como un “órgano” del Estado). Ahora,
la cuestión es si es verdad que ese indiscutible “poder” (no constitucional)
del Rey ha sido y sigue siendo, en términos de oportunidad política,
beneficioso para la democracia. Muchos lo creen así. La noche víspera de las
recientes elecciones del 14 de marzo del corriente, corrió el falso rumor –del
que se hizo sonadamente eco el cineasta Pedro Almodóvar—, según el cual el
Partido Popular, que temía perder las elecciones, había amagado con un nuevo
golpe de Estado, detenido providencialmente, ¡una vez más!, por el Rey. Ese
rumor corrió como la pólvora, como es natural, entre las filas de los votantes
de izquierda, así que tiene su verdad eso del “pueblo republicano juancarlista”
que cree que el poder del Rey ha sido y sigue siendo benéfico para la vida
democrática, independientemente de sus oscuros orígenes franquistas y del
pecado original de la transición política, que hurtó al pueblo español la
posibilidad de restaurar la legalidad republicana destruida por el golpe de
Estado del General Franco y por su victoria en la Guerra Civil de 1936-39. Yo
no lo creo, no creo que ese poder Real haya sido, y sobre todo, que sea ahora
benéfico para la vida democrática española. Aparte de que hay dudas
fundadísimas sobre el verdadero papel de Juan Carlos de Borbón y Borbón la
noche del 23 de febrero de 1981 (tema prácticamente tabú en España), la Casa
Real se ha visto involucrada en muchos de los más lamentables episodios de la
convulsa vida política, social y económica de la España de los años 90.
Piénsese en los grandes escándalos
de corrupción de la España gobernada por el Partido Socialista de Felipe
González (la España del “pelotazo”, del dinero fácil, de los nuevos ricos
“socialistas” y del vergonzoso enrichissez-vous! con que varios ministros de
economía socialistas hicieron excelentes amigos entre la jet set). Pues bien,
hay que acordarse, por ejemplo, de que cuatro de los grandes tiburones
empresariales y financieros con desmedidas ambiciones políticas de esa época,
que han acabado en la cárcel (como Mario Conde, Javier de la Rosa y Ruiz
Mateos) o están pendientes de juicio (como Manuel Prado y Colón de Carvajal),
son, o han sido, asiduos de la Casa Real e íntimos amigos y partners del Rey en
distintas joint ventures, a modo de nueva Corte de los Milagros (económicos)
valleinclanesca.
Y hay que ser muy ingenuo para creer
que todo eso no ha tenido y sigue teniendo repercusiones políticas terribles.
No es cosa de aburrir al lector chileno con detalles de la vida política
española reciente. Pero, sucintamente, mi opinión se puede resumir en este
especulativo juicio contrafáctico: si en el fango de esa época económica y
políticamente escandalosa de la España de los años 90 –auténtica nueva “Era de
la codicia” en todo el mundo—, que acabó con un ministro socialista
(Barrionuevo, de Interior) y con varios altos funcionarios socialistas en la
cárcel, condenados por terrorismo de Estado y uso indebido de fondos
reservados, y, verosímilmente, con la forja de una sociedad de socorros
políticos mutuos entre la acorralada ala “felipista” del PSOE y la amedrentada
Casa Real; si en ese fango, digo, hubiera estado metido un gobierno conservador
tradicional del PP, en vez de uno “social-liberal” del PSOE; si, en suma,
nuestra peculiar “Era de la codicia” hubiera estado gobernada en España por el
PP y no por el PSOE, entonces la caída de ese hipotéticamente enlodado gobierno
conservador en 1996 a manos de una eventual victoria electoral socialista –que
habría tenido probablemente menos escrúpulos ideológicos en salvar los muebles
de la Institución por Antonomasia, y que difícilmente habría podido resistir,
además, tras interminables años de oposición, la tentación de tocar en la línea
de flotación a su competidor político por la derecha—, posiblemente habría
traído consigo sin demasiados traumas la III República española, o habría
abierto al menos un proceso irreversible de desacralización y desmitificación
de la Monarquía borbónica y de la interesada leyenda de su fabuloso papel en la
transición política española..
6) Hay modas intelectuales que se
expanden en el mundo académico, entre los periodistas y entre los políticos
como un derrame de petróleo en el mar. En un tiempo nadie podía hablar de Marx
sin pasar por Althusser. Después nos asombramos cuando el filósofo francés
confesó que apenas lo había leído. ¿Ahora no está pasando algo similar con el
posmodernismo, o con aquellos que tiran a la basura de la historia partidos y
sindicatos, o se rinden a los pies de la globalización, como una totalidad, que
sirve tanto para un fregado como para un fruncido?
Respuesta.- Uno de mis
más admirados maestros fue el eminente filósofo marxista Wolfgang Harich,
encarcelado durante 8 años por el régimen estalinista de Walter Ulbricht en la
llamada República Democrática Alemana. A él siempre le impresionó el dictum de
su maestro Nicolai Hartmann –en mi opinión, uno de los diez grandes filósofos
del siglo XX— sobre el marxismo: “El marxismo no es tan necio”, decía Hartmann,
a modo de supremo piropo, “pero está en su esencia el ser elaborado y
reelaborado por gentes poco instruidas, que llevan a la filosofía todo su
diletantismo”. Si descontamos el sesgo elitista de mandarín de la gran academia
alemana tradicional que tiene esa opinión, es imposible no reconocerle su
núcleo de verdad. El viejo Marx llegó a darse perfectamente cuenta de eso. La
famosa broma de que él no era marxista apuntaba a dos tipos de intelectuales
que le resultaban vitandos, pero que luego, en el siglo XX, acabarían
precisamente representando dos tipos de “marxistas” muy comunes en las
instituciones académicas y publicísticas, digamos: los falsarios y los
impacientes.
Los falsarios son los que –en
palabras del propio Marx, criticando a los académicos del llamado “socialismo
de cátedra”— se “construyen una ciencia privada”. Son los que, pro domo sua
–para hacerse un tranquilo lugar bajo el sol en las instituciones dominantes—,
y violando todos los códigos deontológicos de la probidad intelectual,
substituyen la búsqueda honrada de la verdad objetiva, una búsqueda que
necesariamente ha de hacerse a la luz de la razón pública, y que es imprescindible
para fundar cualquier política alternativa factible, por la impropiedad
peregrina y el burdo sectarismo epistemológico (“ciencia proletaria”, “nuestra
verdad no es la suya”, etc.).
Por otro lado, a los impacientes
aludió también el propio Marx –y refiriéndose a un “marxista” de su tiempo,
Hyndman— como a “frenéticos escritorzuelos middle class incapaces de cumplir
con el primer requisito necesario para aprender cualquier cosa, que es la
paciencia”: “a partir de cualquier idea nueva traída por un viento favorable”,
se “dedican a sacar dinero, o nombre, o capital político”. Yo creo que no es
casual que tantos nihilistas de cátedra postmodernos vengan del marxismo
tartarinesco parisino de los años sesenta y setenta; muchos juntan a
satisfacción los dos tipos de impostura, la del sedicentemente sesudo falsario,
muñidor de todo tipo de enredizos conceptuales y de laberínticos y herméticos
pseudofilosofemas, y la del patentemente alocado impaciente, ubicuo en los
medios de comunicación, “respetables” y menos “respetables”. .
7) Giddens, el de la tercera vía,
nos advierte sobre un mundo desbocado, ¿qué es lo que se desbocó? ¿Por qué
fuimos derrotados?
Respuesta.- Tengo una
pésima opinión profesional, científica, de Giddens. Me parece un sociólogo
vulgar y superficial que ha vivido siempre, también cuando tocaba ser de
“ultraizquierda”, de lugares comunes e improvisaciones, que nunca ha hecho
investigación empírica original, y que cuando ha intentado incursiones en la
“teoría”, ha confundido siempre la teorización científica propiamente dicha con
la (mala) historia de las ideas. Políticamente, la “tercera vía”, como invento
publicístico –que nunca fue otra cosa—, murió el 15 de febrero de 2003. En
Blair y en el Nuevo Laborismo británico había, en mi opinión, una sola idea
interesante: la idea de que lo que en el continente europeo se llamó “consenso
antifascista” se había acabado. Los británicos tuvieron por vez primera en
Europa una sólida derecha postantifascista, que no es lo mismo que una derecha
fascista o fascistizante, ni que una derecha antifascista al estilo de las
democracias cristianas alemana, austríaca e italiana de la postguerra, o del
gaullismo en Francia. Las izquierdas tienen que saber que ese tipo de derecha
postantifascista (à la Berlusconi, en Italia, à la José María Aznar en España,
à la Neocon en los EEUU) va a ser cada vez más el tipo de derecha a batir. Esa
es una derecha que, con medios ultramodernos y ultramediáticos, propone en
realidad una especie de regreso planetario a la vida política de la Europa
medieval, si me permites la broma metafórica: quieren revigorizar la fronda,
una total “libertad” para que unos enormes imperios privados, enfeudados en el
dinero, dominen la vida civil, avasallen a sus súbditos –y a los súbditos de
los barones feudales menores, y a esos mismos barones feudales menores— y
disputen crecientemente con éxito a los Estados nacionales y a las
organizaciones de derecho público internacionales el derecho a determinar el
interés público. Las izquierdas tienen que enfrentarse a esa nueva realidad: no
ya a las derechas del consenso antifascista de 1945, que querían también –o lo
fingían: la hipocresía es el tributo que el vicio rinde a la virtud— un “Estado
social”, protección más o menos generosa de los derechos de los trabajadores,
capacidad mínima de los gobiernos para intervenir en los mercados internos,
mercados financieros internacionales más o menos regulados por el FMI y el
Banco Mundial, etc., etc.
El Nuevo Laborismo de Blair y
Mandelson comprendió eso antes, por ejemplo, que la SPD alemana –a la fuerza
ahorcan—, pero sólo para pasarse él mismo al campo del postantifascismo neocon,
para dar un toque postmoderno al thatcherismo. Craxi –el primer valedor
político de Silvio Berlusconi— ya había intentado algo así en el Partido
Socialista Italiano de los años ochenta, con el lamentable resultado de todos
conocido. Personalmente, deseo que Tony Blair acabe sus días políticos de modo
parecido a Bettino Craxi: no, obviamente, exilado en Túnez, para substraerse a
los tribunales de justicia de su propio país acusado de corrupción, sino ante
el Tribunal Internacional de La Haya, acusado de crímenes de guerra.
8) ¿Qué es ser de izquierda hoy?
Respuesta.- Se puede ser
de izquierda de muchas maneras, como lo prueba el hecho de que hay varios tipos
y tradiciones de izquierda realmente existentes. Pero, para simplificar,
zascandiles, cínicos y arribistas aparte (esos de los que decía don Manuel
Azaña que, más aún que por falta de moral, lo son por sobra de descreimiento),
hay dos tipos de izquierda.
La que cree honradamente que el
horizonte del capitalismo planetario es sistémicamente irrebasable, y que lo
único que puede hacerse es buscar modos más o menos duraderos de hacerlo más
humano, más benévolo con los pobres y desheredados de la Tierra, y más
compatible con el respeto de los derechos humanos y con la supervivencia del
planeta.
Y la que cree, también honradamente,
que es posible rebasar el sistema, que es posible organizar la producción y el
consumo mundiales de un modo democrático y cooperativo, no, como en el
capitalismo, sobre la base de que una pequeña minoría de sedicentes caudillos
empresariales autoproclamados ecónomos e intendentes generales de la sociedad
monopolicen despóticamente la organización de la producción, y dicten, encima,
al resto de la ciudadanía normas y pautas de consumo a través de una publicidad
despilfarradora y manipulatoria. Para los radicales, la resignada visión
del sistema como irrebasable es una peligrosa ilusión fatalista, que hace
incluso inviables las reformas más posibles y más necesarias.
9) ¿Es compatible ser de izquierda
con el realismo político? Dicho de otro modo ¿la izquierda subsiste sólo como
el testimonio de una minoría que sueña con un mundo más fraterno y punto?
Respuesta.- Aunque yo pertenezco
al segundo tipo de izquierda, al “radical”, no soy todavía lo bastante iluso
como para ignorar las dificultades del mismo. El primer tipo, el “moderado”,
tiene dificultades de diagnóstico: la evolución de la llamada “globalización”
en los últimos 25 años parece confirmar el diagnóstico “radical”. Basta ver la
evolución de “moderados” lúcidos y competentes como Paul Krugman o Joseph
Stiglitz en los últimos 5 años –cuando se ha hecho evidente el fracaso del
llamado “consenso de Washington— para percatarse: el último libro de Krugman
(que fue asesor económico de Clinton en la episódica euforia
“fatalista-progresista” de los años 90) se llama ni más ni menos que El gran
engaño: ¡si parece un título chomskyano! Es como si el mundo hubiera vuelto sin
remedio al capitalismo loco, desregulado, belicista, insolentemente
imperialista y altanero anterior a la I Guerra Mundial, que fue un semillero de
catástrofes. Si eso es un horizonte irrebasable, ¡vamos listos! Pero el punto
de vista “radical”, que, en mi opinión, tiene una posición más realista en
cuanto al diagnóstico, tiene una enorme debilidad: sus fuerzas carecen de
organización (y muchas veces, también de ideas alternativas factibles o bien
concebidas).
Por volver a la comparación
histórica anterior: no hay nada ni remotamente parecido hoy a la Internacional
socialista de partidos obreros anterior a la Gran Guerra. Y si pensamos que esa
potente Internacional fracasó entonces en el momento decisivo, y no logró
impedir la catástrofe mundial de 1914, pues es para echarse a temblar… Creo que
los dos tipos de izquierda, si son honrados, están obligados a reconocer sus
respectivas debilidades, y a colaborar del modo más leal posible: los radicales
debemos seguir el viejo consejo de la gran Rosa Luxemburgo, no contraponer
estérilmente ”Reforma” y “Revolución”, sino tratar de sumar la segunda a la
primera, apoyar y servirnos de los avances moderados, para hacer avanzar con
firmeza y con inteligencia causas moral y políticamente más radicales; por su
parte, los moderados tienen la obligación moral de luchar contra la
criminalización indiscriminada de los radicales que intenta la derecha. E
independientemente de las obligaciones morales, debería interesarles hacerlo: a
estas alturas, todos deberían saber que no hay reforma mínimamente seria que
pueda prescindir de la creciente capacidad de movilización y de presión del
movimiento antiimperialista y antiglobalización.
10) A medida que pasan los años y se
observa el ascenso y la declinación de muchos líderes políticos, creo que
Salvador Allende fue un ejemplo en más de un sentido. Era un político realista
y al mismo tiempo creía profundamente en la posibilidad de una sociedad más
justa y fraterna. Su muerte misma confirma ese compromiso ¿Vivió en una época y
en un lugar donde esas ideas no tenían posibilidad de concretarse? ¿No ves en
el drama de Chile un parecido, matizado ciertamente por la distancia y las
circunstancias, con la derrota de la España republicana y la república de
Weimar?
Respuesta.- Hay, sin
duda, un parecido entre la derrota de la España republicana del Frente Popular
y el fracaso de la Unidad Popular de Allende. La Constitución chilena de 1925
era una Constitución, si se puede decir así, de la generación de las
Constituciones de Weimar y de la II República española, formaba parte de un
paquete “generacional” en el que cabría incluir también a la Constitución
mexicana de 1917 o a la Constitución de la República austriaca de 1919.
Todas esas Constituciones, de gran
radicalidad democrática, tenían, entre otras muchas, la siguiente aspiración en
común: todas ponían la regulación legal de los fines sociales de la propiedad
bajo la sola voluntad del legislador. Eso abría la posibilidad
–constitucionalmente indeterminada— de que mayorías parlamentarias de izquierda
pudieran llegar a reformas muy radicales de la vida económica, y en el límite,
a regular en direcciones netamente anticapitalistas la propiedad privada: por
ejemplo, expropiando –nacionalizando—; o por otro ejemplo, democratizando de
abajo arriba la gran y la mediana empresa —introduciendo la libertad
republicana en el puesto mismo de trabajo—; o por otro ejemplo aún, fomentando
e incentivando la producción asociada y cooperativa –es decir, socializando—.
Ese tipo de Constituciones
favorecían, obvio es decirlo, la formación de Frentes Populares con voluntad de
actuar en este sentido, digamos, radicalmente democratizador de la vida
económica. Ahora, en 1970, si comparamos, Chile seguía con su Constitución de
1925, mientras que Alemania y Austria tenían ya Constituciones muy distintas,
fruto del “nuevo consenso” europeo de la segunda postguerra. Y el “nuevo
consenso” era muy distinto del de la primera postguerra.
En las nuevas Constituciones fruto
de ese consenso post-1945 –como en la española de 1978— había prácticamente
desaparecido la libertad del legislador para regular a su antojo la propiedad.
A trueque de esa limitación, las nuevas Constituciones blindaban un conjunto de
derechos sociales que ninguna mayoría parlamentaria –conservadora— podía tampoco
tocar: en la Constitución española, por ejemplo, incluso el derecho de los
trabajadores a tener vacaciones pagadas está constitucionalmente blindado (otra
cosa es que se cumpla…). Esa nueva generación de Constituciones se adaptaba
bastante bien al tipo de capitalismo fordista que se impuso en la postguerra:
así como en el famoso “tratado de Detroit” (1946) el señor Ford reconoció
expresamente el papel de los sindicatos en la negociación salarial (enmendando
de raíz su virulenta campaña antisindical de tono expresamente nazifascista de
los años treinta), a cambio de que el sindicalismo de la AFL-CIO (enmendando de
raíz su activismo democratizador de la empresa y de las relaciones industriales
en los años treinta) renunciara definitivamente a poner en cuestión las
prerrogativas de poder y control de los propietarios y de los ejecutivos de las
empresas;[2] así también las nuevas Constituciones europeas de postguerra
blindaban un conjunto de derechos sociales que equivalían a constitucionalizar
la empresa capitalista –a limitar normativamente el poder absoluto de la
patronal—, a cambio de renunciar definitivamente, entre otras cosas, a su
parlamentarización y democratización (consejos de fábrica, etc.).
El consenso fordista, con el que se
reconstruyó el capitalismo en EEUU y, sobre todo, en Europa occidental a partir
de 1945, significó, en una palabra, cambiar libertad republicana y democracia
en la vida económica productiva por aumento de “bienestar” material y capacidad
de consumo (publicitariamente manipulado): este es el significado
filosóficamente más profundo de lo que en el continente europeo se llamó
•”Estado social”, o en Gran Bretaña, “Estado de bienestar”. En este sentido, el
experimento de la Unidad Popular de Allende estaba, como bien dices, “fuera de época”:
era todavía un intento político de someter la vida económica a la voluntad
popular encarnada en el Parlamento, un intento fuera del “consenso fordista”
entonces imperante, y sólo facilitado por una Constitución política democrática
“prefordista”. Eso no quiere decir que no fuera muy interesante, ni que Allende
no fuera un político realista. Al contrario: pues en otro sentido, el
experimento de Allende (cuyo destino, al igual que el de la “República de
trabajadores” en la España de los años treinta, conmovió superlativamente a la
opinión pública democrática internacional) podía entenderse como la primera
reacción seria de izquierda al clamoroso fracaso de la política consistente en
extender el capitalismo “democrático” fordista a buena parte de Iberoamérica,
política que fue la respuesta norteamericana al triunfo de la Revolución cubana
de 1959 (la política de Alianza para el Progreso del Presidente Kennedy, una
especie de tímido e irresoluto Plan Marshall para el cono sur y el Caribe).
Un equivalente a esa rebelión
antifordista chilena se había dado en Europa con las grandes luchas obreras de
finales de los sesenta, sobre todo en la primavera francesa de 1968 y en el
Otoño caliente italiano de 1969, o aun en el “cordobazo” obrero argentino de
ese mismo año. Pero la iniciativa chilena de comienzos de los 70, como todos
sabemos, fue considerada intolerable desde el Norte, que se aprestó a dar el
tiro de gracia al experimento. Y a mí me parece que nunca se subraya lo
bastante que ese tiro de gracia a la democracia chilena tuvo también un
tremendo culatazo: pues, en cierto modo, el final de Allende fue también, no
sólo el final de toda pretensión norteamericana de extender las bendiciones del
“progreso” económico socialmente “consensuado” a Iberoamérica (y el comienzo de
una época de sangrientas dictaduras militares ultraneoliberales), sino,
asimismo, el principio del fin del capitalismo “civilizado” fordista en los
propios EEUU y el principio del fin de las ilusiones neofordistas del grueso de
la izquierda europea (el “eurocomunismo” fue tal vez el canto de cisne latino
de esas ilusiones).
11) ¿Es compatible la profundización
de la democracia en un contexto de fenomenal concentración del ingreso,
exclusión y aumento de prácticas políticas clientelares y corruptas? ¿Qué papel
podría jugar para la izquierda en el actual contexto de una nueva derecha
postfordista o postantifascista la lucha por una Renta Básica Universal de
Ciudadanía?
Respuesta.- Creo que la
exigencia de una Renta Básica Universal de Ciudadanía, incondicionalmente
asignada a todos los miembros de la sociedad por el sólo hecho de ser
ciudadanos –exactamente igual que en el caso del sufragio universal—, es una de
las ideas más interesantes de los últimos años para la izquierda, y por eso se
está abriendo camino en sitios muy distintos, desde la Unión Europea hasta el
Brasil de Lula, la Argentina y el Canadá.
El tipo de capitalismo que ha
acabado por imponerse en los últimos 25 años rompe la médula del consenso
político-social de 1945 (en el que, de grado o de fuerza, estaba instalado el
grueso de las izquierdas) por al menos estas dos vértebras cruciales:
1. Trata, de
nuevo, de “invertir el reloj de la historia”, por decirlo con el Ford de 1946,
y no acepta la constitucionalización de la empresa capitalista y el papel de
las uniones sindicales en la negociación salarial y de las condiciones de
trabajo: la “ecuación humana” -microeconómica- por la que en las relaciones
industriales se cambiaba libertad republicana en el puesto de trabajo por
seguridad y bienestar material (desde el punto de vista de la población
trabajadora) y pleno empleo y salarios crecientes por creciente productividad
(desde el punto de vista de la patronal) ha dado paso a una “ecuación humana”
neoabsolutista en la que lo que se cambia es, si acaso, mayor productividad por
un puesto de trabajo cada vez menos seguro en todos los sentidos de la palabra.
2. Ha quedado
destruido el vínculo –macroeconómico— que ligaba las economías de escala, el
abaratamiento de costes resultante y el incremento de productividad de la
producción en masa de bienes de consumo, de un lado, con, del otro, el consumo
masivo de esos mismos bienes por parte de unos trabajadores que, gracias a los
incrementos de productividad y a la negociación salarial apoyada en esos incrementos,
veían crecer año tras año su salario real. Eso puede verse en la vida cotidiana
de muchas maneras, pero tal vez la más espectacular de ellas sea la patente
quiebra del carácter “democrático” de los antiguos mercados domésticos
fordistas, más o menos homogéneos, en los que todos consumían aproximadamente
la misma gama de productos.
Esos mercados han sido substituidos
por mercados de consumo harto más segmentados: aparecen (desde luego, en Europa
y en EEUU) mercados en los que los productos más baratos –que consumen
básicamente los trabajadores— se importan de países con mano de obra
prácticamente esclavizada, en un extremo, y en el otro, mercados con productos
carísimos que manufacturan nuevas pequeñas y medianas empresas del primer mundo
(a ser posible, convenientemente desindicalizadas) para un público planetario
de snobs y nuevos y viejos ricos (los happy few).
En estas condiciones, limitarse a
reivindicar una mera restauración del consenso de 1945 y una revigorización del
Estado “social” o de “bienestar” es iluso e irrealista. No sólo porque los
nuevos núcleos rectores de las clases dominantes no están ya por esa labor de
“consenso social” (¡si hasta el New York Times editorializa ahora sobre la
“lucha de clases desde arriba”!), sino, sobre todo, porque el núcleo de la base
social que, del lado de la izquierda, forjó ese consenso, mostrándose dispuesta
a cambiar libertad republicana en la empresa por bienestar material y seguridad
en el puesto de trabajo (la clase obrera fordista tradicional, abrumadoramente
compuesta por varones medianamente calificados profesionalmente, que fue en
Francia y en Italia la base social central del PCF y del PCI, o en Alemania, la
de la SPD) ha encogido sociológicamente de un modo espectacular por efecto de
la propia transformación de la vida económica en las últimas décadas.
Una izquierda no filistea, es decir,
una izquierda que quiera ser realista, sensata y radical a la vez (de otro de
mis maestros, Manuel Sacristán, aprendí la inolvidable lección de que, en la política
como en la vida cotidiana, contra toda apariencia filistea, quien no sabe ser
suficientemente radical, acaba siempre en la penosa insensatez del
hiperrealismo mequetréfico) tiene hoy que aspirar a desarrollar políticas que
sean más ambiciosas en el medio y en el largo plazo y, a la vez, más adaptadas
a las presentes circunstancias.
La idea de una Renta Básica de
Ciudadanía la veo en esa línea: contra el consenso de 1945, no está dispuesta a
cambiar libertad en la vida cotidiana por bienestar material y seguridad en el
puesto de trabajo (es más ambiciosa, pues), con lo que puede atraerse a una
amplia y nueva base social de excluidos, de precarios, de antiguos y nuevos
desposeídos, de jóvenes y mujeres tan azacaneados por la feroz dinámica de la
actual vida económica y social como deseosos de combinar mínima seguridad
material y cumplida autonomía en su existencia social (el cóctel que ofrece,
precisamente, la Renta Básica, sobre todo si es un poco generosa). Pero al
mismo tiempo, la lucha por una Renta Básica es perfectamente compatible con la
necesaria lucha presente por la defensa de la médula de los indiscutibles
logros morales y materiales (universalidad e incondicionalidad de las
prestaciones sanitarias y educativas públicas, etc.) que el advenimiento del
“Estado social” trajo consigo para el conjunto de las clases populares, con lo
que puede ayudar a conservar, y aun a reestimular, para un proyecto de
izquierda renovado a la parte más sana y lúcida de la población trabajadora de
tipo fordista y de sus debilitadas organizaciones sindicales.
Tal vez la Renta Básica no ofrezca
mucho más que eso (no es, desde luego, una panacea para transformar
radicalmente el modo de producir y de consumir planetario), ni creo que sus
proponentes de izquierda, como Daniel Raventós [3] en España, Philippe van
Parijs en Bélgica o Rubén Lovuolo en la Argentina, lo pretendan. Pero en las
presentes circunstancias eso ya es mucho. Y en cualquier caso, es
suficientemente valioso por sí mismo.
NOTAS:
[1] Antoni Domènech, El eclipse
de la fraternidad: una revisión republicana de la tradición socialista,
Barcelona, Crítica, 2004.
[2] En el congreso celebrado en
Detroit en enero de 1946 de la Society of Automotive Engineers, Henry Ford II
anunció el fin de la lucha de clases en los EEUU: “Nosotros, los de la Ford
Motor Company, no tenemos ya el menor deseo de ‘destrozar las uniones
sindicales’, o de invertir el reloj de la historia (…) tenemos que asegurar un
liderazgo mejorado y cada vez más responsable para ayudar a resolver la ecuación
humana en la producción en masa (…) las relaciones industriales deberían
gobernarse con la misma pericia técnica y con la misma determinación con que
los ingenieros se enfrentan a los problemas mecánicos”.
[3] Para una explicación
extraordinariamente didáctica de la propuesta de una Renta Básica Universal
garantizada, véase Daniel Raventós, El derecho a la existencia,
Barcelona, Ariel, 1999. El Periodista de Chile, núm. 64, junio 2004
Fuente: http://dedona.wordpress.com/

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