“OLIA A SANGRE, A CAL, AMIEDO
Y A MUERTE”
30 may 2012
Fosa en el cementerio de Aguilar de la Frontera (Córdoba)
Es la madrugada del día 20 de agosto de 1936, y un
calor sofocante presagia las altas temperaturas de un verano muy caluroso, como
el que ya nadie recuerda. El ensordecedor motor de una camioneta, se detiene,
el ruido deja paso al primer canto de los pájaros de la mañana. El sol comienza
a apuntar en el horizonte. Un horizonte rojizo, deslumbrante, que presagia la
tragedia venidera. Se oyen voces, risas… e insultos. A golpe de punta de
pistola diez hombres bajan atropelladamente de la camioneta. Uno de estos
hombres es Francisco Antonio Jiménez García, de apenas 33 años de edad,
jornalero de profesión como su padre, ha sido hasta este mismo día el tesorero
del Centro obrero El porvenir en el Trabajo, socialista hasta la médula y
miembro de la Comisión Gestora Municipal del Frente Popular.
Los diez hombres han sido conducidos desde los
calabozos del municipio cordobés de Monturque, donde todos ellos llevan varias
semanas detenidos a las puertas del cementerio municipal de Aguilar de la
Frontera. Apenas han sido 10 kilómetros los recorridos en el trayecto,
interminable e incierto. Casi una hora de miedo, de recuerdos, de angustia, de
ver pasar toda una vida a medida que trascurren los minutos. Con lágrimas en
los ojos no han podido ninguno de ellos dejar que la emoción y el sentimiento
les acerque por última vez a sus seres queridos.
Francisco Antonio, piensa en su esposa María
Antonia y a sus tres hijos, (la mayor una niña de 6 años y el menor un varón
que no ha cumplido todavía el año de vida), lleva demasiados días sin saber
nada de ellos. Recuerda con nostalgia a su padre Antonio y a su madre Emilia.
Un nudo en la garganta hace que los sentimientos a flor de piel se conserven
muy adentro. El recuerdo… el último recuerdo.
Un fuerte culatazo de un fusil máuser le hace
volver de nuevo a la realidad. Empujado y encañonado, es conducido junto a los
demás a las tapias exteriores del campo santo, las de la zona sur. Al caminar
junto a las mismas, puede observar el reguero de sangre existente en todo el
trayecto y que se pierde al final de las mismas. ¡Vamos! ¡Vamos!, de nuevo más
empujones.
Al volver la esquina de la tapia frontal, donde la
sangre apenas era perceptible, un fuerte escalofrío recorre toda su espina
dorsal. La visión es dantesca, desoladora. Los cuerpos de seis hombres yacen
sin vida en el suelo junto a las tapias agujereadas por el impacto de las
balas. Cuatro camilleros se aferran en colocar los cuerpos sobre improvisadas
carretillas, mientras un grupo de unos ocho a diez hombres permanecen sentados
en el suelo, alejados y absortos en sus juegos. Beben algún licor, cantan y
ríen entre gritos de ¡arriba España! Dos hombres, que visten camisas azules,
con bordados de colores y boina se prestan al registro y saqueo de las
pertenencias de los cuerpos sin vida. Todo les vale, un reloj, una cartera, una
sortija… Despojan como aves carroñeras los cuerpos sin vida. Requisan
pertenencias que puedan delatar y revelar la identidad de los asesinados. Se
afanan en completar un trabajo bien hecho. El verdugo suele cobrar. El asesino
pretende ocultar.
Maniatados a una cuerda, los diez hombres son
conducidos delante de la tapia, donde momentos antes yacían los cuerpos sin
vida. Son alineados sistemáticamente una al lado de otro. Sabedores de su
suerte, de su fatal destino, comienzan a despedirse entre ellos.
¡Socialistas! ¿No queríais tierras? El grupo de
hombres que permanecía sentado, comienza a incorporarse a la orden del que
parece tener el mando. Ordena formación e instantes después ¡fuego! al que
sigue una ráfaga de disparos.
Uno a uno los cuerpos de los diez vecinos de
Monturque, caen al suelo. Silencio, lamento, quejidos. Diez disparos más. Esta
vez de pistola. Diez tiros de gracia, sobre diez cuerpos sin vida. Es algo más
de las ocho de la mañana. El sol ha salido por completo.
El motor, aún caliente de la camioneta, vuelve a
ponerse en marcha. Se aleja lentamente a la par que se oyen canciones de
guerra, risas y disparos al aire.
Francisco Antonio, es recogido, trasladado y
arrojado a una fosa común existente en el interior del cementerio. Una de las
tres que para este menester han sido cavadas hace algunos días. Cientos de
cuerpos sin vida se apelmazan en su interior. En menos de un mes han llenado la
primera de las fosas de más de dos metros de profundidad.
Huele a cuerpo humano, a cal, a miedo, a muerte, a
injusticia.
El sol abrasa y cae verticalmente sobre las calles
desoladas. A pesar de ello, Josefa aviva el paso, sabe muy bien que el camino
andado no puede volverse a andar. Es treinta de junio del 2008 y Josefa Jiménez
Ramos ha realizado el mismo trayecto que su padre Francisco Antonio Jiménez
García realizó hace 72 años. Ha venido de Monturque a Aguilar de la Frontera.
Esta vez ha sido al juzgado. Sus casi ochenta años dificultan su andar, su
lento y pesado andar. Bajo el brazo porta unos documentos. En uno de ellos se
puede leer:
(…) la que suscribe Josefa Jiménez Ramos, vecina de
Monturque (Córdoba) con el debido respeto y consideración expone:
“Que con motivo de la pasada guerra civil española,
mi difunto padre, Francisco Antonio Jiménez García,
fue fusilado el día 20 de agosto de 1936, en el cementerio de Aguilar de la
Frontera, pero la defunción del mismo nunca llegó a inscribirse.
Teniendo conocimiento de que alguna de las personas
que fusilaron en idénticas circunstancias que mi padre, posteriormente fue
inscrita su defunción, es por lo que solicito a Vd., se sirva dar las órdenes
oportunas para que se proceda a la inscripción de la muerte del mismo…”
No es la primera vez que la familia acude al
juzgado a realizar esta petición. Ella lo sabe muy bien. Su madre María Antonia
Ramos Capote, viuda de Francisco Antonio Jiménez García, lo hizo por vez
primera en 1979 (cuarenta y tres años después de la desaparición de su esposo),
con motivo de la recién estrenada Ley de Pensiones de Guerra aprobada en plena
transición. A pesar del tiempo…, de todo el tiempo transcurrido
incomprensiblemente le fue denegada a pesar del informe favorable de la
Audiencia Provincial de Córdoba que instaba en el expediente que fue tramitado
a que dicha inscripción se llevase a efecto.
Casi treinta años más tarde su hija vuelve a
intentarlo. La viuda no pudo ver cumplido su deseo al fallecer en 1992. Es, ha
sido una larga espera.
Lamentablemente este caso no es una excepción. Solo
uno del grupo de los diez fusilados de Monturque de ese día, obtuvo la
inscripción, fuera de plazo legal, en 1947 (once años más tarde) y después de
distintos intentos y suplicas por parte de los familiares, no sin antes haber
asistido a la humillación de ver denegada la inscripción otras tantas veces.
¿Puede caber más crueldad?
Vencer el miedo y el temer de presentarse de forma
repetida y reiterada ante los funcionarios del Nuevo Estado, solicitando
primero la búsqueda y después la inscripción o alguna noticia de un familiar
rojo denota la valentía y el grado de compromiso, el arrojo y el coraje de
estas gentes.
En cualquier caso, nada o casi nada pudieron
averiguar con exactitud, pues la historia falsificada envolvió a las víctimas y
los hizo desaparecer física y documentalmente de una forma planificada,
meditada y calculada. Los crímenes cometidos alejaron las sombras y trajeron el
olvido, silenciaron los nombres y sembraron la tierra de ignominia y vergüenza.
Desaparecidos, sin poder nombrarlos. Sin poder inscribir su desaparición. Por
siempre buscados y queridos. Desaparecidos…
El funcionario de correos, ha entregado hoy tres de
septiembre del 2008 a Josefa una carta del Juzgado de Aguilar de la Frontera.
Ha sido entregada en mano, porque en mano son entregadas las cosas importantes.
Y esta para Josefa, sin duda lo es. Lee y devora con impaciencia, una
impaciencia acumulada día tras día, año tras año. Por fin setenta y dos años y
cuarenta y tres días después, su promesa de no desistir en el empeño, de
recoger el testigo y seguir luchado y denunciando una injusticia demasiado
tiempo prolongada llega a su fin y la democracia y el país por el que tanto
lucho y defendió su padre ha tenido a bien inscribir su asesinato en el
Registro Civil, no sin antes tener que ofrecer pruebas documentales (72 años
después) y testificales para la comprobación del hecho y haber tenido que
contar con el informe favorable del Ministerio Fiscal.
Francisco Antonio Jiménez García, recuperó su
nombre, su muerte y dejó de ser un desaparecido documental, que no físico, algo
que todavía incomprensiblemente no ha ocurrido con Antonio
Expósito Cruz, José Julián Flores Molina, Pablo López León, Camilo Enrique
Rojas Molina, Severo Rojas Rojas, Manuel Sánchez Aguilera Y Manuel Sánchez
Osuna y varios cientos de personas más que en esta localidad
fueron pasadas por las armas en pocos días, republicanos, civiles, cuyos
cuerpos sin vida fueron apilados en montones, rociados con gasolina y quemados
en el cementerio municipal, obviándose su identificación y su registro y
quedando en consecuencia legalmente desaparecidos, porque el derecho a la
memoria, a su memoria, en este país no ha sido reconocido suficientemente
todavía, si no se inscriben sus muertes lo seguirán siendo de forma permanente
e indefinida.
Fuente: www.publico.es
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